En "El País" (24 junio 2015):
lunes, 29 de febrero de 2016
PRENSA. ISLAM. Entrevista a Tawfik Hamid, reformista egipcio
En "El País":
“Hay que priorizar las partes pacíficas del Corán”
Este reformista egipcio formó parte hace 35 del islam más radical. Ahora impulsa la necesidad de una reforma basada en una interpretación moderna del texto islámico
Tawfik Hamid (Egipto, 1961) aboga por la modernización del islam. Forma parte del grupo de pensadores que piden reformas profundas para adaptar la religión musulmana a los nuevos tiempos y frenar el radicalismo. Hace 35 años, en su país de origen, perteneció a una organización radical junto a Aiman Al Zawahiri, actual número uno de Al Qaeda. Esa experiencia, cuenta en una entrevista telefónica desde Estados Unidos, donde vive ahora (entre otras cosas, es senior fellow en The Potomac Institute for Policy Studies), le hizo comprender la amenaza que supone el extremismo para el mundo musulmán.
Pregunta. Propone una revisión del Corán. ¿Qué habría que cambiar?
Repuesta. Lo primero que hay que tener en cuenta es que no se puede borrar ni una sola letra del Corán. Eso colapsaría la religión por completo. Lo más importante es contextualizarlo. Por ejemplo, sostengo que cuando Mahoma dice que hay que matar a los infieles, no se refiere a todos los infieles, sino a determinados infieles de su tiempo que cometieron determinadas barbaridades. En segundo lugar, en caso de contradicción entre las partes pacíficas y violentas del Corán, hay que priorizar siempre las pacíficas. Por último, habría que tomar el Corán como fuente principal por encima de otras fuentes, como los hadices [narraciones del profeta transmitidas por intermediarios]. En el Corán no se habla de la lapidación de mujeres, ni de matar a los apóstatas, sino en los hadices. De nuevo, en caso de contradicción, hay que dar prioridad al Corán.
P. En otras ocasiones, ha dicho que el Corán permite pegar (no lapidar) a la mujer.
R. Tradicionalmente, se ha interpretado en esta dirección. Sin embargo, creo que hay otros versículos que darían lugar a otras interpretaciones. Mentiría si afirmara que no hay aspectos conflictivos en el Corán. Porque si no fuera así, no tendríamos todo este problema. La cuestión es qué queremos hacer con eso.
P. Ante tantas interpretaciones, ¿qué debe hacer un musulmán corriente?
R. Propongo que cada musulmán exija a su mezquita o a su escuela coránica que rechace públicamente estos cinco puntos que definen a los radicales: el asesinato de apóstatas, golpear o lapidar a las mujeres que han cometido adulterio, llamar a los judíos cerdos o monos, matar a judíos, declarar la guerra a los no musulmanes, esclavizar a seres humanos y matar a homosexuales. Si son verdaderamente moderados, lo rechazarán sin problemas.
“Mentiría si afirmara que no hay aspectos conflictivos en el Corán. Si no, no tendríamos todo este problema”
P. ¿Ese cambio que propone es realista?
R. La reforma que propongo es realista en teoría, pero solo será posible en la práctica si la gente que está dispuesta a cambiar las cosas siente que está respaldada. Somos muchos los que estamos intentando lanzar el mensaje, pero no tenemos apoyos. Mi página de Facebook (Una interpretación moderna del Corán, en árabe), con comentarios que promueven una lectura pacifista del Corán, hay más de dos millones de "me gusta" desde que abrió en mayo de 2013. Con apoyo, serán 20 millones en un año. Creo que cada vez más musulmanes se están dando cuenta de que existen problemas. No digo que sea la tendencia dominante. Pero algo se mueve en esa dirección. Ahora nos encontramos en un punto en el que algunos quieren avanzar y otros retroceder. ¿Qué hacemos? No podemos tenerlo todo. Una cosa o la otra. Tenemos que decidir.
P. ¿Quién puede liderar esa reforma?
R. No creo que se trate de un tema de líderes. Los chiíes son más jerárquicos, pero en el mundo de los suníes no hay un líder. Cada grupo piensa de forma independiente. Lo que necesitamos es un liderazgo múltiple.
Cinco tipos de musulmanes
C. G.
Tawfik Hamid divide a los musulmanes en cinco grupos:
- Musulmanes culturales: "Se llaman Mohamed o Fátima, no saben nada de religión; simplemente se reconocen como musulmanes".
- Musulmanes rituales: "Se preocupan por rezar cinco veces al día y ayunar en el ramadán, entre otras celebraciones".
- Musulmanes fanáticos: "Quieren incrementar el uso de la sharía, pero no son partidarios de utilizar la violencia para conseguirlo".
- Musulmanes radicales: "Recurren a la violencia contra los otros para imponer sus valores".
- Terroristas: "Los más radicales de todos, lo que ponen bombas y cometen atentados".
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PRENSA. CINE. "Elegía a las dos muertes de Dart Vader"
En "jotdown":
Elegía a las dos muertes de Darth Vader
Publicado por Rubén Díaz Caviedes
Ojos de mosca, gesto de calavera. En el cráneo un casco alemán de la Segunda Guerra Mundial, esos metálicos que distinguían a los soldados nazis por el vuelo del ala sobre la nuca. Sobre el busto una pechera y en los hombros hombreras como las alas extendidas, brillantes y pulidas, de un dios escarabajo. En la diestra una guadaña hecha con la luz de los soles al ponerse y en la siniestra un garrote vil invisible. Zarpazos de rojo en la noche y los vuelos de una capa que evoluciona a borbotones, como el humo de un volcán. Plomo, años luz, retumbar de tambores. Era un terror perfecto. Un terror como el terror llega en nuestra era, no en la forma de un jinete encapuchado sino de soldados pertrechados con máscaras de gas. Era un cadáver de gelatina con exoesqueleto y la apnea fúnebre de un pulmón artificial. Era el insecto que anuncia la fatalidad, la parca robotizada, un espanto en armadura. Era la muerte con cara de tren a vapor.
Era, porque esta muerte murió. Y no de muerte natural, algo de lo que la muerte no muere. Murió de muerte lírica, que es peor porque es más definitiva. Y a manos de su padre, a quien nadie presentó en su lugar una piedra envuelta en pañales. Dos veces mató George Lucas a la mejor de sus criaturas pero solo debió hacerlo una, la primera. Fue en 1983 y como Dios manda, con un sable láser, redención final mediante y solemne quitada del casco, para aplauso del respetable y entronización triunfal de Darth Vader entre los dioses mayores del cine. Fue la muerte que mata a una muerte, la que somete un valor negativo a un signo negativo y lo convierte, matemáticas elementales, en positivo. Vader había muerto, larga vida a Vader.
No era para menos. Tenía el cuerpo marmóreo de David Prowse, la esgrima de Bob Anderson, la voz cavernosa de James Earl Jones y la cara de Sebastian Shaw. Cuatro actores —un culturista, un especialista, un doblador y un actor ordinario— compusieron el primer Darth Vader. Antes dos personas más, un ilustrador y un escultor, concibieron su figura. Ralph McQuarrie dibujó a Vader y Brian Muir esculpió su máscara, originalmente ideada solo como un casco espacial remotamente samurái. La decisión de que la llevara siempre puesta fue la última y correspondió a George Lucas. Así, y solo así, fue como parió realmente a Vader después de haberlo reescrito durante años. Con un toque de intuición, una guinda final que aportaba absurdo, rito y deificación. Vader ya no era un general del Imperio, sino su gran faraón.
Pocas lecciones mejores se han impartido a los entusiastas del concepto, pues la criatura visual resultó en la literaria y fue a mayor gloria de la segunda, que tuvo que cambiar para acomodar la primera. La necesidad constante de una armadura requirió una explicación y el director optó por la más evidente: se trataba de una carcasa biónica sin la cual Vader no podría sobrevivir. El personaje ya no sería más un antiguo jedi que se había pasado al Lado Oscuro: ahora lo había hecho después de sobrevivir a unos tormentos físicos que lisiaron su cuerpo hasta abocarlo a la monstruosidad y la robotización.
En cine, sin embargo, decir «después» es decir «porque». Y la primera pregunta de cualquiera ante la cicatriz ajena es preguntarse cómo, cuándo y quién. Lucas nunca se dio cuenta de ello o, si lo hizo, no le prestó la atención que debió. No nos dijo ni cómo, ni cuándo ni quién ni estableció ningún porqué, porque él mismo no se lo preguntaba. Su Vader original no los tenía y de este solo le interesaba que llevara el traje, nada más. El cambio en su pasado no imponía transformaciones sustanciales en su texto más allá de las deseadas, que era naturalizar su aspecto físico en las películas que se disponía a rodar. Estamos en 1977 y a George Lucas le salió un Darth Vader redondo, brillante en el presente y procedente, como corresponde, de un pasado mejor. La épica tiene reglas y Lucas cumplió con todas, incluyendo el sacrificio de semidiós y su ascenso final al cielo. Si se pregunta por qué Star Wars se convirtió pronto en la saga de películas más rentable de todos los tiempos, sepa que fue sencillamente por esto. Ni más, ni menos.
El problema se le presentó a Lucas cuando se dispuso a violar por primera vez las normas. Empezando por la más grave de todas, que es que nunca se debe regresar a la Arcadia. Desafiando aquella paradoja clásica de la ciencia en la que un sujeto retrocede en el tiempo y liquida a su padre cuando todavía es un niño, en 1999 este viajó al pasado para conocer a su hijo cuando aún era Anakin Skywalker, pero acabó con él por el camino. Tanto así que Vader, de hecho, no murió a sus manos, sino que sufrió un destino peor que morir: dejar de ser. Una muerte lírica, como decíamos. Menos literal que la otra, infinitamente más definitiva. Ocurrió cuando Lucas dio por cerrada su trilogía de precuelas, en 2005, con el momento en el que Anakin debía transformarse en Vader. En lugar de eso lo hizo en un esperpento que le gritaba «¡Nooooo!» al universo y movía, las cosas como son, al descojone. Fue la última palada de tierra sobre su tumba. La paradoja cuántica se activó y obró sus efectos retroactivos. Hasta entonces George Lucas era George Lucas solo gracias a él, pero cuando Vader dejó de ser Vader no es que Lucas dejase de ser Lucas; es que, resultó, nunca lo había sido.
La pregunta, porque muchos se lo preguntan, sigue sin respuesta desde aquel momento. ¿Es Lucas otro genio del cine prematuramente arrullado por los brazos amorosos del chocheo o el enésimo impostor con perfil de pelícano, mansión en Beverly Hills y una posición envidiable en la lista Forbes? Ni lo uno ni lo otro, en realidad. La Tierra no comparte las reglas cosmogónicas de aquella galaxia lejana, por fortuna, y ni George Lucas ni nadie que no sea uno de sus personajes acaba siendo excluyentemente bueno o malo. Y cabe reconocer, puestos a conceder, que no se puso jamás su propia galaxia por montera. Los vestuarios de las precuelas eran infinitamente mejores, la dirección de arte le dio mil vueltas y algo tan fundamental como la esgrima simplemente dejó la que habíamos visto antes, en las películas originales, a la altura del betún. Y a un director que dedica secuencias enteras de su space opera a tratar la política y sus intríngulis se le puede acusar de aburrir a las ovejas, pero no de buscar el espectáculo a cualquier precio, como suele hacerse a colación de sus efectos especiales. Una cosa es la decepción y otra negarle al césar lo que es del césar.
Pero son treinta años, claro. Tres o cuatro generaciones implicadas. Y seis películas. Y varias series de televisión. Beneficios que superan ya los treinta mil millones de dólares, derechos que valen lo mismo que el PIB de países enteros y merchandising para parar literalmente a un tren. O dos, o tres, o quince. Star Wars dejó hace tiempo de ser una película, o acaso una saga a secas. Es una zanja, una obra a cielo abierto. Una en torno a la que arremolinarse como jubilados ociosos para gritar a los albañiles que niño, eso no lo tienes que hacer así, que no tienes ni puta idea. O para asaetarlos con dardos, como hemos hecho nosotros hace un momento. El lector atento lo habrá advertido pero, por si acaso, aquí va la repetición: «Ni George Lucas ni nadie que no sea uno de sus personajes acaba siendo excluyentemente bueno o malo».
Porque así son sus personajes, o buenos o malos. Planos, como reza un adjetivo muy cacareado. Huecos, sin gracia, incapaces de contradicción. Como gente tonta, pero encarnados en ciencia ficción. En la primera ocasión no lo notamos, porque el reparto de las películas originales se encargó de enmendarlo y también con ellos, como con Darth Vader, Lucas sufrió un golpe de suerte. Cualquiera que haya visto a Carrie Fisher hablar en público sabe que la Leia lenguaraz e irreverente es ella, no una que Lucas crease. Y cualquiera que siga la rumorología de Star Wars sabe que la que seguramente es la mejor frase de toda la saga —cuando Han Solo replica el «Te quiero» de Leia con un «Lo sé» gloriosamente lacónico— no fue una idea del cineasta, sino una improvisación de Harrison Ford. El mismo actor, por cierto, llegó a confirmarlo por primera vez hace unos meses en una entrevista en el talk show británico The Graham Norton Show.
Pero el azar no siempre sonríe, porque en eso consiste su trabajo. Y a los protagonistas menos que a nadie. Igual que diversos factores se concatenaron para eclosionar en Darth Vader, como reseñábamos al arrancar, y que muchos escaparon al presunto genio de Lucas, otros tantos lo hicieron contra Anakin Skywalker veinte años después sin que su creador pudiera remediarlo. El primero de todos, por ejemplo, que Leonardo DiCaprio se negase a interpretarlo cuando correspondía su aparición, en El ataque de los clones, después de haberlo apalabrado y de que en La amenaza fantasma se hubiera elegido a un niño actor, Jake Lloyd, que se le parecía físicamente. Y que el segundo candidato al que obligó esta continuidad física, Ryan Phillippe, rozara los treinta años y fuera seis mayor que Natalie Portman —cuando su personaje es, se supone, bastante más joven que el de ella—. En 1977, plegarse a las exigencias que presentaba el aspecto visual de su personaje hizo que Lucas pariera un Darth Vader vigoroso y superior, pero hoy sabemos que fue porque tiró una moneda al aire y le salió cara. En 2002, la misma moneda cayó en cruz y hacer lo mismo con el de Anakin obró el efecto contrario. Lucas designó a Hayden Christensen para encarnarlo, el cuarto o quinto actor en su lista de prioridades y uno de las varias decenas que llegaron al corte final, a su vez seleccionados entre más de trescientos. Y seguramente no pudo hacer una elección peor.
El texto no ayudaba, por supuesto. Con diálogos así, actores tan acreditados como Ewan McGregor, Natalie Portman, Christopher Lee o Samuel L. Jackson aspiraban solo a la decencia y fue lo que consiguieron, porque poco más se puede hacer cuando tienes que anunciar en pleno clímax que tu plan de acción para conquistar un planeta entero es, atención, que «el capitán Panaka urdirá una estratagema». Christensen no pudo hacer lo mismo, pero también tenía más texto y no precisamente mejor. Puede que sea la clase de actor convencido de que para interpretar a un villano hay que bajar mucho las cejas, pero se tuvo que enfrentar a afirmaciones como la de que no le gustaba la arena porque «es tosca, áspera e irritante y se te mete por doquier». Que agüita, amiga.
No. La gran tragedia de Anakin fue habitar en una galaxia de maravillas incontables y gestas gloriosas, pero la misma densidad moral que un capítulo de Peppa Pig. O que la Odisea, por ejemplo. O que el Poema de Gilgamesh. Las epopeyas son así. Hay buenos y hay malos, y mientras eso sea así, seguirán siendo epopeyas. Que un personaje bueno se convierta en malo es algo fundamentalmente distinto, y es eso lo que Lucas no comprendió o —más probable— se negó a comprender. Pensó que seguía en el terreno de la épica y preñó la biografía de Anakin con todas las tragedias del mundo, confiando en que si sumaba el celibato, la orfandad, la marginación y el miedo a la muerte podría convencernos de que un monstruo es la suma de sus traumas. Pero no. El primer Darth Vader, el verdadero, no es, y nunca fue, una bola de traumas. Era un tullido, una amalgama de cicatrices. Alguien que ha vuelto de entre los muertos. El producto de una catástrofe física, no una psíquica. La víctima de quien se la infligió, que fueron los jedi. Por eso los jedi debieron traicionarle, aunque no lo hicieron. Y Anakin debía llevar la razón, aunque no la llevó. No debió merecerse sus heridas, como sí se mereció. Los buenos debieron no ser tan buenos para que el malo, a fin de cuentas, no fuera tan malo. Es lo que ya ponía en su pasado, pero Lucas nunca se dio cuenta de que Vader ya contaba con uno. En cine, decíamos hace un rato, decir «después» es decir «porque», pero esta es precisamente otra de las normas básicas que violó. Para él, Vader no tenía un pasado. Para él, era solo un pretexto para que llevara la jodida escafandra.
Así de tonta es la vida y así de tonta es la explicación, porque si le buscásemos otra más espectacular en lugar de la legítima estaríamos cometiendo el mismo error que Lucas. Darth Vader, 1977-1999. O 1999-1977, dependiendo de cómo se mire. No es fácil, porque nació siendo adulto, murió, renació como niño y se convirtió en adulto. Los negacionistas niegan, porque en eso consiste su condición, y aseguran que solo hubo un Vader, el primero. O el segundo, dependiendo de cómo se mire. El que usted y yo sabemos, para entendernos. El otro, que respondía al nombre de Anakin Skywalker, no era Darth Vader sino un intento de sí mismo. Y todos sabemos que no hay fracaso mayor en la vida que intentar y no conseguir parecerse a lo que uno mismo fue. O será.
Artículo extraído de Jot Down número 8, especial Fundido a negro, disponible en nuestra store y en nuestra red de librerías.
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PRENSA. "¿Cuál es ese islam que da miedo?". Tahar ben Jelloun
En "El País":
¿Cuál es ese islam que da miedo?
Las atrocidades de los radicales demuestran el peligro de la interpretación literal del Corán
¿Cuál es ese islam que da miedo? ¿De dónde viene? ¿Qué relación tiene con la realidad histórica y teológica? ¿Cómo se explica? No hay duda de que nos asusta, pues suscita preguntas, más aún al comprobar la fuerza con la que el terrorismo golpea en nombre del islam, donde y cuando quiere. Aunque la islamofobia sea real y preocupe a las sociedades europeas, solo es un aspecto más de la crisis desatada estos últimos años entre Occidente y una parte de Oriente.
El día en que un individuo que se hace llamar Al Bagdadi se autoproclamó califa, hace casi un año, y anunció la creación de un Estado Islámico (EI) con unas fronteras sin definir, ese día, se declaró la guerra a los musulmanes pacíficos, a los europeos y al resto del mundo. Nadie se tomó en serio su discurso. Nadie se puso a averiguar quién lo financia, quién le suministra tanto armamento, quién lo lleva hacia esa deriva cada vez más asesina. Se sabe que atracó los bancos de Mosul, que se apoderó de algunos pozos de petróleo y que vende el crudo en el mercado negro. Pero ello no basta para mantener un ejército y financiar a los grupos yihadistas procedentes de Europa y del mundo árabe.
Los musulmanes, como el resto del mundo, necesitan saber qué está pasando. ¿El comportamiento del EI lo justifica el islam? ¿Es una herejía? ¿Es pura invención de Al Bagdadi, quien, tras haber pasado por las cárceles iraquíes, quizá quiera justificar su sed de mal y de poder para reinar sobre los musulmanes del mundo?
Cuando consultamos el Corán y algunas de sus interpretaciones, resulta evidente que el islam experimentó diversas fases de combate y de violencia, principalmente en sus inicios. Algunas aleyas [versículos de Corán] ordenan luchar con las armas hasta que el islam triunfe. Coinciden justo después de la hégira deMahoma a Medina, en 622. El profeta tiene enemigos que no solo no creen en su mensaje, sino que intentan matarlo. La aleya 29 de la sura 9 [capítulo 9 del Corán] es clara, pero hay que leerla a la luz del contexto de entonces, y no del actual: “¡Combatid contra quienes, habiendo recibido la Escritura, no creen en Dios ni en el último Día, no prohíben lo que Dios y Su Enviado han prohibido, ni practican la religión verdadera, hasta que, humillados, paguen el tributo directamente!”. En esa misma sura, aleya 73, se dice: “¡Profeta! ¡Combate contra los infieles y los hipócritas, sé duro con ellos!”. Mahoma luchó contra sus adversarios, sobre todo contra los judíos de Medina y los adoradores de ídolos de piedra. El reconocimiento del mensaje divino siempre ha ido acompañado de dramas y tragedias. No hay más que ver la historia de las religiones. Pero aquello sucedía hace 15 siglos, en unas circunstancias y un contexto determinados, vinculados a la época en que las tribus de Arabia combatían entre ellas mucho antes de la llegada del islam.
El verdadero problema es que se invite al siglo VII a asentarse entre nosotros en la época moderna. Uno no puede desplazar los contextos y la historia a su antojo, según sus necesidades. En cambio, el EIactúa como si los 15 siglos que nos separan de la aparición del islam hubieran sido borrados de un sablazo mágico.
Aunque minoritarios, algunos musulmanes son conscientes de la urgente necesidad de introducir reformas, de revisar algunos textos que son inaplicables y se han quedado caducos en el siglo XXI. Son musulmanes que están a favor del laicismo, de la enseñanza de los principios de tolerancia y respeto del diferente desde la infancia, que están a favor de los valores humanistas, y desean un islam sosegado, tranquilo y reservado a la esfera privada.
Pero esos combatientes movidos por el odio han hecho una lectura literal del Corán, tomando al pie de la letra lo que ha sido revelado. ¡Fuera metáforas, símbolos, distancia, inteligencia! Esa lectura estrecha y simplista, falsa en definitiva, es la que por desgracia se impuso desde el siglo XVIII, desde que Mohamed Abdel Wahab, un teólogo saudí, aplicó el dogma de la sharía, que ha dado lugar a ese islam rígido e integrista denominado wahabismo. Arabia Saudí y Qatar siguen ese rito.
¿Cómo puede atraer ese mensaje brutal del EI a unos jóvenes europeos de cultura musulmana o conversos? Esa visión del islam y de sus promesas seduce a unos chicos de identidad poco consolidada que se imaginan que en ese combate hallarán su razón de ser y de vivir. El discurso y las acciones criminales de Al Bagdadi han sido posibles porque en la mayoría de los países musulmanes el sistema democrático y el Estado de derecho no están realmente establecidos; porque la sociedad occidental no ha dado una oportunidad a esos jóvenes de origen inmigrante, y ello ha facilitado que se sientan atraídos por la arriesgada aventura de la yihad; porque son percibidos como europeos de segundo orden y constatan que impugnar el sionismo y solidarizarse con los palestinos se considera antisemitismo; porque el discurso de los que los reclutan los convence, y suponen que han encontrado lo que les falta: una identidad que los reconforte y les dé seguridad. ¡Lo paradójico es que su razón de vivir los conduzca a morir como mártires con la promesa de un paraíso!
Algunos se van a Siria y a Irak por estos motivos, otros lo hacen por afán de aventura y por dinero. El EI es rico y paga a sus combatientes con dinero contante y sonante. El islam se extravía entre esas consideraciones, y así podemos ver a mujeres de negro, tapadas de la cabeza a los pies, que reprochan a otras, también cubiertas de arriba abajo, que el manto que las cubre no sea lo bastante tupido… Y en nombre de ese islam nostálgico de sus primeros tiempos, el EI ocupa la tercera parte de Irak y la cuarta parte de Siria. Es lo que la coalición internacional desearía evitar con sus bombardeos cada vez más intensos. Pero ahora ya sabemos que esas intervenciones no son eficaces y que la solución ha de llegar de los propios países musulmanes. Tardará en dar sus frutos, pero se podría empezar por pequeños y sencillos pasos, tales como revisar los manuales escolares, poner en práctica una pedagogía ambiciosa para luchar de manera profunda y objetiva contra la ignorancia, contra esas desviaciones que llevan al terrorismo y a ese miedo absurdo al islam y a los musulmanes.
Traducción de Malika Embarek López.
Tahar Ben Jelloun es escritor marroquí, ganador del premio Goncourt. Su nuevo libro se llama El islam que da miedo (Alianza).
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domingo, 28 de febrero de 2016
POESÍA. "Después de una larga sequía". Tomas Tranströmer, Premio Nobel de Literatura (1931-2015)
DESPUÉS DE UNA LARGA SEQUÍA
Ahora mismo el verano es gris; noches extrañas.
La lluvia se desliza desde el cielo
y en calma aterriza
como si se tratase de sorprender a alguien que duerme.
Los círculos de agua pululan en la superficie de la ensenada
y es la única superficie que hay
-lo otro es altura y profundidad,
ascender y hundirse.
Dos troncos de abeto
emergen y se estiran en largas, huecas señales de tambor.
Lejos están las ciudades y el sol.
El trueno está en la hierba alta.
Es posible llamar a la isla de los espejismos.
Es posible oír esa voz gris.
Para el rayo, el hierro es miel.
Uno puede vivir con su código.
Traducción de Roberto Mascaró
sábado, 27 de febrero de 2016
POESÍA. "Todo". Wislawa Szymborska, Premio Nobel de Literatura, 1996 (1923-2012)
TODO
Todo:
palabra impertinente y henchida de orgullo.
Habría que escribirla entre comillas.
Aparenta que nada se le escapa,
que reúne, abraza, recoge y tiene.
Y en lugar de eso,
no es más que un jirón de caos.
Versión de Abel Murcia
viernes, 26 de febrero de 2016
POESÍA. "Historia del sueño...", de Ruth Llana (Asturias, 1990)
Ruth Llana
Historia del sueño: clara, el huevo y la gallina
Hubo un lugar para que clara viera a la gallina y se detuviera como el rastro del sueño, y mirara el alimento a partir de un huevo narrada la historia y la semilla perdurada donde estuvo, “quien lo recoja sea su alimento”, pero dentro aún de la gallina nadie podrá tomarlo y entonces elegida será para ser, sueño en el vientre de clara, clara para la gallina que mirará donde se detuvo, dentro del sueño, clara que devora el huevo, pelícano que devora a clara, en el huevo la gallina su estómago, mira antes del pollo, clara, en la tierra, su deseo, primordiales los restos tocarán la cara de clara, se asegurarán de la necesidad de su suerte, y será la yema deshecha en sus sueños lo que se lleven; y venga la gallina a picotear los hijos de clara, en el campo deshecho sueñe yerma y amarilla se deshace color, clara que se deshace, tiembla la cáscara, mire la gallina donde se detenga, el pelícano sus plumas su alimento, digan la gallina en el campo deshecho, abran las bocas sobre su cara, traguen el huevo, traguen a clara, su camino de huellas inventado por los hijos y en su vientre la suerte y la marca la voluntad de la patria, casa y herrumbre demolidas en sus cimientos, quemadas en sus paredes, el campo destruido y la gallina que se alimenta, los ojos de la gallina que quieta, miran a clara, clara que niña aprieta al pollo contra su pecho y lo asfixia en la legión extranjera de su seno; alimentará las ruinas con sus piernas quemadas a los hijos con sus ojos ciegos y el resto de su carne, finja las tierras que no pudo darse en el sueño y la demolición paulatina de su deseo quede encubierta bajo el mismo pecho que escondió la muerte a los niños; mire clara a la gallina su mirada puesta en el fruto de su vientre, la cáscara que todos esconden, sabrá ver la forma en las ruinas para cuando el sueño se acabe, y al despertar la yema en los dedos, mentirá también ante ellos la gallina por no saber hacerla.
De Tiembla
NARRATIVA. Primeras páginas de la nueva novela de Mario Vargas Llosa
En "El País Semanal":
El secreto de ‘Cinco esquinas’
Mario Vargas Llosa regresa a una Lima oprimida bajo el yugo dictatorial. Este es un adelanto de la nueva novela del Nobel de Literatura
Una imagen del barrio limeño de Cinco Esquinas. Morgana Vargas Llosa
1- EL SUEÑO DE MARISA
¿Había despertado o seguía soñando? Aquel calorcito en su empeine derecho estaba siempre allí, una sensación insólita que le erizaba todo el cuerpo y le revelaba que no estaba sola en esa cama. Los recuerdos acudían en tropel a su cabeza pero se iban ordenando como un crucigrama que se llena lentamente. Habían estado divertidas y algo achispadas por el vino después de la comida, pasando del terrorismo a las películas y a los chismes sociales, cuando, de pronto, Chabela miró el reloj y se puso de pie de un salto, pálida: “¡El toque de queda! ¡Dios mío, ya no me da tiempo a llegar a La Rinconada! Cómo se nos ha pasado la hora”. Marisa insistió para que se quedara a dormir con ella. No habría problema, Quique había partido a Arequipa por el directorio de mañana temprano en la cervecería, eran dueñas del departamento del Golf. Chabela llamó a su marido. Luciano, siempre tan comprensivo, dijo que no había inconveniente, él se encargaría de que las dos niñas salieran puntualmente a tomar el ómnibus del colegio. Que Chabela se quedara nomás donde Marisa, eso era preferible a ser detenida por una patrulla si infringía el toque de queda. Maldito toque de queda. Pero, claro, el terrorismo era peor.
Chabela se quedó a dormir y, ahora, Marisa sentía la planta de su pie sobre su empeine derecho: una leve presión, una sensación suave, tibia, delicada. ¿Cómo había ocurrido que estuvieran tan cerca una de la otra en esa cama matrimonial tan grande que, al verla, Chabela bromeó: “Pero, vamos a ver, Marisita, me quieres decir cuántas personas duermen en esta cama gigante”? Recordó que ambas se habían acostado en sus respectivas esquinas, separadas lo menos por medio metro de distancia. ¿Cuál de ellas se había deslizado tanto en el sueño para que el pie de Chabela estuviera ahora posado sobre su empeine?
No se atrevía a moverse. Aguantaba la respiración para no despertar a su amiga, no fuera que retirara el pie y desapareciera aquella sensación tan grata que, desde su empeine, se expandía por el resto de su cuerpo y la tenía tensa y concentrada. Poquito a poco fue divisando, en las tinieblas del dormitorio, algunas ranuras de luz en las persianas, la sombra de la cómoda, la puerta del vestidor, la del baño, los rectángulos de los cuadros de las paredes, el desierto con la serpiente-mujer de Tilsa, la cámara con el tótem de Szyszlo, la lámpara de pie, la escultura de Berrocal. Cerró los ojos y escuchó: muy débil pero acompasada, ésa era la respiración de Chabela. Estaba dormida, acaso soñando, y era ella entonces, sin duda, la que se había acercado en el sueño al cuerpo de su amiga.
Sorprendida, avergonzada, preguntándose de nuevo si estaba despierta o soñando, Marisa tomó por fin conciencia de lo que su cuerpo ya sabía: estaba excitada. Aquella delicada planta del pie calentando su empeine le había encendido la piel y los sentidos y, seguro, si deslizaba una de sus manos por su entrepierna la encontraría mojadita. “¿Te has vuelto loca?”, se dijo. “¿Excitarte con una mujer? ¿De cuándo acá, Marisita?”. Se había excitado a solas muchas veces, por supuesto, y se había masturbado también alguna vez frotándose una almohada entre las piernas, pero siempre pensando en hombres. Que ella recordara, con una mujer ¡jamás de los jamases! Sin embargo, ahora lo estaba, temblando de pies a cabeza y con unas ganas locas de que no sólo sus pies se tocaran sino también sus cuerpos y sintiera, como aquel empeine, por todas partes la cercanía y la tibieza de su amiga.
Moviéndose ligerísimamente, con el corazón muy agitado, simulando una respiración que se pareciera a la del sueño, se ladeó algo, de modo que, aunque no la tocara, advirtió que ahora sí estaba apenas a milímetros de la espalda, las nalgas y las piernas de Chabela. Escuchaba mejor su respiración y creía sentir un vaho recóndito que emanaba de ese cuerpo tan próximo, llegaba hasta ella y la envolvía. A pesar de sí misma, como si no se diera cuenta de lo que hacía, movió lentísimamente la mano derecha y la posó sobre el muslo de su amiga. “Bendito toque de queda”, pensó. Sintió que su corazón se aceleraba: Chabela se iba a despertar, iba a retirarle la mano: “Aléjate, no me toques, ¿te has vuelto loca?, qué te pasa”. Pero Chabela no se movía y parecía siempre sumida en un profundo sueño. La sintió inhalar, exhalar, tuvo la impresión de que aquel aire venía hacia ella, le entraba por las narices y la boca y le caldeaba las entrañas. Por momentos, en medio de su excitación, qué absurdo, pensaba en el toque de queda, los apagones, los secuestros –sobre todo el de Cachito– y las bombas de los terroristas. ¡Qué país, qué país!
Bajo su mano, la superficie de ese muslo era firme y suave, ligeramente húmeda, acaso por la transpiración o alguna crema. ¿Se había echado Chabela antes de acostarse alguna de las cremas que Marisa tenía en el baño? Ella no la había visto desnudarse; le alcanzó un camisón de los suyos, muy corto, y ella se cambió en el vestidor. Cuando volvió al cuarto, Chabela ya lo llevaba encima; era semitransparente, le dejaba al aire los brazos y las piernas y un asomo de nalga y Marisa recordaba haber pensado: “Qué bonito cuerpo, qué bien conservada está a pesar de sus dos hijas, son sus idas al gimnasio tres veces por semana”. Había seguido moviéndose milimétricamente, siempre con el temor creciente de despertar a su amiga; ahora, aterrada y feliz, sentía que, por momentos, al compás de su respectiva respiración, fragmentos de muslo, de nalga, de piernas de ambas se rozaban y, al instante, se apartaban. “Ahorita se va a despertar, Marisa, estás haciendo una locura”. Pero no retrocedía y seguía esperando –¿qué esperaba?–, como en trance, el próximo tocamiento fugaz. Su mano derecha continuaba posada en el muslo de Chabela y Marisa se dio cuenta de que había comenzado a transpirar.
En eso su amiga se movió. Creyó que se le paraba el corazón. Por unos segundos dejó de respirar; cerró los ojos con fuerza, simulando dormir. Chabela, sin moverse del sitio, había levantado el brazo y ahora Marisa sintió que sobre su mano apoyada en el muslo de aquélla se posaba la mano de Chabela. ¿Se la iba a retirar de un tirón? No, al contrario, con suavidad, se diría cariño, Chabela, entreverando sus dedos con los suyos, arrastraba ahora la mano con una leve presión, siempre pegada a su piel, hacia su entrepierna. Marisa no creía lo que estaba ocurriendo. Sentía en los dedos de la mano atrapada por Chabela los vellos de un pubis ligeramente levantado y la oquedad empapada, palpitante, contra la que aquélla la aplastaba. Temblando de pies a cabeza, Marisa se ladeó, juntó los pechos, el vientre, las piernas contra la espalda, las nalgas y las piernas de su amiga, a la vez que con sus cinco dedos le frotaba el sexo, tratando de localizar su pequeño clítoris, escarbando, separando aquellos labios mojados de su sexo abultado por la ansiedad, siempre guiada por la mano de Chabela, a la que sentía también temblando, acoplándose a su cuerpo, ayudándola a enredarse y fundirse con ella.
Marisa hundió su cara en la mata de cabellos que separaba con movimientos de cabeza, hasta encontrar el cuello y las orejas de Chabela, y ahora las besaba, lamía y mordisqueaba con fruición, ya sin pensar en nada, ciega de felicidad y de deseo. Unos segundos o minutos después, Chabela se había dado la vuelta y ella misma le buscaba la boca. Se besaron con avidez y desesperación, primero en los labios y, luego, abriendo las bocas, confundiendo sus lenguas, intercambiando sus salivas, mientras las manos de cada una le quitaban –le arranchaban– a la otra el camisón hasta quedar desnudas y enredadas; giraban a un lado y al otro, acariciándose los pechos, besándoselos, y luego las axilas y los vientres, mientras cada una trajinaba el sexo de la otra y los sentían palpitar en un tiempo sin tiempo, tan infinito y tan intenso.
Cuando Marisa, aturdida, saciada, sintió, sin poder evitarlo, que se hundía en un sueño irresistible, alcanzó a decirse que durante toda aquella extraordinaria experiencia que acababa de ocurrir ni ella ni Chabela –que parecía ahora también arrebatada por el sueño– habían cambiado una sola palabra. Cuando se sumergía en un vacío sin fondo pensó de nuevo en el toque de queda y creyó oír una lejana explosión.
Horas más tarde, cuando despertó, la luz grisácea del día entraba al dormitorio apenas tamizada por las persianas y Marisa estaba sola en la cama. La vergüenza la estremecía de pies a cabeza. ¿De veras había pasado todo aquello? No era posible, no, no. Pero sí, claro que había pasado. Sintió entonces un ruido en el cuarto de baño y, asustada, cerró los ojos, simulando dormir. Los entreabrió y, a través de las pestañas, divisó a Chabela ya vestida y arreglada, a punto de partir.
–Marisita, mil perdones, te he despertado –la oyó decir, con la voz más natural del mundo.
–Qué ocurrencia –balbuceó, convencida de que apenas se le oía la voz–. ¿Ya te vas? ¿No quieres tomar antes desayuno?
–No, corazón –repuso su amiga: a ella sí que no le temblaba la voz ni parecía incómoda; estaba igual que siempre, sin el menor rubor en las mejillas y una mirada absolutamente normal, sin pizca de malicia ni picardía en sus grandes ojos oscuros y con el cabello negro algo alborotado–. Me voy volando para alcanzar a las chiquitas antes de que salgan al colegio. Mil gracias por la hospitalidad. Nos llamamos, un besito.
Le lanzó un beso volado desde la puerta del dormitorio y partió. Marisa se encogió, se desperezó, estuvo a punto de levantarse pero volvió a encogerse y cubrirse con las sábanas. Claro que aquello había ocurrido, y la mejor prueba de ello es que estaba desnuda y su camisón arrugado y medio salido de la cama. Alzó las sábanas y se rio viendo que el camisón que le había prestado a Chabela estaba también allí, un bultito junto a sus pies. Le vino una risa que se le cortó de golpe. Dios mío, Dios mío. ¿Se sentía arrepentida? En absoluto. Qué presencia de ánimo la de Chabela. ¿Habría ella hecho cosas así, antes? Imposible. Se conocían hacía tanto tiempo, siempre se habían contado todo, si Chabela hubiera tenido alguna vez una aventura de esta índole se la habría confesado. ¿O tal vez no? ¿Cambiaría por esto su amistad? Claro que no. Chabelita era su mejor amiga, más que una hermana. ¿Cómo sería en adelante la relación entre las dos? ¿La misma que antes? Ahora tenían un tremendo secreto que compartir. Dios mío, Dios mío, no podía creer que aquello hubiera ocurrido. Toda la mañana, mientras se bañaba, vestía, tomaba el desayuno, daba instrucciones a la cocinera, al mayordomo y a la empleada, en la cabeza le revoloteaban las mismas preguntas: “¿Hiciste lo que hiciste, Marisita?”. ¿Y qué pasaría si Quique se enteraba de que ella y Chabela habían hecho lo que hicieron? ¿Se enojaría? ¿Le haría una escena de celos como si lo hubiera traicionado con un hombre? ¿Se lo contaría? No, nunca en la vida, eso no debía saberlo nadie más, qué vergüenza. Y todavía a eso del mediodía, cuando llegó Quique de Arequipa y le trajo las consabidas pastitas de La Ibérica y la bolsa de rocotos, mientras lo besaba y le preguntaba cómo le había ido en el directorio de la cervecería –“Bien, bien, gringuita, hemos decidido dejar de mandar cervezas a Ayacucho, no sale a cuenta, los cupos que nos piden los terroristas y los seudoterroristas nos están arruinando”–, ella seguía preguntándose: “¿Y por qué Chabela no me hizo la menor alusión y se fue como si no hubiera pasado nada? Por qué iba a ser, pues, tonta. Porque también ella se moría de vergüenza, no quería darse por entendida y prefería disimular, como si nada hubiera ocurrido. Pero sí que había ocurrido, Marisita. ¿Volvería a suceder otra vez o nunca más?”.
“Colgó el teléfono y permaneció sentada en la cama todavía un momento, hasta calmarse. La invadió una sensación de bienestar”
Estuvo toda la semana sin atreverse a telefonear a Chabela, esperando ansiosa que ella la llamara. ¡Qué raro! Nunca habían pasado tantos días sin que se vieran o se hablaran. O, tal vez, pensándolo bien, no era tan raro: se sentiría tan incómoda como ella y seguro aguardaba que Marisa tomara la iniciativa. ¿Se habría enojado? Pero, por qué. ¿No había sido Chabela la que dio el primer paso? Ella sólo le había puesto una mano en la pierna, podía ser algo casual, involuntario, sin mala intención. Era Chabela la que le había cogido la mano y hecho que la tocara allí y la masturbara. ¡Qué audacia! Cuando llegaba a ese pensamiento le venían unas ganas locas de reírse y un ardor en las mejillas que se le deberían haber puesto coloradísimas.
Estuvo así el resto de la semana, medio ida, concentrada en aquel recuerdo, sin darse cuenta casi de que cumplía con la rutina fijada por su agenda, las clases de italiano donde Diana, el té de tías a la sobrina de Margot que por fin se casaba, dos comidas de trabajo con socios de Quique que eran invitaciones con esposas, la obligada visita a sus papás a tomar el té, al cine con su prima Matilde, una película a la que no prestó la menor atención porque aquello no se le quitaba un instante de la cabeza y a ratos todavía se preguntaba si no habría sido un sueño. Y aquel almuerzo con las compañeras de colegio y la conversación inevitable, que ella seguía sólo a medias, sobre el pobre Cachito, secuestrado hacía cerca de dos meses. Decían que había venido desde Nueva York un experto de la compañía de seguros a negociar el rescate con los terroristas y que la pobre Nina, su mujer, estaba haciendo terapia para no volverse loca. Cómo estaría de distraída que, una de esas noches, Enrique le hizo el amor y de pronto advirtió que su marido se desentusiasmaba y le decía: “No sé qué te pasa, gringuita, creo que en diez años de matrimonio nunca te he visto tan aguada. ¿Será por el terrorismo? Mejor durmamos”.
El jueves, exactamente una semana después de aquello que había o no había pasado, Enrique volvió de la oficina más temprano que de costumbre. Estaban tomando un whisky sentados en la terraza, viendo el mar de lucecitas de Lima a sus pies y hablando, por supuesto, del tema que obsesionaba a todos los hogares en aquellos días, los atentados y secuestros de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, los apagones de casi todas las noches por las voladuras de las torres eléctricas que dejaban en tinieblas a barrios enteros de la ciudad, y las explosiones con que los terroristas despertaban a medianoche y al amanecer a los limeños. Estaban recordando haber visto desde esta misma terraza, hacía algunos meses, encenderse en medio de la noche en uno de los cerros del contorno las antorchas que formaban una hoz y un martillo, como una profecía de lo que ocurriría si los senderistas ganaban esta guerra. Enrique decía que la situación se estaba volviendo insostenible para las empresas, las medidas de seguridad aumentaban los costos de una manera enloquecida, las compañías de seguros querían seguir subiendo las primas y, si los bandidos se salían con su gusto, pronto llegaría el Perú a la situación de Colombia donde los empresarios, ahuyentados por los terroristas, por lo visto se estaban trasladando en masa a Panamá y a Miami, para dirigir sus negocios desde allá. Con todo lo que eso significaría de complicaciones, de gastos extras y de pérdidas. Y estaba precisamente diciéndole “Tal vez tengamos que irnos también nosotros a Panamá o a Miami, amor”, cuando Quintanilla, el mayordomo, apareció en la terraza: “La señora Chabela, señora”. “Pásame la llamada al dormitorio”, dijo ella y, al levantarse, oyó que Quique le decía: “Dile a Chabela que llamaré uno de estos días a Luciano para vernos los cuatro, gringuita”.
Cuando se sentó en la cama y cogió el auricular, le temblaban las piernas. “¿Aló Marisita?”, oyó y dijo: “Qué bueno que llamaras, he estado loca con tanto que hacer y pensaba llamarte mañana tempranito”.
–Estuve en cama con una gripe fuertísima –dijo Chabela–, pero ya se me está yendo. Y extrañándote muchísimo, corazón.
–Y yo también –le contestó Marisa–. Creo que nunca hemos pasado una semana sin vernos ¿no?
–Te llamo para hacerte una invitación –dijo Chabela–. Te advierto que no acepto que me digas que no. Tengo que ir a Miami por dos o tres días, hay unos líos en el departamento de Brickell Avenue y sólo se arreglarán si voy en persona. Acompáñame, te invito. Tengo ya los pasajes para las dos, los he conseguido gratis con el millaje acumulado. Nos vamos el jueves a medianoche, estamos allá viernes y sábado, y regresamos el domingo. No me digas que no porque me enojo a muerte contigo, amor.
–Por supuesto que te acompaño, yo feliz –dijo Marisa; le parecía que el corazón se le saldría en cualquier momento por la boca–. Ahorita mismo se lo voy a decir a Quique y si me pone cualquier pero, me divorcio. Muchas gracias, corazón. Regio, regio, me encanta la idea.
Colgó el teléfono y permaneció sentada en la cama todavía un momento, hasta calmarse. La invadió una sensación de bienestar, una incertidumbre feliz. Aquello había pasado y ahora ella y Chabela se irían el jueves próximo a Miami y por tres días se olvidarían de los secuestros, el toque de queda, los apagones y toda esa pesadilla. Cuando volvió a reaparecer en la terraza, Enrique le hizo una broma: “Quien a sus solas se ríe, de sus maldades se acuerda. ¿Se puede saber por qué te brillan así los ojos?”. “No te lo voy a decir, Quique”, coqueteó ella con su marido, echándole los brazos al cuello. “Ni aunque me mates te lo digo. Chabela me ha invitado a Miami por tres días y le he dicho que si no me das permiso para acompañarla, me divorcio de ti”.
La nueva novela del premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa se titula ‘Cinco esquinas’ (Alfaguara) y se publica el próximo 3 de marzo.
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