jueves, 19 de noviembre de 2009

LECTURA. "Cándido", de Voltaire (6)



Capítulo VIII

Historia de Cunegunda


-Dormía profundamente en mi cama, cuando plugo al cielo que entraran los búlgaros en nuestro hermoso Castillo de Thunder-ten-tronckh; degollaron a mi padre y a mi hermano e hicieron tajadas a mi madre. Un búlgaro, de seis pies de altura, viendo que me había desmayado con esta escena, se puso a violarme; con lo cual volví en mí, y empecé a debatirme, a morderlo, arañarlo y a intentar sacarle los ojos, no sabiendo que era cosa de estilo cuanto sucedía en el castillo de mi padre: pero el belitre me dio una cuchillada en el costado izquierdo, de la cual conservo todavía la señal.
-¡Ah! Espero verla -dijo el ingenuo Cándido.
-Ya la verá usted -dijo Cunegunda-; pero continuemos.
-Continúe usted, dijo Cándido.
Cunegunda volvió a tomar el hilo de su historia:
-Entró un capitán búlgaro; me vio llena de sangre, debajo del soldado, que no se incomodaba. El capitán se indignó por el poco respeto que le demostraba ese bárbaro y lo mató sobre mi cuerpo; me hizo luego vendar la herida y me llevó prisionera de guerra a su guarnición. Allí lavaba las pocas camisas que él tenía y le guisaba la comida; él decía que era muy bonita y también he de confesar que era muy lindo mozo, que tenía la piel suave y blanca, pero poco entendimiento y menos filosofía; pronto se echaba de ver que no lo había educado el doctor Pangloss. Al cabo de tres meses perdió todo su dinero y, harto de mí, me vendió a un judío llamado don Isacar, que comerciaba en Holanda y en Portugal y amaba apasionadamente a las mujeres. Se prendó mucho de mí el tal judío; pero nada pudo conseguir, que me he resistido a él mejor que al soldado búlgaro; porque una mujer decente bien puede ser violada una vez; pero eso mismo fortalece su virtud. El judío, para domesticarme, me ha traído a la casa de campo que usted ve. Hasta ahora había creído que no había nada en la tierra más hermoso que el castillo de Thunder-ten-tronckh, pero he salido de mi error.
"El gran inquisidor me vio un día en misa; no me quitó los ojos de encima y me hizo decir que tenía que hablar de un asunto secreto. Me llevaron a su palacio y yo le dije quiénes eran mis padres. Me representó entonces cuán indigno de mi jerarquía era pertenecer a un israelita. Su Ilustrísima propuso a don Isacar que le hiciera cesión de mí, y éste, que es banquero de palacio y hombre de mucho poder, no quiso consentirlo. El inquisidor lo amenazó con un auto de fe. Al fin se atemorizó mi judío e hizo un ajuste en virtud del cual la casa y yo habían de ser de ambos en condominio; el judío se reservó los lunes, los miércoles, y los sábados, y el inquisidor los demás días de la semana. Seis meses ha que subsiste este convenio, aunque no sin frecuentes contiendas, porque muchas veces han disputado sobre si la noche de sábado a domingo pertenecía a la ley antigua o a la nueva. Hasta ahora me he resistido a los dos; y por este motivo pienso que me quieren tanto.
"Finalmente, por conjurar la plaga de los terremotos e intimidar a don Isacar, le plugo al ilustrísimo señor inquisidor celebrar un auto de fe. Me honró convidándome a la fiesta; me dieron uno de los mejores asientos, y se sirvieron refrescos a las señoras en el intervalo de la misa y la ejecución. Confieso que estaba sobrecogida de horror al ver quemar a los dos judíos y al honrado vizcaíno casado con su comadre; pero, ¡cuál no fue mi sorpresa, mi espanto, mi turbación cuando vi cubierto por un sambenito y bajo una mitra un rostro parecido al de Pangloss! Me restregué los ojos, miré con atención, lo vi ahorcar y me desmayé. Apenas había vuelto en mí, cuando lo vi a usted desnudo; allí mi horror, mi consternación, mi desconsuelo y mi desesperación. La piel de usted, lo digo de veras, es más blanca y más encarnada que la de mi capitán de búlgaros, y eso redobló los sentimientos que me abrumaban, que me devoraban. Iba a decir a gritos: 'Deteneos, bárbaros'; pero me faltó la voz, y habría sido inútil. Mientras azotaban a usted, yo me decía: '¿Cómo es posible que se encuentren en Lisboa el amable Cándido y el sabio Pangloss, uno para recibir doscientos azotes y el otro para ser ahorcado por orden del ilustrísimo señor inquisidor que tanto me ama? ¡Qué cruelmente me engañaba Pangloss cuando me decía que todo es perfecto en el mundo!'.
"Agitada, desesperada, fuera de mí unas veces y muriéndome otras de pesar, pensaba en la matanza de mi padre, mi madre y mi hermano, en la insolencia de aquel soez soldado búlgaro que me dio una cuchillada, en mi oficio de lavandera y cocinera, en mi capitán búlgaro, en mi ruin don Isacar, en mi abominable inquisidor, en el ahorcamiento del doctor Pangloss, en ese gran miserere con salmodias durante el cual le dieron a usted doscientos azotes y sobre todo en el beso que di a usted detrás del biombo la última vez que nos vimos. Agradecí a Dios que nos volvía a reunir por medio de tantas pruebas, y encargué a mi criada vieja que cuidara de usted y me le trajera cuando fuese posible. Ha desempeñado muy bien mi encargo y he disfrutado el imponderable gusto de ver a usted nuevamente, de oírle, de hablarle. Debe de tener un hambre devoradora; yo también tengo apetito; empecemos por cenar."
Sentáronse, pues, ambos a la mesa, y después de cenar volvieron al hermoso canapé de que ya he hablado. Sobre él estaban, cuando llegó el signor don Isacar, uno de los amos de casa; que era sábado y venía a gozar de sus derechos y a explicar su tierno amor.






Capítulo IX
Qué fue de Cunegunda, de Cándido, del Gran Inquisidor y de un judío


Isacar era el hebreo más colérico que se haya visto en Israel desde la cautividad de Babilonia.
-¿Qué es esto -dijo-, perra galilea? ¿Conque no te basta con el señor inquisidor? ¿También ese pícaro debe compartirte?
Al decir esto saca un largo puñal que siempre llevaba en el cinto, y, creyendo que su contrario no traía armas, se lanza sobre él. Pero la vieja había dado a nuestro buen westfaliano una espada con el vestido completo de que hablamos; la desenvainó Cándido, a pesar de su mansedumbre, y mató al israelita, que cayó a los pies de la bella Cunegunda.
-¡Virgen Santísima! -exclamó ésta-; ¿qué será de nosotros? ¡Un hombre muerto en mi casa! Si viene la justicia, estamos perdidos.
-Si no hubieran ahorcado a Pangloss -dijo Cándido-, él nos daría un consejo en este apuro, porque era gran filósofo, pero, a falta de Pangloss, consultemos a la vieja.
Era ésta muy discreta, y empezaba a dar su parecer, cuando abrieron otra puertecilla. Era la una de la madrugada; había ya principiado el domingo, día que pertenecía al gran inquisidor. Al entrar éste ve al azotado Cándido con la espada en la mano, un muerto en el suelo, Cunegunda asustada y la vieja dando consejos.
En este instante se le ocurrieron a Cándido las siguientes ideas y discurrió así: "Si pido auxilio, este santo varón me hará quemar infaliblemente, y otro tanto podrá hacer a Cunegunda; me ha hecho azotar sin misericordia, es mi rival y yo estoy en vena de matar: no hay que detenerse". Este discurso fue tan bien hilado como pronto, y, sin dar tiempo a que se recobrase el inquisidor de su sorpresa, lo atravesó de parte a parte de una estocada, y lo dejó tendido junto al israelita.
-Buena la tenemos -dijo Cunegunda-; ya no hay remisión: estamos excomulgados y ha llegado nuestra última hora. ¿Cómo ha hecho usted, siendo de tan mansa condición, para matar en dos minutos a un prelado y a un judío?
-Hermosa señorita -respondió Cándido-, cuando uno está enamorado, celoso y azotado por la Inquisición, no sabe lo que hace.
Rompió entonces la vieja el silencio, y dijo:
-En la caballeriza hay tres caballos andaluces con sus sillas y frenos; ensíllelos el esforzado Cándido; esta señora tiene doblones y diamantes, montemos a caballo y vamos a Cádiz, aunque yo sólo puedo sentarme sobre una nalga. El tiempo está hermosísimo y da contento viajar con el fresco de la noche.
Cándido ensilló volando los tres caballos, y Cunegunda, él y la vieja anduvieron dieciséis leguas sin parar. Mientras iban andando, vino a la casa de Cunegunda la Santa Hermandad, enterraron a Su Ilustrísima en una suntuosa iglesia y a Isacar lo tiraron a un muladar.
Ya estaban Cándido, Cunegunda y la vieja en la aldea de Aracena, en mitad de los montes de Sierra Morena, y decían lo que sigue en un mesón.

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