Libertad, sagrada palabra
Se dice de ella que fue mejor conversadora que estilista, lo que permite deducir, a la luz de sus escritos, que su ingenio verbal debió de brillar como muy pocos en el país que hizo de la conversación un arte. Ensayista adelantada a su tiempo, novelista popular y defensora de la emancipación femenina, Madame de Staël combinó una vida sentimental de lo más azarosa o libérrima con un espíritu crítico que la llevó a enfrentarse al todopoderoso Bonaparte —lo que le costó el exilio— al mismo tiempo que mantenía su distancia respecto del radicalismo jacobino. Tras la publicación de la excelente biografía de Xavier Roca-Ferrer, el sello Berenice —que ya había reunido en un volumen dos lúcidos ensayos de la autora, De la influencia de las pasiones y Reflexiones sobre el suicidio— prosigue su labor de recuperación de la “baronesa de la libertad” con la primera traducción al castellano de una de sus obras más ambiciosas, la muy citada La literatura y su relación con la sociedad (1800), impecablemente presentada por el propio Roca-Ferrer que sitúa el libro, un trabajo pionero en la historia de los estudios comparatistas, en el contexto histórico de la transición entre los ideales ilustrados y la sensibilidad romántica. Si la definición como “madre espiritual de la Europa moderna” parecía algo excesiva, no lo es afirmar que fue ella la primera en reclamar el análisis de las “causas morales y políticas que modifican el espíritu de la literatura”, defendiendo las ideas de fondo frente al “culto a la forma” que había dominado la preceptiva neoclásica. De su contribución importa más la intención del conjunto que los juicios particulares, a veces subjetivos o incluso arbitrarios, como cuando ensalza la gravitas romana frente a la ligereza de los griegos que ella, ciertamente, aplicaba en su vida privada, pero no extendía a los estudios. Si Chateaubriand, que se mostró bastante mezquino a la hora de juzgar la obra de su contemporánea, fue un maestro de estilo, madame de Staël —concluye su biógrafo— lo fue de pensamiento.
Con razón se insiste en que Milena Jesenská, la destinataria de la famosa colección de cartas de Franz Kafka, fue mucho más que su eventual traductora o la mujer de la que se enamoró perdidamente el escritor poco antes de su muerte. Por su trabajo como periodista, por su valeroso compromiso político o por su comportamiento, rayano en lo heroico, en el campo de concentración de Ravensbrück, donde la internaron los nazis y acabaría perdiendo la vida, la brava activista —que en la Praga ocupada llevaba la estrella amarilla sin ser judía— no merece pasar a la Historia como un satélite del planeta Kafka, pero lo cierto es que el epistolario —las respuestas de ella no se han conservado— puede considerarse como un título más en la obra del atormentado escritor checo, la novela de un amor que no prosperaría y estaba hecho, pues apenas se vieron unas pocas veces, casi enteramente de palabras. Traducida por Carmen Gauger en un volumen que amplía y reordena el repertorio conocido, la nueva edición de las Cartas a Milena (Alianza) incluye ocho misivas de Jesenská —entonces casada con el también escritor Ernst Pollak— al gran amigo de Kafka, Max Brod, así como la breve y hermosísima necrológica que publicó tras la prematura muerte de su amante: “Era un artista y un hombre de tan delicada conciencia que oía también allí donde otros, sordos, se creen a salvo”.
Aparecida solo unos meses después de La espada y la palabra (Tusquets), la exhaustiva biografía de Valle-Inclán con la que Manuel Alberca ganó el último premio Comillas, esta otra del nieto del escritor, Ramón del Valle-Inclán. Genial, antiguo y moderno (Espasa) comparte con la anterior —además del hecho de centrarse en la vida, sin entrar a valorar las obras o menos aún extraer de ellas datos no contrastados documentalmente— el propósito de despojar al gallego de las numerosas leyendas, en no pocos casos difundidas por él mismo, que han deformado su figura o la han reducido a un anecdotario a veces apócrifo. Más breve y sucinto que el de Alberca, el libro de Joaquín del Valle-Inclán, que lleva tres décadas consagrado al estudio del legado de su abuelo, al que no conoció, presenta muchas similitudes con el de su inmediato predecesor, lo que no extraña si tenemos en cuenta que ambos han trabajado juntos durante años hasta que los separaron —dice el descendiente de don Ramón— “diferencias irreconciliables”. Coinciden las fuentes y algunas conclusiones de calado —el autor nunca vivió en la pobreza, su bohemia era más bien una pose, fue siempre un reaccionario—, pero el Valle biógrafo, partidario del dato estricto, elude las interpretaciones en clave psicológica a la vez que condena cualquier veleidad literaria. Desde el reconocimiento de las aportaciones respectivas, cabría apuntar dos ideas: una, que la biografía es o puede ser un arte, en tanto que escritura no meramente notarial; dos, que la mixtificación, después de todo creadora, merece ser estudiada en los mismos términos que la vida verdadera.
Cronista y fabulador de la decadencia del patriciado en las novelas que forman su ciclo porteño, iniciado con Los ídolos, el argentino Manuel Mujica Láinez se hizo internacionalmente conocido por una novela histórica, Bomarzo, que tuvo también amplia difusión entre nosotros, pero aunque sus últimos libros —nos recuerda Luis Antonio de Villena, que lo trató desde mediados de los setenta— los publicó en España, hay otros anteriores que o no se conocen o apenas han circulado en la península. Era el caso de una curiosa novela, De milagros y melancolías (1968), que estaba hasta ahora inédita y ha sido publicada por Drácena con un reivindicativo prólogo de Villena, en el que este invita a volver a un autor al que no duda en calificar como uno de los grandes novelistas del siglo XX en lengua castellana. Escrita en clave de sátira o parodia —el propio Manucho, como lo llamaban sus amigos, dijo de ella que era “una tentativa de probar que la historia es una invención del historiador”—, la novela se plantea como una suerte de respuesta a los exitosos modos del realismo mágico que el boom había convertido en moda, con dosis de una fantasía que no era nueva en la narrativa histórica de Mujica Laínez —baste citar su obra anterior, El Unicornio,protagonizada por el hada Melusina, o la misma Bomarzo— pero se aplicaba esta vez no al pasado europeo sino al de “nuestra pobre América”. Barroca, excesiva, disparatada, la crónica de la ciudad imaginaria de San Francisco de Apricotina del Milagro se remonta al tiempo de la conquista y se burla por igual de los españoles y de los criollos, de los fundadores, de los libertadores, de los caudillos o de los líderes de masas.
Treinta años después de la publicación de su primera novela, Beatus ille, Antonio Muñoz Molina tiene tras de sí una obra que fue reconocida desde los inicios y ha mantenido todo este tiempo su compromiso con la calidad, que lo distingue a la vez como un escritor exigente y —lo que no siempre va unido a lo anterior— como un narrador genuino, vale decir, que era lo que se propuso desde el principio, como un contador de historias. Su editorial de entonces y de ahora, Seix Barral, ha conmemorado el aniversario con una reedición de esa novela inaugural que ve de nuevo la luz junto a El jinete polaco, con la que ganó el Planeta y que recibió además —por segunda vez tras El invierno en Lisboa— el Premio Nacional de Narrativa. Muñoz Molina ha contado más de una vez cómo fue Pere Gimferrer, a quien un amigo del primero le había regalado un ejemplar de El Robinsón urbano—el libro de artículos con el que el entonces veinteañero, mientras trabajaba como empleado municipal en Granada, había iniciado su carrera literaria—, quien lo invitó a publicar en Seix luego de leer el manuscrito de Beatus ille, donde ya mezclaba su memoria personal y familiar con la que ahora llamamos histórica, solo que dentro del género policial o detectivesco que escogió para dar forma a sus primeros trabajos. También ha hablado —en un curso de El Escorial que dirigió el añorado Carlos Pujol— de las tentativas fallidas después de Beltenebros y de cómo se le reveló el título de su cuarta novela —tomado de un cuadro de la neoyorkina Frick Collection que le mostró José María Guelbenzu, El jinete polaco de Rembrandt— antes de tener claro el argumento, que finalmente retomó las ideas desechadas para incorporarlas a un solo discurso. Demorado, sinuoso, envolvente, el estilo de Muñoz Molina fluía aquí libre de los corsés a los que se había sometido hasta la fecha y estrenaba el tono, absolutamente reconocible, que caracterizaría a sus obras mayores.
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