lunes, 9 de noviembre de 2009

PRENSA CULTURAL. Francisco Ayala, entrevistado en 1970



En "El Día de Córdoba".

En octubre de 1970, 'Revista de Occidente' publicó una entrevista de Antonio Núñez a Francisco Ayala que posteriormente sería recogida en el libro 'Confrontaciones'. El Día reproduce casi íntegro el texto, fundamental para conocer el pensamiento del granadino.

 
-Quisiera que resumiera usted su situación hasta 1936. ¿Qué supuso para usted, en el plano personal, la Guerra Civil?
-Contestar a lo que me pide requeriría un libro; no es posible hacerlo en unas cuantas frases. Por otra parte, está contestado de algún modo dentro del conjunto de mi obra. Pero voy a tratar de responderle en clave, más bien que en resumen. Mi carrera hasta 1936 es típica de un muchacho de clase media española, no mal dotado, que lucha con estrecheces y dificultades, sobre todo económicas, para abrirse paso, y que, por fin, lo ha logrado. En ese año, al cumplir yo los 30 de mi edad, tenía uno de los puestos más apetecibles y distinguidos de la Administración española: oficial letrado del Congreso; era catedrático excedente de Derecho Político; había publicado novelas y ensayos que me procuraron el reconocimiento dentro de los ambientes literarios e intelectuales más prestigiosos de España. Estaba casado y tenía una hija de dos años. Y, cuando se produjo el conflicto político que la intervención extranjera convertiría en Guerra Civil, me encontraba en Sudamérica dando conferencias. Regresé a España, y no podrá decirse que mi toma de partido fuera debida a razones de tipo geográfico. Tampoco, por supuesto, al cálculo de probabilidades. Fueron razones serias, basadas en mi visión del mundo y de la historia; y quien haya leído mi librito España a la fecha (1965) tendrá una idea de ellas. En el plano personal, la Guerra Civil supuso para mí lo que para tantos millones de españoles: una decisión del destino, que unos acogieron con entusiasmo e ilusiones, pronto desvanecidas, y algunos, como yo mismo, con un sentimiento de fatalidad que sólo la convicción moral hacía soportable.


-¿Cuáles fueron las razones de su exilio?
-Son obvias. La política no ha sido nunca para mí una religión, sino el campo de lo posible, donde no hay que aspirar utópicamente al bien absoluto, sino a reducir el mal inevitable. Así, siendo invivibles para mí las condiciones creadas en España por el desenlace del conflicto, y pudiendo sustraerme a ellas, decidí exiliarme; es decir, buscarme la vida en otra parte.


-¿Quiere usted hablarnos de sus actividades desde que salió de España?
-Fui a residir por lo pronto a la Argentina, uno de los países de Hispanoamérica donde ya tenía amigos, y allí me dediqué a actividades varias, relacionadas con la enseñanza, ediciones, traducciones y, desde luego, a escribir, colaborando en varias publicaciones, como el diario La Nación y la revista Sur, con la que mantengo todavía una relación excelente. Pasé en Río de Janeiro el año 1945 con un contrato para enseñar sociología en una escuela de funcionarios públicos, y durante ese tiempo pude hacer el trabajo principal para mi Tratado de Sociología. Al regreso, en Buenos Aires, organicé con varios amigos la revista Realidad, que se recuerda con aprecio; pero, tras algún tiempo, la atmósfera pública producida por el peronismo se me hizo irrespirable, y me fui a Puerto Rico, en cuya Universidad enseñé y dirigí la editorial. La revista La Torre, fundada por mi iniciativa y gestión, aún sigue publicándose. Después, como usted sabe, he pasado a enseñar en varias universidades de Estados Unidos. Ahora soy profesor de la de Chicago.


-¿Qué dificultades presentó para usted el exilio?
-Debo confesar que, para mí, la condición de exiliado no estuvo configurada en los términos dramáticos tan frecuentes. Será, acaso, una cuestión de personalidad: o quizá el hecho mismo, indicado antes, de no dar a los problemas relacionados con la política esa tensión religiosa que los hace absolutos. Pero el resultado es que jamás he sufrido el dolor literario de la patria ausente, en el que me parece que hay mucho de idea. En verdad, no sé por qué ha de sentirse desterrado el granadino o el valenciano que deba vivir en Montevideo o México y que si, por haber ganado unas oposiciones a cátedra, pongo por ejemplo, hubiera de haberse trasladado a vivir a Santiago de Compostela o a Valladolid. Creo que, durante aquellos años, me hubiera sentido más desterrado en Madrid que en Buenos Aires.


-¿Y las dificultades en cuanto escritor?
-Bueno, también en cuanto escritor fueron menores que las que se me hubieran presentado en España. Con todo, claro está que las hubo; y muy pronto me ocupé de ellas en un ensayo titulado ¿Para quién escribimos nosotros? Dificultades de carácter insidioso, nacidas de la situación misma.


-Desearía que expusiese a nuestros lectores su opinión sobre el mito y la realidad de la literatura del exilio.
-La literatura del exilio es una abstracción, como lo son todos los conceptos. Hay escritores individuales, cada cual diferente de los demás, y, en verdad, las diferencias entre ellos son mayores que el sello que pueda haber impreso sobre el grupo la circunstancia de escribir fuera de España. Desde el interior, y por el hecho de no haberse tenido aquí acceso a sus obras, se formó el mito a que usted alude; y ahora, cuando la producción de los exiliados empieza a ser conocida en su país de origen, ese brillo, ese prestigio de lo remoto ignorado, se va sustituyendo por el juicio acerca de las realidades literarias concretas, en las que no se advierten muchas similitudes, para no hablar de uniformidad, y en las que se dan calidades sumamente diversas, como hubiera sido previsible. Es sano que desaparezca ese mito, como tantos otros creados por la anómala situación en que hubo de encontrarse este país.


-¿Está usted conforme con la división en tres épocas que hace Marra-López de su producción literaria? La primera, "metafórica y riente", abarca hasta los comienzos de nuestra guerra; define la segunda como la "amarga meditación sobre España y el destierro"; y la tercera, "trágica y apocalíptica", comprende sus grandes novelas del ciclo americano.
-Creo que, en términos generales, y con formulación un tanto exagerada, esa división responde, en efecto, a las características de mi obra creativa en sus fases sucesivas. Después del libro de Marra-López seguí escribiendo y publicando, y ahora, Andrés Amorós, en el estudio que ha preparado para mis Obras narrativas completas, que se publicaron en México el año pasado, propone, con atenuaciones y salvedades, además de las fases establecidas por otros críticos, una última, a la que pertenecerían las narraciones que figuran al final de dichas Obras completas, y a las cuales se han agregado ya, por cierto, a la fecha, algunas que otras más, no incluidas en volumen. Ésa es tarea de los críticos, no mía. Algunos, y últimamente Estelle Irizarry, en un libro que pronto va a publicarse, han insistido en la unidad básica de mis escritos por debajo de las modalidades de época y propósito.


-En algunas de sus obras, el protagonista verdadero es el poder. Me refiero a Muertes de perro y El fondo del vaso. ¿Está usted de acuerdo?
-En verdad, las novelas mías en que el protagonista es el poder son, sí, Muertes de perro, pero no tanto El fondo del vaso; y antes, Los usurpadores. De un modo u otro, el poder se manifiesta en todas mis narraciones, es uno de mis temas centrales, pero no como el protagonista en verdad, sino como un condicionamiento ineludible de la existencia humana.


-El otro día me hablaba usted del poder. Al plantearle yo el tema de la huida de un sistema como el capitalista [...] me referí a los países socialistas. [...] Usted me replicó que en todas partes era igual, que en todos los sitios había un poder que, en cualquier actividad, hacía falta un mandón y que lo único que podías hacer era asentarnos en un lugar donde el poder fuera menos duro. Dejaba usted entrever -me habló de su viaje a Checoslovaquia- que capitalismo y socialismo son la misma cosa desde el punto de vista de las libertades personales. Yo, que no comparto sus ideas sobre este punto, le rogaría que nos explicara más detalladamente su pensamiento.
-La forma con que usted reproduce lo que yo le dije altera algo mi pensamiento, como siempre ocurre con los intercambios de ideas, pues la expresión jamás alcanza a presentarlas con fidelidad. Creo yo que el poder es el mal necesario dentro de la sociedad humana, quizá como un resultado de la caída o pecado original. El poder equivale a la organización funcional de la violencia, que se aspira a monopolizar, reduciéndola al mínimo inevitable. Las libertades del hombre concreto se establecen al margen de ese mínimo. Y claro está que hay grandes diferencias según los regímenes políticos en cuanto a la extensión de ese poder organizado. En este sentido, me parece que los regímenes comunistas son mucho más opresivos que los capitalistas. Por otra parte, en cuanto a la estructura dentro de la tecnología actual, van pareciéndose cada vez más entre sí. Piense, por ejemplo, en la asistencia médica. Las ventajas y los inconvenientes de la medicina socializada se encuentran por igual lo mismo en Inglaterra que en los Estados Unidos, donde no se pretende que lo esté, y aún la palabra socialización suena a cosa horrenda. [...]


-Sin intención de hacer una paráfrasis irreverente, yo le diría a usted: "Maestro, enséñanos a vivir". Pero, ¿cómo puedo pedirle eso al escéptico Ayala?
-En un cierto sentido, y según mi concepto del arte novelístico, el escritor se propone no precisamente enseñar a los demás a vivir (en mi caso, no es ese mi propósito, porque tendría que aprender yo mismo antes que enseñar), sino ayudarles a interpretar la vida, de acuerdo con su propia visión del mundo. Ayudar, por tanto, no en actitud de maestro, sino de amigo y hermano. ¿Escéptico? Desprenderse de falsas ilusiones es, en todo caso, una manera de aprender a vivir.


-En sus mejores novelas hay una posición ética, moralizadora. Abordando el problema de su escepticismo, ¿constituye dicha posición el núcleo principal de su obra novelística?
-Mi ética está en esa actitud; y mi moralización no es nunca prédica, sino invitación a interiorizarse compartiendo el anonadamiento. De mi pesimismo se ha hablado bastante, y creo que ello implica una confusión. El desechar falsas ilusiones, que tal vez hacen soportable la realidad por el fácil recurso de ignorarla, no significa ser pesimista, quizá todo lo contrario. Lo cierto es que, por temperamento, soy optimista, y quienes me conocen bien lo saben.


-En su último libro publicado, La estructura narrativa, dice usted: "Toda la creación artística, desde las pinturas rupestres hasta la música concreta de nuestros días, da testimonio del hombre como sujeto de cultura frente a la naturaleza, pero la obra literaria alude por necesidad a un concreto acontecer en el tiempo, a la condición histórica del hombre". Yo estoy de acuerdo con esto y, observo, al propio tiempo, su indecisión respecto a la creación de novelas.
-¿Indecisión? No sé en qué pueda consistir esa indecisión a la que usted se refiere. En el orden de la producción concreta, las diferencias de orientación, o fases de que antes hablábamos, es debida a que no le encuentro yo sentido a reproducir fórmulas literarias, ni siquiera mis propias fórmulas, y cada vez que emprendo una obra nueva me propongo nuevos problemas literarios y persigo las técnicas adecuadas para resolverlos, en lugar de repetirme. En mi concepto de la actividad creadora en arte, y de ahí la relativa parvedad de mi obra imaginativa. Comprenderá fácilmente que, de otro modo, me hubiera resultado factible escribir una docena de novelas análogas a Muertes de perro, o a cualquiera de las otras. A lo mejor es la pereza o el fastidio lo que me lo impide, pero yo lo atribuyo a un concepto de la creación artística, en la que se expresa, si es auténtica, la relación del hombre concreto que es su autor con el mundo histórico en que vive. De ahí la variedad, pero también esa unidad profunda que varios críticos han señalado en mi obra narrativa, desde los dieciocho años, en que escribí mi primera novela, hasta hoy.


-¿Cuál es su opinión sobre la literatura española actual?
-Otras veces lo he dicho. La literatura española actual como totalidad está saliendo ahora del marasmo cultural ocasionado por la Guerra Civil. Después de ésta han descollado personalidades poderosas dotadas de un genio innato; pero desorientación, y, como se dice ahora, desfase, claro está que lo ha habido y lo sigue habiendo. Espero que pronto se recuperará el nivel universal que aquella catástrofe nacional arruinó.


-¿Existe en los escritores una postura mimética respecto a lo que se hace fuera, como si no existiera una problemática propia que desarrollar?
-No, no. El mimetismo es fruto de la situación aludida y de la desconfianza que ella ha llevado al ánimo de las conciencias despiertas. Problemática propia, vaya si la hay (en cierto modo, es la misma del resto del mundo en estos días, experimentada desde las circunstancias española); y voy a decirle más: con todos los inconvenientes de la censura u otras amenazas, no me parece que sea legítimo achacarle la mediocridad alicorta de lo que, en general, se escribe. Cuando un escritor tiene, de veras, algo que decir, se arregla para decirlo. Véase, si no, cómo esos escritores rusos asoman por encima de la represión política del régimen. Y en España ¿no ha pasado, y sigue pasando, algo de lo mismo? Cuando las presiones van dejando de ser abrumadoras (¡y más aún!: recuerde cómo escribió su última poesía Miguel Hernández), es cuestión de luchar contra las dificultades y no descorazonarse. Sobre todo, la necesidad de autoexpresión, que es el impulso primero del creador literario, no puede ser reprimida, aunque luego vengan las frustraciones en cuanto a la necesidad de comunicación. Imagínese si sabré yo de eso, habiendo estado durante tantísimo tiempo segregado de mi público natural inmediato, que lo es el constituido por los españoles. Claro está que he vivido fuera y he tenido un público natural, si no inmediato, sí cercano: los lectores de lengua española en otros países, pero con todo...


-Si dejamos aparte los motivos personales, ¿existe algún otro motivo que le impida su asiento definitivo entre nosotros?
-Le diré, francamente, que sí. La actitud oficial frente a los exiliados ha variado en estos últimos años de un modo muy apreciable. Aparte de la innegable apertura que nace del desarrollo experimentado por la sociedad española, es muy positiva la disposición que se nota a aceptar en la comunidad nacional a los antiguos exiliados. Yo he mismo he recibido sugerencias y hasta invitaciones bastante concretas para que me reintegre al seno de la actividad intelectual española. Pero me parece observar todavía en esto una cierta reticencia y una actitud contradictoria. Se desea que uno vuelva porque -modestia aparte- eso significa prestigio y, sobre todo, ello vale como una prenda de normalidad y, si se quiere, de liberalismo; pero, al mismo tiempo, se desea que uno, si vuelve, sea inocuo. En el fondo, sigue la vieja política de recuperación de cadáveres (Falla, Juan Ramón Jiménez, ¿por qué no Antonio Machado?), y si uno todavía no está muerto (muchos antiguos exiliados lo están, aunque no lo parezca), por lo menos debe hacerse el muerto. Yo no estoy muerto ni dispuesto a fingirlo. No soy un energúmeno, jamás lo he sido, y me repugnan los gestos desmesurados; pero me atengo a la seriedad de mi carácter, y no voy a abdicar de ella. ¿Qué sentido tendría para mí desvincularme ahora de Estados Unidos y meterme de lleno en el ambiente español cuando ni si quiera se permite circular aquí alguno de mis libros? Pero dejemos eso, querido Antonio; es una cuestión personal y no vale la pena.

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