El escalofrío de lo real
Publicado por Ramón Flores
Casi cada día veía algo diferente en El grito. Una vieja lámina en la cabecera de la cama, como un Cristo profano, el hombre desesperado, mi mirada fija. Quizá era mi propia angustia reflejada en el rostro pelado y pálido, quizá la simple fascinación por todo lo que arde en ese cuadro, o un punto ególatra, enfrentarme a su horror cada mañana y sentirme fuerte por poder vencerlo, olvidarlo y seguir adelante con una vida presuntamente feliz. O puede ser que en realidad no tenga ni idea de lo que me llevaba a pensar tantas veces en descolgarlo y no hacerlo, ni del motivo oculto de que la versión más azul de El beso se haga carne en la pantalla cada vez que enciendo el ordenador; puede que el texto que sigue sea mi manera de entender estas interrogantes, darme a mí mismo la mejor respuesta. Aunque sea oblicua e incompleta. Aunque sea imperfecta. Aunque al final solo me deje cara a cara frente al vacío.
El escalofrío de lo real. Un alarido retumbante que solo escuchamos en el interior de la pesadilla, vuelto colores ardientes, miradas trémulas y rasgos distorsionados por la angustia vital. El arte de Evard Munch no hace prisioneros; casi invariablemente, sus imágenes ensucian la conciencia con una desazón y un malestar que invaden al espectador desde dos frentes que son muy difíciles de defender a la vez: por un lado, ataca la acritud de las imágenes, un delirio expresionista solo controlado a medias, que revuelve las tripas como solo puede hacerlo la visión de la herida o el paisaje después de la batalla; es el mismo ángulo por el que a veces penetran Bacon o Goya (ojo a Golgotha y su parecido al Aquelarre), aunque sin la necesidad gore sangrienta del uno ni el recurso del otro a lo grotesco y deforme. Es un frente oscuro que solo puede defenderse desde la creencia en la excepcionalidad, pensando que los seres que pueblan el imaginario baconiano son desechos o laceraciones, que los monigotes de Goya representaban lo peor de una sociedad enferma. Que nada de esto es habitual.
Pero Munch ataca desde una segunda vertiente: la realidad. No hay nada de truculento ni de artificial en sus historias —porque cada de uno de sus cuadros cuenta una historia, en un fotograma como el golpe seco de un golem— , sino los dolores despiadados que siempre esperan en cada recoveco de la existencia, de cualquier existencia: la enfermedad de un familiar, la chica que nos abandona por nuestro amigo, el infame día a día de ratas de ciudad, la agonía que precede al deceso. Poco escapa a la mirada lúcida y triste de Munch, pasional a veces, frío en ocasiones, estremecedor, emocionante, profundamente humano y personal.
Se diría que la identidad en Munch es un perro ciego trastabillando al borde del abismo. Sentenciada a muerte por las trampas y tentaciones de la vida y la sociedad —los compromisos, las desgracias, el dolor interno o externo que nos acaba sacando de nosotros mismos— raramente se muestra como un ente concreto y estático. Pinceladas aparentemente descuidadas dibujan una expresión fugaz, con frecuencia de desasosiego, horror o pena, y encontramos sin parar personajes de espaldas, que se ocultan o se esconden (la familia, el vampiro), que pierden los rasgos o directamente se funden en una nada que perturba al espectador como el fango frío de una ciénaga. Remueve por dentro mirar las sucesivas versiones del beso, que un observador ingenuo podría interpretar como una alegoría de la unión amorosa, pero que finalmente evocan lo que para el pintor resultaba ser la realidad de las relaciones: hundimiento sin rédito, existencia vicaria, fundición final con el otro en una identidad conjunta que conlleva mucha más pérdida que enriquecimiento. No es casualidad que los abundantes autorretratos del pintor muestren siempre un semblante adusto y malhumorado, una foto de satélite de las nubes negras que asolaban su vida cotidiana y su extrañísimo mundo mental.
Ves a esa mujer arrodillada con la cabeza entre las manos, diríase que naufragando en un mar embravecido de ocres y azules, y resulta imposible no desear estar allí, alzar una mano para sostener su barbilla, por fin contemplar ese rostro que Munch nos ha hurtado para siempre, y ofrecer aunque sea un vago consuelo a esa criatura transida por el dolor y la desesperación. Es difícil no sentir empatía hacia el rostro herido y resignado que da su espalda a los amantes, y en particular a la mujer que de cara al espectador se ofrece, entre el cuerpo medio desnudo y el rostro incitante, en la antesala de la lujuria. La mirada es cinematográfica: tan distinguidos el primer y el segundo plano, que sin embargo se complementan hasta volverse inconcebibles uno sin otro. Hay piedad en la mirada del pintor, pero también una necesidad de testimoniar lo desagradable, lo injusto y lo doloroso de la vida, con la máxima precisión. Quizá esa «fetidez de notarios» de la que habló Gamoneda.
Ríos de tinta han corrido a cuenta de la presunta misoginia de Munch, azuzados por las sombrías y turbulentas relaciones que mantuvo en vida el pintor —llegó a volarse un dedo en una disputa con su amante— y por las mujeres despiadadas y oscuras, a veces incluso asesinas, que pueblan su imaginería. La teoría oficial establece que en su pintura las mujeres aparecen claramente divididas en pandémicas y celestes, que diría Gil de Biedma: la mujer hambrienta de sexo, lasciva y lujuriosa, un simple objeto satánico cuyo fin último, consciente o inconsciente, es provocar la perdición del hombre; y la hembra complaciente, esposa, compañera y madre, protectora y sumisa, santa virgo virginum. Hay una base de verdad en esta hipótesis, pero utilizarla a modo de catálogo representa una simplificación casi ofensiva para un hombre que pintó miles de modelos femeninos a lo largo de su vida, y que incluso en alguna ocasión presentó a la mujer como el único motivo digno de ser pintado.
No podemos utilizar esta categoría para englobar la estremecedora serie de la niña enferma, terribles y obsesivos cuadros repetidos donde hasta se huele la podredumbre en la carne de su hermana moribunda. Tampoco los rostros casi andróginos que pueblan Tarde en Karl Johann, ni las jóvenes púberes que crecen hacia la vida en la luminosa serie de Las niñas en el puente, difícil no pensar en Proust al contemplarlas. Sin olvidar cuadros tan complejos y ambiguos como Mujer en tres estados, donde conviven la doble versión femenina con una triste imagen de senectud y decadencia, o Melancolía, una versión sentimental de Celos donde la dama, apenas un punto blanco, significa todo lo que se quiebra: amor, amistad, esperanza e ilusión (la chica se marcha con un amigo del personaje en primer término, que es Jappe Nielsen, un colega de Munch), pero también la libertad femenina de poder elegir. Dónde meter a esa Madonna que ha provocado tantas peleas entre los críticos, desde los que ven en ella una virgen perfecta (en algún sentido, sin duda lo es) hasta los que interpretan el nombre del cuadro como una gigantesca ironía y presumen hallarse delante de un clímax sexual. Haya querido representar el pintor lo que quisiera, sí que está comprobado que su modelo fue Aspasia, una femme fatale adelantada a su tiempo, partidaria del sexo libre y amante de la vida y el desenfreno.
Igual que, como hemos dicho, en cada pintura de Munch hay una historia y en cada cuadro una vida, es difícil imaginar cuáles serían las bandas sonoras que ambientarían sus escenas, o si estas siquiera existirían. Si algo transpiran muchas de estas obras es silencio, y tenemos perfectamente presente la paradoja que esto representa en alguien cuyo imagen icónica será para siempre El grito. Incluso contemplando con cuidado la obra maestra, tres detalles captan la atención del observador atento: 1) el protagonista se tapa los oídos —no es el único de sus cuadros donde ocurre—, buscando y deseando ese silencio que es incapaz de evitar, indefenso ante el alarido que brota de lo más profundo de su ser; 2) los personajes de fondo se presentan tranquilos, como si no hubieran oído sonido alguno y les fuera indiferente el sufrimiento del protagonista; y 3) puede que la pintura recoja el instante previo al sonido, ese en el que toda la angustia se concentra hasta reventar, modelando en una nota única e histérica la catarsis mental.
Así que si podemos percibir el silencio incluso en El grito, qué decir de los celos ya comentados más arriba, qué silencio más terrible que el del despreciado, destruido a la vez por la desazón, el desamor y la envidia. O el que se desprende de los rostros que pueblan la ciudad, donde Munch siempre se sintió tan solo, tan fuera de lugar, tan perdido… Es muy difícil mirar estos cuadros y no recordar el expresionismo del mudo alemán, Caligari,Nosferatu o El último; este portero despreciado e infeliz que podría integrase con tanta facilidad en el mundo del noruego. Cómo no sentir el silencio en el que la vampira que no es tal —recordemos que el cuadro se llama Amor y dolor— pero que nunca escapará a esa condición en el imaginario colectivo, sorbe sangre/da consuelo a la figura callada a la que acoge, ángel demoniaco, entre su melena granate y sus pechos rosados.
Hablamos de colores sin parar, y es que el mundo de Munch es un universo de cromatismo desbordado, de relámpagos de luz, un arcoíris aparentemente enloquecido donde el color derrama significados a menudo opuestos al estándar clásico. Parece imposible poder describir una agonía angustiosa en un delirio de rosas y beiges, pero eso es lo que se nos muestra en el cuadro homónimo, donde solo los grises de las ropas recuerdan vagamente la clásica caracterización del duelo —¿o quizá no es tan duelo? ¿Quizá los protagonistas han asimilado la muerte y sus rostros rosados no expresan sino resignación o, siendo duros, indiferencia?—. A veces los colores se vuelven básicos y dulces y planea el recuerdo de Gauguin, como en La danza de la vida, una pequeña taxonomía de las relaciones resuelta en naranja, blanco y negro, o en el aparente aséptico Muerte en la habitación de la enferma, retrato de familia; otras, Toulouse-Lautrec parece adivinarse en el fondo de un maremágnum de colores fuertes y duros, la banalidad disimulando tristeza y podredumbre, o Renoir en alguna pequeña joya no por aislada menos refulgente. Las explosiones luminosas de Van Gogh, con quien tiene tanto en común, están bien presentes en cuadros como La enredadera roja, y tampoco podemos dejar atrás los cuadros sombríos, los marrones, ocres y negros que devienen casi tenebristas, asimilación de Rembrandt para mostrar los añicos de un negro universo emocional. Y los cielos: esos cielos que son a veces casi todo el cuadro y lo determinan, qué diferencia enorme marcada por ellos en cada uno de los cuadros de las niñas, la noche azul y estrellada, no hablemos de El grito, quizá el firmamento más famoso jamás pintado: Krakatoa a miles de kilómetros presente en las pesadillas de cualquiera que lo haya visto, una catarata de luz nuclear que precipita al espectador en su abismo enloquecido. Curioso que varios de sus autorretratos estén compuestos de miles de colores en pinceladas diminutas que agrupan miles de motas de color, como si el nervio le pudiera al relatarse, como si inconscientemente partiera en pedazos un alma tan complicada. Desde el puntillismo de 1886 a esa visión huraña y malhumorada que es Autorretrato enfrente de la casa, y de la que seguramente tomó buena nota Juan Gris. Sin soslayar, por supuesto, El artista y la modelo, quizá el cuadro donde más claro queda su oscuro mundo, contradictorio y obsesivo.
El gran problema de Munch para todos los que tanto le admiramos y, a veces, nos horrorizamos con su vida y su obra, es su inabarcabilidad. Fue un personaje tórrido, dipsómano y desequilibrado, pero también un polígrafo incansable y ajeno a la fatiga, que además de incontables pinturas, teorizó sobre su arte y vida en centenares de páginas de las cuales solo una pequeña parte es accesible al público (en español, El friso de la vida). Una persona de su tiempo, que conoció a todos los grandes pintores de su época, y que incluso ya al final de su vida mostró enorme interés en los avances técnicos y en cómo estos podían interrelacionar con su arte favorito… Seguramente, la gran biografía del genio está aún por escribir, pero mientras alguien asume la hercúlea tarea, la mejor manera de acercarse a la obra del gran hombre es comprar un billete a Oslo, acercarse al Munchmuseet y deambular durante un par de horas por los pasillos repletos de color, angustia y maravilla. No será el rato más feliz de su vida, pero cuando salgan, siéntense un ratito en el vecino Tøyenparken y reflexionen sobre lo visto, y sobre todo, sobre lo sentido. Nada será completamente igual.
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