Radiografía emocional de una década
Tras el 11-M vino la crisis económica, el nacionalismo y luego el 15-M
La emoción que se ha instalado es la desconfianza, una emoción destructiva
Los cambios sociales pueden estudiarse desde perspectivas muy diferentes. A mí me interesa lo que en términos rimbombantes sería teorías psicogenéticas de la historia. No se pueden comprender los acontecimientos humanos sin conocer su infraestructura emocional, es decir, los deseos, las necesidades, las pasiones que adquieren vigencia social en un momento dado. Es una tradición que comienza en Tácito, la siguieron Adam Smith, Norbert Elias, Theodore Zeldin y muchos otros. ¿Cómo ha cambiado el perfil emocional de los españoles en los últimos diez años? La salvajada del 11-M produjo un estremecimiento de espanto, solidaridad y miedo meramente coyuntural. La llegada al poder de Zapatero provocó un sentimiento de euforia que recogió muy bien la prensa extranjera, y que desapareció cuando llegó la crisis. Entonces se instaló lo que ha sido la emoción dominante durante los últimos años: el miedo económico. Los expertos en miedos sostienen que la intensidad de esta emoción depende de dos factores: la gravedad e inminencia del peligro, y el sentimiento de impotencia para enfrentarse a él. El sentimiento de impotencia —lo que los técnicos llaman helplessness—ha sido fomentado por los grandes partidos, al admitir que hay fuerzas incontrolables que dirigen nuestra vida económica. En este punto, emergen los sentimientos nacionalistas, en especial, el catalán. Creo que no se ha estudiado bien el poder de esta emoción en momentos de crisis. Las críticas sobre su viabilidad son ineficaces porque los nacionalismos suscitan la esperanza de que las lógicas prosaicas no vencerán. Sus mensajes son anfetamínicos, y ahora, junto a las religiones, son los únicos capaces de movilizar energías comunitarias y de pedir sacrificios a la gente. Su fuerza —y su debilidad— proceden de que son emociones supraindividuales. Cuando los ilustrados elogiaban las pasiones comerciales —también individuales— lo hacían porque les parecían menos peligrosas que las políticas.
La crisis hacía presagiar que la emoción predominante debería ser la “indignación”, una emoción que tiene una definición precisa. Es el sentimiento de furia provocado por la injusticia o la humillación. El movimiento 15- M y el descomunal éxito del libro Indignaos, de Stéphane Hessel hicieron pensar que la indignación sería la emoción revolucionaria en este momento, como lo fue en otros momentos de la historia. Fui escéptico sobre la capacidad movilizadora de esta emoción. O mejor dicho, sobre su capacidad transformadora. La indignación une, pero la deliberación divide y la perseverancia aburre. Además, en nuestro caso tenía que luchar contra fuerzas emocionales muy profundas: la impotencia, el hedonismo, el individualismo. Al final, la emoción que se ha instalado en nuestro hábitat político es la desconfianza, una emoción destructiva que se retroalimenta. Produce efectos paradójicos porque la desconfianza no nos lleva al pensamiento crítico, que nos permitiría discernir la realidad de la tomadura de pelo, sino que nos instala en la credulidad. No fiarse de nadie supone admitir que cualquier desmán es posible y cualquier conspiración verosímil. Esta es mi radiografía emocional de una década.
José Antonio Marina acaba de publicar Los miedos y el aprendizaje de la valentía (Ariel)
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