El vuelo entre la alta y la baja literatura
La enigmática autora ha convertido 'El jilguero', inspirado en una tabla holandesa del siglo XVII, en un fenómeno de ventas aclamado por gran parte de la crítica
EDUARDO LAGO Nueva York 18 MAR 2014 - 19:38 CET
Por su primer título, El secreto (1992), Donna Tartt (Greenwood, Misisipí 1963) recibió un adelanto de 450.000 dólares (el equivalente sería hoy una cifra muy superior), caso insólito en alguien que no había publicado aún nada. Antes de salir el libro, un extenso perfil aparecido en Vanity Fair predijo la fama de la autora, anunciando la irrupción en el panorama de las letras norteamericanas de una figura que supuestamente borraba la distancia entre la alta y la baja literatura. Confirmando las esperanzas puestas en ella por sus editores, “El secreto” vendió cinco millones de ejemplares en una treintena de idiomas. Las críticas fueron abrumadoramente favorables, aunque no hubo unanimidad con respecto al diagnóstico de Vanity Fair. La primera novela de Donna Tartt es un thriller gótico que lleva a cabo con singular habilidad el desvelamiento de un misterioso asesinato perpetrado en el departamento de lenguas clásicas de Hampden College, institución universitaria de carácter ficcional ubicada en la bucólica campiña de Vermont.
Exactamente diez años después, con la publicación en 2002 de Un juego de niños, se repetirían las circunstancias que rodearon a la aparición de su primera novela: tras un adelanto de gran cuantía, se dispararon las ventas. La crítica se mostró, sin embargo, considerablemente más reticente y mucho más dividida. El escenario de Un juego de niños son los paisajes del Sur donde nació la autora. La protagonista, Harriet, es una niña que trata de esclarecer la muerte de su hermano, que apareció ahorcado en el jardín familiar cuando ella era muy pequeña. Con pasmosa regularidad, algo más de una década después, en otoño de 2013, Donna Tartt publicó El jilguero. La novela, de mil páginas de extensión al igual que las anteriores, se instaló en cuestión de semanas en el número uno de la lista de libros más vendidos de The New York Times. La acción transcurre entre Nueva York, Las Vegas y Ámsterdam y su protagonista Theo Decker, es un adolescente de 13 años, que sobrevive a un atentado terrorista perpetrado por un grupo de ultraderecha en el neoyorquino Metropolitan Museum of Art. En medio del caos, un anciano misterioso que está a punto de morir insta a Theo a huir con El jilguero, lienzo de delicadísima factura realizado en 1654 por el pintor holandés Carel Fabritius. La madre de Theo fallece en el atentado, mientras su padre, que había abandonado a la familia sin dejar rastro, sigue en paradero desconocido. Con estos ingredientes Tartt pone en marcha una maquinaria narrativa de aliento dickensiano que, una vez más, ha conseguido poner en vilo a millones de lectores. La entrevista tiene lugar en un lujoso restaurante de la Quinta Avenida, en las inmediaciones de Central Park. Donna Tartt es una mujer menuda, de mirada elusiva e inquietante y conversación vivaz.
Pregunta ¿Qué es para Donna Tartt una novela?
Respuesta. La posibilidad de inventar vidas alternativas, de ser alguien distinto a quien se es. Cuando se publicó la primera novela inglesa, Robinson Crusoe, el género recién creado alcanzó una popularidad inusitada debido a que se ampliaba así de manera extraordinaria el horizonte vital del público lector. Entonces casi nadie se alejaba más de veinte millas de su casa, el mundo era mucho más limitado que el nuestro. De repente, uno podía vivir una aventura increíble en una isla desierta. Y si eso es cierto para el lector, lo es doblemente para el escritor, por eso me gusta escribir novelas. Una novela retrata la vida desde dentro. La ficción es una forma única de explorar el interior de la psicología humana. La evolución de los personajes a lo largo del tiempo nos permite ampliar nuestro conocimiento de la naturaleza humana. Cuando terminamos Madame Bovary o Anna Karenina, sabemos más de la vida que antes de empezar esas lecturas. La ficción nos enseña más acerca de la vida que un tratado de filosofía moral, una pintura, una composición musical o cualquier otra forma artística.
P. ¿ Cómo empieza en su caso el proceso de escritura?
R. Yo empecé a escribir en el primer año de universidad, con 18 años, en Bennington College. Uno de mis mis mejeros amigos era Bret Easton Ellis, que también estaba escribiendo entonces su primera novela, Menos que cero. Para Bret, y yo estaba de acuerdo, todo empieza con un estado mental, al principio necesariamente muy difuso. En su caso se trataba de un estado de ánimo muy oscuro, una sentimiento muy noir de Los Angeles … No sé cómo encapsularlo: es una oscuridad muy de California que también han sabido captar Raymond Chandler, Joan Didion o David Lynch… En el caso de mi primera novela, El secreto, lo primero fue era angustiosa sensación de aislamiento opresivo en un college… En El jilguero, todo empieza con una atmósfera de corrupción. Algo va mal en un lugar tan elegante como Park Avenue, algo que une oscuramente a Amsterdam y Nueva York.
P. ¿Cómo surgió la idea de utilizar el cuadro de Carel Fabritius?
R. Al principio, lo único que sabía era que en la novela tenía que haber un cuadro, lo que no sabía era cuál. Tenía que ser un cuadro pequeño, eso sí. Hubo varios candidatos, hasta que un día en una subasta de Christie´s, en Amsterdam, vi el lienzo de Fabritius e inmediatamente comprendí que la búsqueda había terminado.
P. La novela empieza con una explosión en el Metropolitan Museum, y Carel Fabritius murió en una explosión en Delft.
R. Cuando lo vi no sabía nada de la historia del cuadro ni que su autor había muerto en una explosión. Fue la imagen lo que me decidió a elegirlo, y ni siquiera se trataba del original, sino que era una reproducción. De pronto vi abrirse unas perspectivas insospechadas para la novela y permití que el azar entrara en ella. En mi opinión las novelas en las que todo está perfectamente trabado de antemano acaban siendo necesariamente aburridas. Si no hay sorpresas para el escritor, no las puede haber para el lector.
P. ¿Qué novelistas han influido más en usted?
Dickens y Stevenson, en ese orden.
P. Stephen King escribió una reseña elogiosísima de El jilguero. ¿Qué es lo que tienen King y usted, que les permite conectar de manera tan intensa con millones de lectores?
R. Ni idea. Según King, los lectores no saben lo que quieren, de modo que le corresponde al escritor hacérselo ver. Estoy de acuerdo. A veces se le ha reprochado a Stephen King que solo escriba historias de terror, a lo que él siempre responde: ¿Y qué le hace a usted pensar que está en mi mano decidir una cosa así? No hay fórmula secreta. Si la hubiera, todo el mundo escribiría best-sellers.
P. Resulta llamativo que el editor de sus textos sea el mismo que trabajó los escritos póstumos de David Foster Wallace, Michael Pietsch. Wallace era un innovador radical, en tanto que su manera de escribir es bastante convencional.
R. Escribir una novela es como construir un edificio. Hay que dar prioridad a las cuestiones técnicas, como la estructura y la cronología. Quizá porque empecé como poeta, mis experimentos con el lenguaje tienen lugar en el plano de la frase. Con un poema uno puede ser todo lo inventivo que quiera con el lenguaje, pero si no quieres que se te derrumbe una novela, no queda más remedio que ser un escritor de corte clásico, sobre todo si uno escribe novelas tan largas como las mías.
P. Empezando por Stephen King, las críticas a su libro han sido favorables, con algunas excepciones, como James Wood o Francine Prose. ¿Le preocupa que medios como The New Yorker y The New York Review of Books tengan una opinión negativa de la novela?
R. Hace muchos años, Ken Kesey, el autor de Alguien voló sobre el nido del cuco, me dijo algo que jamás he olvidado: Joven, no lea las críticas. Las favorables no ayudan, y las negativas hacen mucho daño.
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