Marcos Ordóñez
MARCOS ORDÓÑEZ 14 NOV 2013
Hoy celebro un bonito aniversario: hace 40 años que descubrí a Raymond Chandler. Compré, por la portada y los lomos negrísimos, aquella edición de El largo adiós en Barral Enlace, y subí a un tren, y el libro me atrapó tanto que me pasé varias paradas y me encontré en un territorio casi tan desconocido como el de Los Ángeles en la posguerra. Chandler me pareció incluso mejor que Scott Fitzgerald, que era mi héroe de entonces: igualmente romántico, pero más divertido. Siguieron, una tras otra, todas sus novelas. Para conmemorar aquel encuentro, estos días he estado leyendo A mis mejores amigos no los he visto nunca (Debolsillo), que es la versión ampliada de El simple arte de escribir. Cartas y ensayos escogidos, que Emecé publicó en 2004, probablemente tan inencontrable como la estupenda biografía firmada por Frank MacShane (Bruguera, Libro Amigo, 1977), que también convendría reeditar.
He vuelto a pensar lo que pensé entonces: he aquí a un tipo altivo, aristocrático y callejero, profundamente misantrópico y lúcido hasta el despellejamiento (“Conocerme en persona es la muerte de la ilusión”), hundido en una casi constante desdicha, pero siempre apasionado, sarcástico, y esencialmente cabal. Un poco homófobo también: no se puede tener todo. Chandler ha quedado como lo que siempre quiso ser, como lo que es: un gran escritor, un estilista para todos los públicos.
Muchas novelas policiales no se releen. A él (y he hecho la prueba) se le puede y se le debe releer. El único efecto negativo de su prosa fue promover la afición al gimlet, horrible brebaje.
Escribía por las mañanas, no todas, y casi cada noche, mientras su mujer dormía, él bebía y monologaba en la oscuridad, dictando cartas y más cartas en su grabadora para que su secretaria mexicana, Juanita Messick, las pasara a máquina al día siguiente. ¿Las corregía? No lo sé. A mí me parecen impecables, de prosa tan flexible y elegante como la de sus libros. Me gusta mucho lo que piensa de muchas cosas: de la literatura, de McCarthy y los Diez de Hollywood, de la maquinaria de los grandes estudios, del arte de escribir guiones, de los gatos, del alcohol.
Para despertarles el apetito por este libro tan sabio y variado he seleccionado algunas de sus frases. “La mayoría de los escritores”, dijo, “tienen el egotismo de los actores sin su belleza física ni su encanto”. Sobre la crítica: “Los grandes críticos, de los que lamentablemente hay pocos, construyen una casa para la verdad”. Sobre las adaptaciones: “Escribir un guion sobre un libro tuyo es como revolcarse sobre huesos secos”. Acerca de la guerra dijo: “Los bombardeos de saturación sobre Hamburgo, Berlín y Leipzig no tuvieron apenas consecuencias militares, pero moralmente nos pusieron a la altura del hombre que creó Belsen y Dachau”. Sobre el comunismo y el catolicismo: “Después de Katyn y los juicios por traición en Moscú y los campos de prisioneros en el Ártico, que un hombre decente pueda volverse comunista está más allá de toda comprensión. Pienso lo mismo acerca de convertirse a un sistema religioso que hizo amistad con Franco y sigue haciéndola con cualquier bribón que esté dispuesto a proteger y enriquecer a la Iglesia”.
Decir todo esto en 1949 me parece de una lucidez y una valentía fuera de lo común. Miró mucho, pensó mucho, amó mucho y sufrió mucho.
Lo que le escribe a Jamie Hamilton, su editor inglés, sobre la enfermedad y muerte de su esposa Cissy no puede leerse (ni siquiera recordarse) sin un turbión de lágrimas. Última frase de la carta: “Todo lo que hice fue para alimentar un fuego en el que ella pudiera calentarse las manos”.
Para acabar, este consejo a un joven escritor: “No escriba nada que no le guste, y si le gusta no acepte el consejo de nadie para cambiarlo”.
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