Tormenta, naufragio, terremoto, y lo que le sucedió
al doctor Pangloss, a Cándido y a Jacobo el anabaptista
La mitad de los pasajeros, afligidos y sufriendo esas inconcebibles angustias que el balanceo de un barco produce en los nervios y en todos los humores del cuerpo, agitados, en direcciones opuestas, no tenían siquiera fuerzas para inquietarse por el peligro. La otra mitad gritaba y rezaba; las velas estaban rasgadas, los mástiles rotos y abierta la nave; quien podía trabajaba, nadie escuchaba, nadie mandaba. Algo ayudaba a la faena el anabaptista, que estaba sobre el combés, cuando un furioso marinero le pega un rudo empellón y lo derriba sobre las tablas; pero fue tal el esfuerzo que hizo al empujarlo que se cayó de cabeza fuera del navío y quedó colgado y agarrado de una porción del mástil roto. Acudió el buen Jacobo a socorrerlo y lo ayudó a subir; pero, con la fuerza que para ello hizo, se cayó en el mar a vista del marinero, que lo dejó ahogarse sin dignarse mirarlo. Cándido se acerca, ve a su bienhechor, que reaparece un instante y se hunde para siempre; quiere tirarse tras él al mar; pero lo detiene el filósofo Pangloss, demostrándole que la bahía de Lisboa ha sido hecha expresamente para que en ella se ahogara el anabaptista. Probándolo estaba a priori, cuando se abrió el navío, y todos perecieron, menos Pangloss, Cándido y el brutal marinero que había ahogado al virtuoso anabaptista; el bribón llegó nadando hasta la orilla, adonde Cándido y Pangloss fueron arrastrados sobre una tabla.
Así que se recobran un poco del susto y del cansancio, se encaminaron a Lisboa. Llevaban algún dinero, con el cual esperaban librarse del hambre, después de haberse zafado de la tormenta.
Apenas pusieron los pies en la ciudad, lamentándose de la muerte de su bienhechor, el mar hirviente embistió el puerto y arrebató cuantos navíos se hallaban en él anclados; calles y plazas se cubrieron de torbellinos, de llamas y cenizas; se hundían las casas, se caían los techos sobre los cimientos, y los cimientos se dispersaban, y treinta mil moradores de todas edades y sexos eran sepultados entre ruinas. El marinero, tarareando y blasfemando, decía:
-Algo ganaremos con esto.
-¿Cuál puede ser la razón suficiente de este fenómeno? -decía Pangloss; y Cándido exclamaba:
-Éste es el día del juicio final.
El marinero corrió sin detenerse en medio de las ruinas, arrostrando la muerte para buscar dinero; con el dinero encontrado se fue a emborrachar, y después de haber dormido su borrachera compra los favores de la primera prostituta de buena voluntad que encuentra en medio de las ruinas de los desplomados edificios y entre los moribundos y los cadáveres. Pangloss, sin embargo, le tiraba de la casaca, diciéndole:
-Amigo, eso no está bien; eso es pecar contra la razón universal; ahora no es ocasión de holgarse.
-¡Por vida del Padre Eterno! -respondió el otro-, soy marinero y nacido en Batavia; cuatro veces he pisado el crucifijo en cuatro viajes que tengo hechos al Japón. ¡Pues no vienes mal ahora con tu razón universal!
Cándido, al que la caída de unas piedras había herido, tendido en mitad de la calle y cubierto de ruinas, clamaba a Pangloss:
-¡Ay! Tráigame usted un poco de vino y aceite, que me muero.
-Este temblor de tierra -respondió Pangloss- no es cosa nueva: el mismo azote sufrió Lima años pasados; las mismas causas producen los mismos efectos; sin duda hay una veta subterránea de azufre que va de Lisboa a Lima.
-Nada es tan probable -dijo Cándido-, pero, por Dios, un poco de aceite y vino.
-¿Cómo probable? -replicó el filósofo-; sostengo que está demostrado.
Cándido perdió el sentido, y Pangloss le llevó un trago de agua de una fuente vecina.
Al día siguiente, metiéndose por entre los escombros, encontraron algunos alimentos y recobraron un poco sus fuerzas. Después trabajaron, a ejemplo de los demás, para aliviar a los habitantes que habían escapado de la muerte. Algunos vecinos socorridos por ellos les dieron la mejor comida que en tamaño desastre se podía esperar: verdad que fue muy triste el banquete; los convidados bañaban el pan con sus lágrimas, pero Pangloss los consolaba afirmando que no podían suceder las cosas de otra manera, porque todo esto, decía, es conforme a lo mejor; porque, si hay un volcán en Lisboa, no podía estar en otra parte; porque es imposible que las cosas dejen de estar donde están, pues todo está bien.
Un hombrecito vestido de negro, familiar de la Inquisición, que junto a él estaba sentado, tomó cortésmente la palabra:
-Sin duda, caballero, no cree usted en el pecado original, porque, si todo es para mejor, no ha habido caída ni castigo.
-Perdóneme su excelencia -le respondió con más cortesía Pangloss-, porque la caída del hombre y su maldición entran necesariamente en el mejor de los mundos posibles.
-Por lo tanto, ¿este caballero no cree que seamos libres? -dijo el familiar de la Inquisición.
-Otra vez ha de perdonar su excelencia -replicó Pangloss-; la libertad puede subsistir con la necesidad absoluta; porque era necesario que fuéramos libres; porque finalmente la voluntad determinada...
En medio de la frase estaba Pangloss, cuando hizo el familiar una seña a su secretario, que le servía vino de Porto o de Oporto.
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