El wéstern: notas sobre un género difunto
Publicado por Jordi Bernal
Aunque periódicamente algunos cineastas vuelven la mirada hacia el género norteamericano por excelencia, sin lugar a dudas el wéstern murió tiroteado por el siglo XX. Se agradecen, no obstante, briosos intentos de reanimación tales como los de Joel y Ethan Coen en su personal y respetuoso remake de Valor de Ley (2010) o el emotivo tributo al género de Tommy Lee Jones, en funciones de actor y director, en Deuda de honor (2014). Más controvertida es la exhumación reciente de Quentin Tarantino del wéstern. Si en Django desencadenado (2012) logró pergeñar un delirante, hilarante, violento y abigarrado alegato antirracista, en la interminable Los odiosos ocho (2015) confirma su capacidad para la verborrea incesante y la demencia visual más plúmbeas e insufribles.
En cualquier caso, este retorno a los añejos paisajes naturales, los revólveres raudos, el fantasmagórico acecho de los indios, el tintineo de espuelas, las cantinas y sus tragos contundentes y ásperos, el rítmico y majestuoso cabalgar de los caballos y un lejano etcétera polvoriento nos recuerda que una vez existió un universo (geográfico/temporal/iconográfico) creado justo cuando la realidad se convertía en leyenda mitológica. Así lo certificó el crítico André Bazin: «El wéstern es el encuentro de una mitología con un medio de expresión».
Por su parte, el historiador George-Albert Astre, en su canónico Universo del wéstern, escribe: «El wéstern es una de las pasiones contemporáneas más universales. Los innumerables amantes del cine del Oeste en todo el mundo encuentran en él la materialización de una sorprendente mitología, el desarrollo más o menos suntuoso, más o menos esotérico, de un cierto ceremonial: la celebración de una fiesta ritual en la que se consume, en el reencuentro con la libertad de los grandes espacios, una visión irrisoria de las civilizaciones occidentales».
Y el crítico y guionista Ángel Fernández Santos, en el memorable ensayo Más Allá del Oeste, señala el componente ritual del género:
El cine del Oeste expulsa hacia sus contempladores una impresión de equivalencia con algunas ceremonias sociales muy arraigadas. Esto quiere decir que, desde hace casi un siglo, forma parte de la memoria cotidiana de multitudes humanas, como cualquier ritual de convivencia. Al igual que en estos rituales, en el wéstern, la repetición de un patrón ceremonial preexistente no solo excluye la sensación de variedad, sino que la presupone, ya que la identidad reiterada de cada filme es una parte esencial de su originalidad, una singularidad tanto más difícil de alcanzar cuanto más vulnerables son las leyes a que ha de sujetarse.
Leyenda, mito y ceremonia. El wéstern es a una nación bisoña como la estadounidense lo mismo que La Iliada o La Eneida a la cultura grecolatina; los poemas épicos medievales, el ciclo artúrico y las novelas de caballería a la sociedad europea: la necesidad de construir un territorio imaginario y fantástico que, de alguna manera, respete una señas de identidad históricas y comunes.
De esta manera, al marco físico reconocible (a pesar de que en ocasiones se presente de manera abstracta) se une una galería de personajes aferrada al imaginario colectivo y con trasunto real: Wyatt Earp, Doc Holliday,Pat Garrett, Billy the Kid, Buffalo Bill, Wild Bill Hickok, Calamity Jane, Jesse y Frank James, Butch Cassidy,Sundance Kid, los jefes indios Gerónimo, Toro Sentado y Cochise… Asimismo, las coordenadas del género definen unos arquetipos y delimitan el desarrollo recurrente de las narraciones: los duelos entre pistoleros justicieros y su némesis encarnada por bandidos despiadados, la lucha de los colonos por establecerse en el salvaje Far West, la aventura de pioneros y buscadores de oro y prosperidad, las refriegas con las tribus indias o los conflictos entre ganaderos y agricultores. Así pues, a partir de la simplicidad de una literatura de quiosco avant la lettre (Zane Grey o James Fenimore Cooper) por una parte, y de todo un arsenal de relatos legendarios por otra, las películas del Oeste se convirtieron en uno de los géneros más populares de un arte eminentemente popular.
Prueba de ello es que algunos de los estudios apostaron por la producción en cadena de wésterns y, desde los inicios de la industria, un buen número de cineastas se apuntó al pelotón de los especialistas en el género. De los pioneros más audaces, influyentes y brillantes cabe mencionar a John Ford, Raoul Walsh, William Wellman, Cecil B. De Mille, Allan Dwan, King Vidor y Howard Hawks.
De igual manera, encontramos a unos actores que supieron encarnar el espíritu del género gracias a unas características físicas y a cierto rictus fatalista acordes con la estética del Far West: John Wayne, James Stewart, Henry Fonda, Gary Cooper, Gregory Peck, Robert Mitchum, Richard Widmark y Randolph Scott, principalmente.
Pese a su aparente encorsetamiento, la permeabilidad temática y genérica del wéstern es notable. Amoldado a sus anchuras advertimos la presencia del (melo)drama, la comedia, el thriller, la aventura o el relato gótico. También resulta significativa su capacidad de transmutarse, influir e incluso retroalimentarse. Por ejemplo, Easy Rider (1969) y el subgénero de las buddy movies no dejan de ser wésterns contemporáneo a la manera de Dos cabalgan juntos (1961); Taxi Driver (1976) está concebido como un wéstern urbano con reconocido homenaje a Ford; la saga Mad Max debe al género tanto su iconografía del pistolero errante y abismal como la vibrante planificación de las persecuciones.
Por otra parte, la fascinación por los filmes del Oeste marcó el ciclo samurái de Akira Kurosawa, quien a su vez fue fuente de inspiración para Hollywood. De esta manera, John Sturges versionó Los siete samuráis (1954) con Los Siete Magníficos (1960), mientras que Martin Ritt adaptó Rashomon (1950) en Cuatro confesiones (1964). También la aparición del spaghetti western supuso un revulsivo para la iconografía del género, que se tornó, más si cabe, descarnada, árida, lacónica y letal. A este respecto, la composición de los pistoleros fantasmagóricos de Clint Eastwood debe mucho al «hombre sin nombre» de la trilogía del dólar de Sergio Leone. Personalmente, considero que la única contribución de Leone al wéstern fue esa deuda que Eastwood contrajo con él.
Nacimiento de la épica
El wéstern, en sus primeros balbuceos fílmicos, aparece como documento descriptivo de la vida en el Oeste. Desde 1894 y 1903, las casas de filmación Edison y Biograph realizan una sesentena de filminas documentales que servirán de base al posterior desarrollo y consolidación del género. En cualquier caso, Asalto y robo de un tren (1903), dirigida por el periodista Edwin S. Porter, se considera el primer wéstern de la historia del cine. Porter narra el asalto a un tren, la persecución de los atracadores y la refriega armada entre bandidos y representantes de la ley. Con este simple esquema argumental, las bases genéricas están asentadas. Sin embargo, el crítico Quim Casas, en el ensayo descriptivo El wéstern, subraya la aportación trascendental de Thomas H. Ince:
Incansable e intratable durante el período comprendido entre 1910 y 1925, Ince supervisó o dirigió personalmente cerca de ochocientas películas de distintos formatos, un buen porcentaje de ellas dedicadas al wéstern y ambientadas, por lo general, en la época de los pioneros, colonos y buscadores de oro (…) La capacidad de trabajo de Ince y sus rapidísimos métodos de rodaje le llevarían a construir en solitario uno de los mosaicos wésternianos más complejos de la era silente, apoyado en una poética del paisaje que crearía escuela. Hacia 1913 concibió, con el actor William S. Hart, el personaje de Río Jim, un cowboy de rostro y maneras monolíticos que hizo frente a los otros dos actores emblemáticos del género en esa época de aprendizaje, Gilbert M. Anderson (…) y Tom Mix (un auténtico ranger de Texas que antes de aparecer en una pantalla capturando bandidos ya los había detenido en su trabajo cotidiano).
A esta producción pertinaz de wésterns en serie hay que añadirle los cánones narrativos establecidos por David W. Griffith en El nacimiento de una nación (1914). En esta gran producción, que contó con la presencia de John Ford como figurante y de Raoul Walsh como asesino de Lincoln, Griffith marca las pautas sintácticas características del lenguaje cinematográfico clásico y abre las vías para la solidificación del género.
De esta manera, en las décadas de los veinte y treinta del pasado siglo, la industria se afana en la realización de wésterns épicos, epopeyas enmarcadas en paisajes naturales y con el punto de mira argumental centrado en las vicisitudes de pioneros y colonos. La caravana de Oregón (1923), de James Cruze, El caballo de hierro (1924), de Ford, La gran jornada (1930), de Walsh, Cimarron (1931), de Wesley Ruggles, o Unión Pacífico (1939), de De Mille, son ejemplos de la construcción afanosa de la sociedad moderna. Al mismo tiempo, la figura prototípica del pistolero se iba moldeando en espacios fronterizos, silvestres y propicios a la violencia. Gary Cooper en El virginiano (1929), de Victor Fleming, y Fred MacMurray en The Texas Rangers (1936), de King Vidor, demuestran el auge de jinetes justicieros de gatillo precoz. Sin embargo, será el maestro Ford quien, mediante la encarnadura aportada por John Wayne, cree al primer pistolero inolvidable con el Ringo Kidd de La diligencia (1939), además de revolucionar el género con este film, inspirando e influenciando a infinidad de cineastas.
La consciencia del wéstern
Salvo en el apartado de la serie B, la Segunda Guerra Mundial conllevó un cierto relajamiento de la producción de films del Oeste. Entre los principales motivos no es el menor el hecho de que la industria se pusiera en pie de guerra propagandística priorizando historias que sirvieran de acicate a la moral de la población estadounidense. Como excepción, William A. Wellman rodó The Ox-Box Incident (1943), sobresaliente crítica a la infame masa cobarde y, como también había hecho Fritz Lang en Furia (1939), alegato en contra de la ley de Lynch.
Después de la guerra, el wéstern se vuelve más reflexivo, dúctil y consciente de sus patrones y posibilidades expresivas. En cierta manera, la contienda bélica oscureció la visión de la violencia y sus trágicas consecuencias. Esta nueva perspectiva sombría y con unas coordenadas morales mucho más ambiguas se aprecia en la mayor parte de los wésterns de Anthony Mann —Winchester’73 (1950), La puerta del diablo (1950), Colorado Jim (1953), El hombre de Laramie (1955), Cazador de forajidos (1957) o El hombre del oeste (1958)—, de Ford —Pasión de los fuertes (1946), Fort Apache (1948), La legión invencible (1949), Centauros del desierto (1956) y El hombre que mató a Liberty Valance (1962)— o en Río Rojo (1948), de Hawks.
Al mismo tiempo, la llamada generación de la violencia aportó un reflejo virulento de la misma a través de relatos heterogéneos que además insuflaron aires renovadores y enérgicos. En este punto cabe mencionar algunas de las aportaciones al género de Sam Fuller —I shoot Jesse James (1949), Yuma (1957), Forty Guns (1957)—; Richard Fleischer —Arena (1953), Bandido (1956), Duelo en el barro (1959)—; Don Siegel —Duelo en Silver Creek (1952), Estrella de fuego (1960), Dos mulas y una mujer (1969), El último pistolero (1976)—; Richard Brooks —La última caza (1956), Los profesionales (1966) y Muerde la bala (1975)—; Robert Aldrich—Apache (1954), Veracruz (1954), El último atardecer (1961), La venganza de Ulzana (1972)—.
El género, pues, experimentó una transformación que paulatinamente lo alejaba del primitivismo original. Es así como el wéstern reviste análisis psicológicos, tórridos romances y velada crítica social. Para esta nueva fase del género, los franceses (¡cómo no!) acuñaron el término superwéstern: Solo ante el peligro (1952), de Fred Zinnemann, Raíces profundas (1953), de George Stevens, Johnny Guitar (1954), de Nicholas Ray, Horizontes de grandeza (1958), de William Wyler, entre otras.
Por otra parte, acorde con la realidad social norteamericana, el wéstern aborda la revisión sobre la colonización y sus efectos sobre la población indígena. La comprensión del otro marca filmes como las citadas Flecha rota y Apache, El último combate (1964), de Ford, o el panfleto progre Pequeño gran hombre (1970), de Arthur Penn. La mala conciencia no es ajena a la consciencia.
La belleza sanguínea del atardecer
En los sesenta, los grandes pioneros del género sufrían la (pre)jubilación forzosa. Los tiempos estaban cambiando y el wéstern empezó a adoptar un rictus nostálgico, cuando no anacrónico. Los directores Andrew Victor McLaglen (hijo del actor fordiano Victor McLaglen) y Burt Kennedy (guionista de Bud Boetticher) intentaron con buena voluntad volver a galvanizar el ajado lejano Oeste. Pero las intenciones honestas no iban acompañadas del talento necesario. Sin embargo, ahí estaba un tipo para iniciar la tarea de demolición del mito: Sam Peckinpah, quien junto al David Miller de Los valientes andan solos (1962), inaugura el crepúsculo irremisible del wéstern con Duelo en la alta sierra (1962). Tiroteará implacablemente al género en Grupo salvaje (1969), La balada de Cable Hogue (1970) y Pat Garrett y Billy The Kid (1973). Y pese a que el wéstern todavía atraía a cineastas (muchas veces alejados de su lenguaje e iconografía) tales como Sydney Pollack en Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972), Michael Cimino en La puerta del cielo (1980), Lawrence Kasdan en Silverado (1985) y Wyatt Earp (1993) o Kevin Costner en Bailando con lobos (1990), fue el heredero de los viejos y curtidos clásicos quien disparó la última bala. Clint Eastwood en Sin perdón (1992).
A veces, sin embargo, el espectro del wéstern (re)aparece y nos devuelve aquel nimbado universo legendario. La última vez lo hizo en pantalla pequeña. Con las tres temporadas de la monumental Deadwood (2004-06).
Veinticinco wésterns para quitarse el stetson
Advertencia: como suele suceder en este tipo de cribas, no están todos los que son pero son todos los que están. La lista, además, y pese a pretender una panorámica amplia y razonable, es personal e intransferible. Manda la entraña.
La diligencia (1939), de John Ford
Con La diligencia, el wéstern llega a su mayoría de edad. Partiendo del relato Bola de Sebo de Guy de Maupassant, Ford inaugura la madurez del género y deja su rúbrica indeleble. La cámara abalanzándose sobre John Wayne para encuadrar al mítico pistolero o la frenética persecución de la tribu india marcan un antes y un después en el wéstern, la filmografía de Ford y la carrera de Wayne.
Dodge, ciudad sin ley (1939), de Michael Curtiz
Pura artesanía del aplicado Curtiz. Este film sobresale en la producción seriada de wésterns por armonizar buena parte de los elementos iconográficos y temáticos del lejano Oeste. La llegada del ferrocarril a tierras inhóspitas, las grandes esperanzas, la construcción de núcleos urbanos como base de la civilización moderna, los nobles pistoleros y los malvados outlaw.
El forastero (1940), de William Wyler
Wyler aportó sentido y sensibilidad, una mirada reposada y reflexiva que le vino bien al wéstern. En este caso, el cowboy Gary Cooper encarna la ecuanimidad enfrentada a la arbitrariedad atrabiliaria y prevaricadora del legendario juez Roy Bean.
Murieron con las botas puestas (1941), de Raoul Walsh
Errol Flynn moldea a un Custer campechano, simpático y extravagante. A su medida. Según parece, en realidad el general fue un botarate inconsciente en toda regla. Walsh exhibe su maestría en las escenas de acción a campo abierto. Aunque los hechos no ocurrieron tal y como los narra el film, para un servidor la batalla de Little Bighorn siempre será la de Murieron con las botas puestas.
Duelo al sol (1946), de King Vidor
El productor David O. Selznick y el director consiguieron fraguar la historia de un triángulo amoroso fatal con trasfondo bíblico. Entre el pasmarote Joseph Cotten y un turbio y retorcido Gregory Peck, la ígnea morenaza Jennifer Jones lo tiene clarísimo, vamos. Ardores de bajo vientre, humedades caliginosas y amor fou entre rocas impávidas. Junto a Pradera sin ley (1955), el mejor wéstern de Vidor.
Cielo amarillo (1948), de William A. Wellman
Espectral, oscuro y desasosegante, Cielo amarillo parte de una historia del escritor W. R. Burnett que narra la escapada a través del desierto de unos forajidos hasta llegar a un pueblo fantasma. Tintes góticos y siniestros para uno de los wésterns más insólitos, misteriosos y magnéticos.
Winchester 73 (1950), de Anthony Mann
Casi como MacGuffin, el robo de un rifle (bien pudiera ser la caza de una ballena blanca) sirve para trenzar una historia errante y aventurera. Stewart compone un personaje que se repetirá en sus siguientes trabajos con Mann: un tipo obcecado, persistente en sus fijaciones y con un contorno moral difuso.
Flecha rota (1950), de Delmer Daves
Primerizo film de la tendencia pacificadora. El jefe Cochise y su tribu dejan de ser una masa amenazante y presta siempre a la batalla. Toman la palabra y tienen sus razones. También su corazón.
Encubridora (1952), de Fritz Lang
El rancho Chuck-a-Luck bien pudiera estar ubicado en Shangai, habida cuenta de que su propietaria es Marlene Dietrich. Un joven llega al tugurio repleto de delincuentes en busca de venganza. Entonces Dietrich, seductora y malévola, se marca el «Get away, young men», y el pipiolo vengativo queda hecho un flan. Una obra maestra heterodoxa.
Raíces profundas, (1953), de George Stevens
El superwéstern por excelencia. A lomos de un inmaculado corcel (tan blanco como el del Cid) llega de la nada un pistolero misterioso (tal es la potencia visual del film que la suspensión de la incredulidad incluso es capaz de pasar por alto el protagonismo del bajo Alan Ladd) que, cual ángel guardián, socorrerá a la población atemorizada y chantajeada por los matones locales. Stevens demuestra su prestante pericia en la plasmación hiperrealista de la violencia. Memorables peleas a puñetazo limpio sin los amaneramientos coreográficos tan en boga en el cine de acción actual.
Johnny Guitar (1954), de Nicholas Ray
Lírica, tórrida, sublime. El romanticismo de Ray en todo su fulgor. Faltan líneas para enumerar sus virtudes y transcribir sus diálogos sin desperdicio. Valga, por lo menos, la mención a la célebre escena de «miénteme»:
Johnny: ¿A cuántos hombres has olvidado?
Vienna: A tantos como mujeres tú has amado.
Vienna: A tantos como mujeres tú has amado.
Ya le gustaría a Tarantino.
Centauros del desierto (1956), de John Ford
Para muchos, entre los que me incluyo, Centauros del desierto no es únicamente el mejor wéstern, sino que es la película (léase en mayúsculas enfáticas). La odisea de un hombre en busca de su sobrina (en verdad, su hija) esconde un abismo obsesivo de odio y venganza. Solo John Wayne podía arrastrar los pies y contonearse lentamente hacia el yermo olvido final. Solo Ford podía filmarlo con tanta dignidad, emoción y belleza.
Seven men from Now (1956), de Bud Boetticher
Otra de las sobresalientes historias de venganzas del wéstern. Seven men from Now pertenece al ciclo Ranown Cycle, en referencia a la productora Ranown, que fundó el actor Randolph Scott. Scott y Boetticher colaboraron en siete filmes de bajo presupuesto pero altísima calidad. El perspicaz Bazin era un enamorado de esta película.
El tren de las 3.10 (1957), de Delmer Daves
Howard Hawks consideraba que el sheriff de Solo ante el peligro (1952) era un llorica y carecía de ética profesional. Siguiendo las reservas del maestro, me inclino por El tren de las 3.10 como representación de la corriente psicológica. Angustiosa espera y congoja general ante la inminente llegada de los bandidos.
Forty Guns (1957), de Sam Fuller
Escrita, producida y dirigida por Fuller, Forty Guns supone uno de los filmes más personales y sugestivos de la filmografía del cineasta. Enérgica, expeditiva, original y con algún toque barroco en su planificación marca de la casa.
Río Bravo (1959), de Howard Hawks
El maestro de la profesionalidad y la camaradería trasladó su concepción del trabajo bien hecho en equipo al wéstern. Después de este film (que versionaría con variantes en 1966 con El Dorado y en 1970 con Río Lobo), mil veces hemos visto en pantalla a un grupo atrincherado y defendiéndose de todo tipo de ataques. Asalto a la comisaría del distrito 13 (1976) de John Carpenter tal vez sea el homenaje más rendido a Río Bravo.
El hombre de las pistolas de oro (1959), de Edward Dmytryk
La ciudad de Warlock sirve de escenario a una historia de amistad, viejos rencores, antagonismo y redención. Violencia contenida, verbalizada y finalmente resuelta a balazos. En la tensión confrontada de primeros planos se masca la tragedia, que diría un radiofonista futbolero.
El hombre que mató a Liberty Valance (1962), de John Ford
Enésima y última lección insuperable de Ford. Tanto es así que algunos la consideran su mejor obra. Por encima de Centauros… En todo caso, el ocaso del género se inicia con el asesinato de Liberty Valance. Y un apotegma a manera de epítome: «Cuando la realidad se convierte en leyenda, imprimimos la leyenda».
Los profesionales (1966), de Richard Brooks
Desencantados, cínicos, achacosos y con la melancolía corroyéndoles las miradas. Así son estos profesionales que no por ello dejan de hacer bien su trabajo. Brooks firma un wéstern de supervivientes incapaces de tomarse en serio ni a sí mismos. Saben demasiado sobre las derrotas de la vida.
El póker de la muerte (1968), de Henry Hathaway
Como en La noche del cazador, Mitchum interpreta a un predicador atípico en este no menos atípico film del eficaz artesano Hathaway. Mezcla de thriller, suspense, policiaco, El póker de la muerte gira en torno a una mesa de juego y el asesinato de los jugadores. Agatha Christie con sombrero stetson y revólver al cinto.
La balada de Cable Hogue (1970), de Sam Peckinpah
Un año después de Grupo Salvaje, Peckinpah rodó este canto triste a un pasado perdido. El público esperaba tiroteos a mansalva y se encontró con esta lúcida balada sobre el desarraigo de un hombre que se refugia en el amor de una prostituta (¡cuántas putas en la vida y en el cine de Peckinpah!). Nada acompaña a la épica, sino más bien a una aceptación resignada de su pérdida y a la añoranza de tiempos míticos (y mitificados) en los que esta era posible.
El día de los tramposos (1970), de Joseph L. Mankiewicz
Trampantojo, farsa de pícaros, comedia dramática, charada. Mankiewicz finge filmar/firmar un wéstern, pero en realidad está rodando otra cosa. El día de los tramposos no es un wéstern. ¡Qué más da! Es un Mankiewicz, y por lo tanto, merece la inclusión en cualquier lista de los mejores.
El juez de la horca (1972), de John Huston
Tal vez no sea un wéstern tan bien construido como Los que no perdonan (1960). Tal vez adolezca de arritmias y caídas de interés, digresiones deshilachadas y cierta desidia formal. Sin embargo le tengo mucho cariño a este excéntrico Roy Bean escu(l)pido por Newman. Como el propio Huston, el juez hace lo que le da la real gana.
La venganza de Ulzana (1972), de Robert Aldrich
Tras Apache y Veracruz, el dúo Lancaster/Aldrich se despide del wéstern con un film que es más mirada al pasado que recreación del presente. La última misión antes de la jubilación merecida está filmada con sabiduría provecta y un escepticismo acumulado con los años al galope persiguiendo indios. Reflexiva y crepuscular.
Sin perdón (1992), de Clint Eastwood.
El último clavo del ataúd. La obra maestra solitaria y final. Otra vuelta de tuerca al discurso fordiano de El hombre que mató a Liberty Valance. La realidad que esconde la leyenda es profundamente sucia, desagradable y soez. El mejor tirador no es el más rápido y audaz, sino el que tiene sangre ofidia e instintos criminales. Eso sí, paciente lector: si ha pensado en decorar su pocilga con el cadáver del amigo de William Munny, le recomiendo que consiga un revólver y olvide los escrúpulos a la hora de apretar el gatillo.
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