Umberto Eco: lucidez, sudor, ideas y whisky
El discurso de este escritor era a la vez apocalíptico, risueño e integrado
Madrid
Umberto Eco, en una imagen de archivo. John Downing
Umberto Eco era una inteligencia imparable, un hombre imponente. Su memoria parecía una máquina nueva siempre, su discurso era a la vez apocalíptico, risueño e integrado; no dejaba que la melancolía que persigue a todo semiótico le rompiera la velocidad del pensamiento, y se reía del mundo a la vez que explicaba su podredumbre. Pasó así con su último libro, Número cero, una sátira redonda y picuda a la vez sobre el oficio del periodismo en tiempos de Internet. Él no escribía para entretener, sino para entretenerse, y no dejó nunca de inventar fórmulas para desmentir la solemnidad de los poderosos, en su país y en cualquier sitio, y de los lugares comunes, que fueron su bestia negra.
En ese libro, Número cero, integró algunas de sus columnas, que llamaba bustinas, para construir un fresco insolente pero real de los peligros a los que se asoma este oficio de explicar la realidad. El periodista puede ser corrupto sin saberlo y sabiéndolo, y puede ser sumamente farsante e ignorante, puede el poder utilizarlo y él puede utilizar al poder, y no necesariamente las nuevas tecnologías de que dispone van a mejorar su relación con las bases viejas en las que se sustenta el oficio. El resultado de esa mescolanza de imaginación y columnas incluyó a Mussolini y a Berlusconi en una especie de fresco divertido e inquietante que nosotros, los periodistas, no leímos con vergüenza ajena sino con la propia vergüenza de estar ante un análisis y un aviso del abismo que nos conmueve.
La salida de ese libro fue la última vez que vi a Umberto Eco, en su casa de Milán, el año pasado; otros años nos habíamos visto allí, una vez probándose, para Jordi Socias, el fotógrafo, un borsalino, y riendo y bebiendo whisky y tomando espagueti en su restaurante favorito, I Quattro Mori, al lado de su casa espaciosa, llena de libros bien ordenados, sentados ante una mesa para seis en la que estábamos tres; pero las manos de Eco, lo que desplegaba, era tan poderoso, su presencia, aparentemente asmática entonces, sus ojos atentos y vitales, que taladraban lo que tú le ibas diciendo, lo dominaba todo; necesitaba, como los grandes hombres imperiales, media mesa para él solo; a veces anotaba lo que le respondías a sus preguntas, sacaba las manos hacia delante como si se apoderara de ella, y cuando no anotaba sacaba su pañuelo grande y blanco para limpiarse el sudor abundante que marcaba su frente espaciosa. En ese momento, hace algunos años, hablábamos de Europa, de su porvenir, de los Erasmus, de la cultura sobresaltada de un continente que se estaba aislando a sí mismo creyendo que se iba a abrir, y había inventado una fórmula para seguir bebiendo whisky: probablemente el médico le había aconsejado que tomara menos whisky, o que solo tomara whisky si quería tomar alcohol. Y esa receta fue suficiente para que siguiera bebiendo whisky, en vaso corto, sin hielo, como si estuviera acompañando los espaguetis con una medicina.
Eso fue hace unos años. Esta vez, el último invierno de 2015, ya Umberto Eco bebía menos, reía menos, estaba sumido en el ensimismamiento de los que quizá piensan en una obra nueva, o en alguna melancolía no resuelta. Esta vez también fuimos a I Quattro Mori; y vinieron con nosotros su traductora española, su alumna Helena Lozano, que trabajó con él y compartió su risa y su enseñanza hasta el agotamiento, su ayudante Manuela Melato, y el esposo de esta, el pintor mexicano Fernando Leal. No era raro que en las comidas, desde siempre, Umberto Eco se ausentara de vez en cuando, sentado en la propia mesa, como si las luces de la semiótica y otras luces con las que miraba la vida le llevaran por caminos interiores, por vericuetos que consideraba complejos o intrincados. Entonces se callaba y nosotros seguíamos hablando, de gatos, sobre todo, pues Leal había descubierto asociaciones insólitas entre los mininos y su arte. Eco de vez en cuando regresaba al estrado de la mesa y apuntaba, corregía, señalaba elementos con los que completaba las metáforas del artista. Y luego callaba otra vez, pendiente de todo, pero lejos de todo en esos instantes.
En julio de ese año pasado un bromista agorero de no sé dónde anunció en la red de Internet, como si perpetrara una venganza, que había muerto Umberto Eco. Me alertó de la noticia, que luego fue rematadamente falsa, Milena Busquets, que desde niña se crio cerca de la presencia de Eco; su madre, Esther Tusquets, fue la editora española, la gran amiga del semiótico italiano; así que compartimos los primeros minutos de esa incertidumbre como si se tratara de la noticia imposible de la muerte de un familiar muy próximo; de hecho, Umberto Eco es, desde Apocalípticos e integrados, cuando nuestra generación estaba en la universidad, hasta este Número Cero, un filósofo de nuestra propia edad o naturaleza, un hombre de este tiempo que siempre fue lúcidamente contemporáneo, rabiosamente útil para poner a punto la mirada distraída que aconseja uno de sus más conspicuos amigos españoles, Juan Cueto, o para destruir los lugares comunes de la mala inteligencia. Era una luz que llevaba nuestra mirada adonde quisiera. Otro de sus seguidores más fieles, el español Jorge Lozano, lo atrajo muchas veces a la vida y a la realidad española, así que era Eco tan europeo, tan mundial y tan español que cuando lo veías o lo buscabas siempre tenía algo que decir de lo que pasaba aquí porque siempre tuvo algo que decir de lo que pasaba en cualquier sitio.
Era una mente poderosa; cuando publicó El péndulo de Foucault, que no tuvo la trascendencia popular insólita que alcanzó su genial divertimento mayor, El nombre de la rosa, decidió irse a descansar al lago de Como, rodeado de silencio y gimnastas ricos; pero él seguía su rutina, su whisky, su sudor pausado, su vida intelectual sanísima dedicada a la destrucción sistemática (y semiótica) de los lugares comunes. Para hacerlo, como nuestro Fernando Savater, como el ya citado Cueto, como Jorge Luis Borges, utilizaba apólogos o preguntas, y reía luego porque tú te quedabas sin palabras tratando de buscar por dentro el significado de las palabras que él ponía para que tú cayeras en los pozos abiertos por su inteligencia. Después reposaba, te miraba como si él se estuviera yendo, y seguía ahí, con su mano detrás del asiento, echado en los butacones como si estuviera respirando los pensamientos de un ensimismado risueño.
En aquel momento en que nos dieron la noticia falsa de su muerte creí que esa falsedad conjuraba cualquier susto así en el futuro. Pero ha muerto ahora, ha muerto Umberto Eco y he sentido que lo escuchaba reír solo cuando se quedaba ensimismado en I Quattro Mori. Un sabio que sabía todas las cosas simulando que las ignoraba para seguir estudiando.
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