La selva gótica: los inicios fantásticos de la literatura hispanoamericana
La literatura latinoamericana da varias vueltas a la española en cuanto a formación, variedad y falta de prejuicios. Sobre todo en el fantástico y la ciencia ficción, que no se encuentran en una pequeña casilla de «raros» y escritores al margen, sino que están mezclados en su tradición, fecunda en deseo de trascender los límites. Casi todos, los más grandes autores y autoras, han abordado estos temas en sus obras, sin por ello ser descalificados o tachados de inconscientes.
Un ejemplo. La figura de Edgar Allan Poe tuvo una repercusión moderada en España, dado el tono realista y el lastre católico del arte nacional. Salvo el rastro en las figuras de la bohemia, su presencia se limitó a las obras de su primera divulgadora, Fernán Caballero, los escritos de la nunca suficientemente reconocida Emilia Pardo Bazán, y determinados relatos en Pedro Antonio de Alarcón y Pío Baroja. La poesía de Poe llegaría más tarde (vía Rubén Darío, otro gran escritor de cuentos fantásticos), y se puede encontrar en la obra de alguien, en apariencia, muy distinto: el Antonio Machado de Soledades y Campos de Castilla.
En Latinoamérica, sin embargo, su influencia fue enorme. Ayudó el sentimiento anticolonialista que compartió el propio Poe y sus deslumbrantes descubrimientos en las técnicas del relato breve y la poesía. Los escritores del Modernismo latinoamericano dieron forma a un corpus de anticipación científica, terror, cuentos de amor y muerte inspirados en el folletín francés, descripciones fantasmagóricas de los espacios urbanos y la naturaleza… Antes del llamado «realismo mágico», la magia se reveló en obras de autores que se interesaron tanto por los movimientos ocultistas como por los nuevos descubrimientos de la ciencia. Como Poe y el Círculo de Lovecraft, introdujeron elementos de la religión y las culturas antiguas, inventaron cosmogonías… Y por supuesto, tuvieron unas vidas acordes con el espíritu decadente y apasionado de aquel tiempo. Estos son unos ejemplos.
Leopoldo Lugones, hermetismo y «La hora de la espada»
Jorge Luis Borges mantuvo con Lugones una de sus peculiares relaciones en lo personal y lo artístico. De joven lo desdeñó y ridiculizó por considerarlo pedante y demasiado regionalista. Cuando Lugones se suicidó en 1938, todo fueron parabienes: tuvo que reconocer su más que evidente influencia, y en «El Aleph», el fantasma del poeta, director hasta su muerte de la Biblioteca Nacional de Maestros, se aparece en el juego de identidades y espejos de la biblioteca infernal.
Don Leopoldo (1874, Córdoba, Argentina – 1938, Buenos Aires) lo escribió todo: prensa, política, teatro, novela, ensayo… su poesía «verbal» era fuente de imágenes extravagantes, escrita para ser recitada en voz alta, trabajada en cada verso, ritmo y acento. Culminó en Lunario Sentimental (1909), una sorprendente y humorística vuelta de tuerca a los lugares comunes de la poesía (que marcó a Valle Inclán). Sus relatos demuestran su enorme erudición y un estilo preciosista paralelo al de Marcel Schwob. Lo mismo describía con todo detalle una historia en la caída del Imperio romano, desarrollaba una sesión de espiritismo donde los participantes conectaban con un ser inconcebible, o imaginaba una sombría ficción con los conceptos de la teoría de la relatividad. Sus incursiones en el fantástico a la sombra de Poe y Maupassant dieron resultados espectaculares, sobre todo en los relatos de Las fuerzas extrañas (1906) y Cuentos fatales (1926). Incluso se atrevió con la ciencia, en el ensayo de divulgación El tamaño del espacio, una conferencia de 1921 en la Facultad de Ciencias Exactas y Física de Buenos Aires, que el propio Einstein afirmó conocer en su visita a la Argentina.
Fue adepto de la teosofía y masonería, cuyos elementos inspiran sus cuentos y novelas. En su juventud pasó por el anarquismo y el socialismo, y después viró hacia una postura nacionalista totalitaria que le llevó a defender los principios fascistas y el golpe de Estado militar de 1930. Estos vaivenes ideológicos, más la pérdida del apoyo de la comunidad literaria, lo llevarían al suicidio, una socrática elección de cianuro bebido con whisky. Aunque se baraja otra teoría más decadente, que Lugones se matara por el amor de una alumna suya, lo que su familia condenaba. Condenar es un verbo suave: el hijo mayor de Leopoldo, Polo, futuro comisario político de la dictadura de Uriburu, amenazó a la muchacha con internar a su padre en un nosocomio si no abandonaba la relación. Para redondear la historia de maldiciones, la hija de Polo Lugones, Susana, moriría a causa de las torturas de los militares argentinos en 1979, posiblemente tras padecer los efectos de la picana eléctrica, que introdujo su padre como herramienta de interrogatorio.
Horacio Quiroga, la selva suicida
La vida del uruguayo Quiroga se cruzó con la de Lugones en Buenos Aires hacia 1903. Horacio se había trasladado al país vecino huyendo de sus desgracias personales, como el protagonista de un terrible cuento gótico. Nacido en 1878 en Salto, su vida estuvo marcada por la fatalidad: su padre murió siendo él muy pequeño y su madre, que lo cuidó y sobreprotegió, se casó de nuevo, pero el padrastro, deprimido y obligado a vivir en una silla de ruedas, se suicidio delante de Horacio. Cuando murió su madre viajó a París para hacerse un nombre, pero allí, aparte de conocer a Rubén Darío y otros artistas, no hizo otra cosa sino gastarse la herencia. Uno de sus mejores amigos, el poeta Federico Ferrando, murió por accidente cuando Horacio le enseñaba a manejar la pistola (había sido retado en duelo). Entonces decidió abandonar Montevideo. Lugones y él se hicieron compañeros y emprendieron un gran viaje: se internaron en la selva para hacer un reportaje sobre las antiguas misiones jesuíticas del Chaco, una zona salvaje entre Argentina, Brasil y Paraguay. Quiroga, que fue en calidad de fotógrafo, quedó abrumado con las visiones del paisaje y decidió que volvería para establecerse. Primero plantó algodón en una hacienda, pero no tuvo ningún éxito. En 1906 remontó el río Paraná, esta vez recién casado con una de sus alumnas, la adolescente Ana María Cires y la oposición de la suegra, que también los acompañaba. Quiroga tuvo dos hijos, escribió y trabajó frenéticamente en aquel corazón de las tinieblas. Pero su mujer no pudo aguantar la presión y se suicidó. Los hijos de Quiroga se fueron con la suegra y Horacio volvió a Buenos Aires. En 1918 era uno de los escritores más respetados de Argentina, pero el autor estaba completamente hundido. Volvió a Misiones, convencido de que lo haría con otra jovencita a la que pretendía, pero los padres la pusieron a buen recaudo. A mediados de los años veinte volvió a la capital y allí conoció a su último amor. Sí, tenía diecinueve años y era compañera de clase de su hija. La familia de la chica, atraída por la fama del autor, dio el visto bueno a la boda, no así los hijos de Quiroga. De nuevo la pareja se internó en la selva, pero este fue el último viaje: la joven esposa abandonó en pocos años a Horacio y el autor, en la miseria, volvió a Buenos Aires para suicidarse en 1937 con un cóctel de cianuro.
La extensa obra de Quiroga es un muestrario del romanticismo exaltado y las experiencias del escritor con la naturaleza y los amores imposibles. Como Lugones, escribió en casi todos los géneros, pero aquí solo hubo uno donde fue maestro indiscutible, el relato breve. Fue el primer autor latinoamericano que hizo protagonista a la selva indígena de su literatura (en una perspectiva deudora de Kipling, con humor y aventuras, misterios y mitos, en Cuentos de la selva o Anaconda). Cultivó un terror gótico a la manera de Poe, en un estilo menos recargado que el de Lugones, pero igual de rico en imágenes alucinadas e historias violentas, el imprescindible Cuentos de amor, de locura y de muerte). Tiene asimismo un grupo de novelas cortas, publicadas después de su muerte, que son muy recomendables: El devorador de hombres (Menoscuarto Ediciones, 2013).
No son los únicos. Quedan, entre otros, los escritos románticos y las andanzas políticas de Juana Manuela Gorritti, la ciencia ficción del doctor Eduardo Ladislao Holmberg y los cuentos fantásticos de Amado Nervo. Son los antecesores de la mejor literatura de Roberto Arlt, Silvina Ocampo o Pablo Palacio.
Bibliografía recomendada:
Rubén Darío: Cuentos fantásticos. Alianza Ed. 2011.
VVAA: Antología del cuento fantástico hispanoamericano del S. XIX, Ed. Miraguano, 2003.
Leopoldo Lugones: Las fuerzas extrañas, Ed. Eneida, 2009.
Leopoldo Lugones: Cuentos Fantásticos, Ed. Castalia, 1988.
Horacio Quiroga: Cuentos de amor, de locura y de muerte, Ed. Fontana, 1995.
Horacio Quiroga: El devorador de hombres y otras novelas cortas, Menoscuarto Ediciones, 2012.
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