El tebeo, una apología
“¿Puede el cómic ayudarnos a conocer el mundo en que vivimos de una forma inesperada, tangencial o por asimilación?”, se pregunta el autor
Detalle de una viñeta del cómic 13, Rue del Percebe, de Francisco Ibáñez.
A leer nos enseña la constancia de los padres y la paciencia de las profesoras. Un día -lo recuerdo perfectamente- esos signos gráficos llamados letras, ya conocidos pero aún misteriosos, empiezan a cobrar significado en nuestra mente. El primer paso, el más difícil, el de atribuir una relación entre la abstracción de la grafía y la realidad del sonido, está dado. El resto es echar a andar.
En ese camino, el de la letra a la palabra, el de la palabra a la frase, el de la frase a la página, mucha gente se pierde. Y creo -sin pretender aquí realizar un estudio pormenorizado de los problemas de lectura del país- que leer no pasa de ser para muchos una especie de herramienta necesaria para desenvolverse en una vida llena de palabras escritas, un fin más que un medio.
Yo tuve la suerte de que, además de mis padres y mis profesoras, aprendí a leer con Ibáñez. Y quien dice Ibáñez dice Escobar, o Víctor Mora y Ambrós, o Boixcar. Aprendí a leer con lo que antes se llamaban tebeos. Aprendí que leer, y aquí viene la indicación que por desgracia muchos se pierden en el camino del que antes les hablaba, era algo más que un fin en sí mismo o una herramienta útil, sino un medio que podía proporcionar horas de uno de los placeres más intensos y humanos que conozco.
El tebeo es insustituible como medio de expresión. Reúne la palabra de la literatura, la ilustración del dibujo, el encuadre de la fotografía e, incluso -esto lo sabrán si los han disfrutado-, el dinamismo secuencial del cine. Sin embargo, el cómic no es ninguna de las disciplinas anteriores. Es una unión de factores que da un elemento cualitativamente diferente.
Además posee la virtud de la sencillez. Su nacimiento moderno, asociado a la prensa regular, junto a unas evidentes limitaciones materiales, hicieron que hubiera que comunicar mucho con muy poco. Aunque su evolución posterior ha ido dotándolo de toda la complejidad artística, tanto en dibujo como en guión, que sus autores le han querido dar, sigue conservando unas reglas inherentes. Y entre ellas está la de la economía narrativa, la de poder transmitir una historia contando con que el lector complete los abismos entre viñetas y de esta forma, casi mágica, componga el resultado final en su cabeza.
Quizá la historieta, además de como cura a los males de lectura de una sociedad, también vale para comprenderla mejor.
Por un lado por su contenido, extrañamente cercano a la persona. Sí, ya sé que hacer esta afirmación en el medio que vio nacer el género de superhéroes, quizá uno de los más significativos, parece arriesgada, pero lean unas líneas más allá. Incluso en este caso el monólogo interior y las tribulaciones, por ligeras y planas que puedan resultar, suelen ser más protagónicas que en otras artes consideradas principales. El superhéroe no es más que el remedo de nuestras esperanzas y miedos, sin dejar de ser un individuo contradictorio, dubitativo o incluso atormentado. Además la cotidianidad material está presente en las viñetas con singular destreza. Es fácil, por ejemplo, imaginar una casa de vecinos de la España de los sesenta leyendo 13, Rue del Percebe o la Nueva York de principios de siglo XX en los dibujos de Contrato con Dios. El esquematismo necesario hace, que más allá de la temática realista, el dibujante tenga que seleccionar muy bien, de entre muchos elementos, cuál es el que aparece en la ilustración, o dicho de otro modo, sería interesante hacer un estudio entre los coches más vendidos en Estados Unidos y los modelos que los mutantes de la Marvel destrozan en sus aventuras.
¿Puede también el cómic ayudarnos a conocer el mundo en que vivimos de una forma inesperada, tangencial o por asimilación?
Vivimos una representación de la realidad cada vez más fragmentada, pero escasamente secuencial. Desde unos grandes medios que adolecen de contexto, o parecen empeñados en atomizar la actualidad hasta hacerla incomprensible, hasta unas nuevas formas de comunicación digital cuya característica unificadora es la parcelación del mensaje en píldoras muy digeribles pero totalmente inconexas. Es decir, un horror afilado que secciona cualquier línea argumental y que hace cada vez más difícil que un ciudadano medio obtenga una imagen clara de su lugar y su momento.
Quizá, la elipsis permanente de la que el tebeo es maestro por naturaleza, es decir, la capacidad para fraccionar un mensaje pero mantener su secuencia y de esta forma su globalidad, puede ser la metáfora perfecta, o incluso siendo más ambiciosos, el entrenamiento cerebral óptimo, que exprese justo el camino inverso por donde transcurren nuestras formas de comunicarnos en la actualidad.
Un camino que nos recuerde que la lectura y la palabra son algo más que artefactos convenientes, que nos recuerde que pueden ser el cemento de nuestra memoria, el cauce de nuestras emociones y la maquinaria de nuestra ética.
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