ELLA
Ella se podría llamar Ana, Concha, Rocío o Inés, y bien podría ser cordobesa, bilbaína, madrileña o inmigrante, madre de familia o no, de una posición social y económica media, baja, alta, con o sin estudios, ama de casa y/o abogada, limpiadora, administrativa o parada, rubia o morena, alta o baja. Ella podría ser cualquier mujer que nos topamos cada día, pero la mayoría de las ocasiones sigue siendo ella, sin identidad, anónima, un numero más en el balance negativo que contabiliza el horror. Del mismo modo que nos hemos acostumbrado a otros horrores, nos hemos inmunizado de la terrible plaga que padecen miles de mujeres en nuestro país. Y nos hemos inmunizado porque, en una amplia y acomodaticia mayoría, no lo sentimos como algo cercano, no entendemos que nos pueda afectar, que llegue a formar parte de nuestras vidas en algún momento. No pensamos nunca que ella bien podría ser nuestra hermana, nuestra amiga, nuestra madre, nuestra hija o nuestra pareja. Ella siempre tiene nombre propio, y siempre tiene una vida. Vidas y nombres que deberíamos visualizar como se merecen.
El maltrato más evidente, por brutal y primario, que padecen las mujeres es el físico, pero no nos olvidemos de todas aquellas agresiones que soportan cada día, cada minuto. Educación mantenida sobre roles discriminatorios, incompresibles desigualdades salariales, dificultades para acceder a los puestos de mayor responsabilidad, mantenimiento de un discurso e imagen pervertidas… Todavía hoy, a estas alturas del partido, sigue siendo más difícil ser mujer que hombre, una realidad que si exportamos a decenas de países del mundo contemplaremos con desolación como la desigualdad se agrava notablemente, hasta extremos que bien podríamos catalogar como de crueldad medieval. El calendario se ha poblado en los últimos años de días que nos recuerdan una causa, un colectivo o propósito a subrayar, pero el 25 de noviembre, Día Internacional Contra la Violencia de Género, no se puede considerar como una fecha más. Desgraciadamente, debe seguir siendo una fecha destacada, tristemente destacada, ya que constituye la expresión de violencia más extendida y activa con la que contamos en la actualidad en nuestro país, la que más víctimas genera. El 25 de noviembre es un día para gritar, defender, proclamar, demandar una sociedad más justa e igualitaria, y, sobre todo, es un día para comprender que ella no es anónima, no es invisible, y que, de un modo u otro, forma parte de nuestras vidas.
Ella murió sin denunciar las constantes agresiones que padeció por parte de su marido. Ella, madre de dos hijos, durante unos años trabajó como secretaria en una agencia de seguros, para luego dedicarse por completo a las labores de su casa y a criar a sus hijos. ¿Dónde mejor puede estar una madre?, le repetían y ella apenas asentía. La muerte de ella conmocionó a todo el vecindario, a buena parte de sus amistades, a su familia, que desconocían por completo la tragedia en la que se había convertido su vida. Ella sólo le contó su padecimiento a su mejor amiga, que le recomendó abandonar a su marido y denunciarlo a la Policía cuanto antes. Ella nunca lo hizo, y no lo hizo por la vergüenza que falsamente vaticinaba en sus hijos, en sus padres, en todos los que la querían. No puedo hacerles esto, se decía. Ella murió una mañana de domingo, el origen de la discusión, si es que hubo, es insignificante. Sus hijos la encontraron muerta, sobre la cama de su dormitorio, el rostro desfigurado por la brutal paliza. Ella quiso creer más de un día que todo pasaría, que todo volvería a ser como tal vez nunca fue, que él cambiaría, sólo es una mala racha, sólo es una mala racha, se repetía mientras se cubría con colorete las mejillas magulladas. Ella se resignó a un presente de horror y vejaciones por un futuro imposible pero balsámico. A ella le bastaba con muy poco para seguir caminando, que sus hijos pudieran tener su propia vida se convirtió en una obsesión, en una meta, en la pomada sobre la que esconder el dolor de tantos días. La muerte de ella ocupó la portada del periódico local, lo leímos sin darnos cuenta, merodeados por nuestras cosas, o por esas cosas que nos afectan tanto y que tan poco nos importan, porque en realidad no nos afectan en nada. Ella, como ella, como ella, como las mil ella, murió en silencio, dentro del más cobarde y cruel anonimato.
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