Manifestación contra la ley del aborto. FERNANDO SÁNCHEZ
08 de marzo de 2014
09:59
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Este artículo está incluido en el número de marzo de La Marea, disponible en quioscos y aquí
Verán, no cuesta tanto. Primero se dicen las sílabas, una a una, y luego todas seguidas, las cuatro, y ya está. Dicho queda. Comprobarán que no les salen granos ni les sube la fiebre. Es importante completar las prácticas con algunas lecturas teóricas antes de decirlo en público. Tendrán asegurado el revuelo en cualquier conversación en la que lo nombren.
Pocas palabras tienen tanto poder para crear polémica y evocar prejuicios y tópicos. Ya lo dejó escrito en el siglo XVII Poulain de la Barre en su libro Sobre la igualdad de los sexos: “Es incomparablemente más difícil cambiar en los hombres los puntos de vista basados en prejuicios que los adquiridos por razones que les parecieron más convincentes o sólidas. Podemos incluir entre los prejuicios el que se tiene vulgarmente sobre la diferencia entre los dos sexos y todo lo que depende de ella. No existe ninguno tan antiguo ni tan universal”.
La capacidad polémica proviene de que el feminismo es una teoría crítica y como tal cuestiona el orden establecido pero, además, es una teoría crítica esencialmente con el patriarcado, al que Kate Millett denomina “el sistema de dominación más universal y longevo” –a lo que Celia Amorós añade “escurridizo e invisible”– de los que existen.
El feminismo, todo lo que toca lo politiza. Es un especialista en poner nombre a las cuestiones que durante siglos se han querido invisibilizar: violación en el matrimonio, acoso sexual, brecha salarial, violencia de género… Y, sobre todo, en demostrar lo que Seyla Benhabib llama una “universalidad sustitutoria”, es decir, en poner de manifiesto que lo masculino se ha solapado con lo humano convirtiéndose en norma y patrón.
El feminismo supone una verdadera revolución tanto frente al poder establecido como frente al contrato social, o contrato sexual, como lo denominaría Carole Pateman, subrayando así cómo las mujeres quedan excluidas del proceso constituyente fundacional de las democracias. Una revolución que no deja indiferente porque interpela en todas las áreas de la vida, tanto en lo público como en lo privado.
Asegura Amelia Valcárcel que el feminismo “compromete demasiadas expectativas y demasiadas voluntades operantes. Incide en todas las instancias y temas relevantes, desde los procesos productivos a los retos medioambientales. Es una transvaloración de tal calibre que no podemos conocer todas sus consecuencias, cada uno de sus efectos puntuales, ya sea la baja tasa de natalidad, la despenalización social de la homofilia, la transformación industrial, la organización del trabajo…”.
Todo comenzó en la Revolución Francesa, cuando las mujeres se articularon como un movimiento social y Mary Wollstonecraft escribió la Vindicación de los derechos de la mujer, pero fue a lo largo del siglo XIX cuando el sufragismo consiguió su primera gran victoria: el derecho al voto. Gran victoria pero también la constatación de que el camino iba a ser tremendamente largo: quedaron en evidencia las dificultades que conllevaba la aparición de las mujeres en la esfera de lo público y de que esto no suponía apenas modificaciones en el ámbito privado.
Así que fueron las feministas radicales a partir de los años 60 del siglo XX las que concluyeron que “lo personal es político”, que el patriarcado no se queda en la puerta de la casa sino que es precisamente en el ámbito privado, en la obligación de las tareas de cuidados para las mujeres y en las relaciones de poder que alberga la familia y la sexualidad, donde está el “núcleo duro”.
El feminismo entra en el siglo XXI intentando desarticular esas relaciones de poder patriarcal que hacen que incluso la igualdad formal conseguida en algunas partes del mundo no sea sinónimo de igualdad real. Y entra con múltiples voces –a veces en intenso debate entre sí–. La globalización, el multiculturalismo y la sociedad de la información constituyen sus nuevos mapas mientras en la agenda permanecen la feminización de la pobreza, la violencia de género y los derechos sexuales y reproductivos.
Pero como diría Celia Amorós, en estos tres siglos, el feminismo ha pasado de ser patrimonio de “cuatro radicales” a convertirse en un sentido común alternativo. Aunque desconocido, vituperado y silenciado, ha conseguido crear algo así como un “feminismo difuso”, es decir, compartir con la mayoría de las mujeres una conciencia de ciudadanía, reconocerse poseedoras de derechos a los que no están dispuestas a renunciar.
En España, prácticamente hasta que Clara Campoamor hizo del voto femenino un derecho irrenunciable, se consideraba que las mujeres eran inferiores por su debilidad física y psíquica y, por lo tanto, estaba justificada su permanente tutela por un varón. Los logros conseguidos en la II República fueron efímeros. Casi ni se recordaban a la muerte de Franco, cuando se celebraron las Primeras Jornadas por la Liberación de la Mujer en Madrid, en diciembre de 1975. Las feministas iniciaron su camino a finales de los años 70.
Por primera vez, en 1977, en la calle y de forma unitaria, se celebró el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, y ese mismo año se lanzó la campaña por una sexualidad libre y con una triple reivindicación: educación sexual y creación de centros de orientación sexual, anticonceptivos libres y gratuitos y aborto legal. La campaña no cesó hasta que se consiguió la despenalización de los anticonceptivos en octubre de 1978, año en el que fueron legalizadas las organizaciones feministas. Luego llegaría el divorcio y aún hubo que luchar muchos años más para conseguir la Ley del aborto.
Todo demasiado reciente. Ese recuerdo aún tan fresco de lo que era un país machista hasta el esperpento está provocando, por un lado, la mayoritaria defensa de la actual Ley de aborto –la manifestación del 1 de febrero contra la reforma de la ley fue la mayor manifestación feminista celebrada hasta ahora en España–; y, por otro, la potente reacción patriarcal del gobierno de Rajoy. Parece que los cambios han sido demasiado profundos y rápidos para los conservadores. Lo que Europa hizo a lo largo del siglo XX, en España se ha conseguido en apenas tres décadas.
Eso, unido a la idiosincrasia de la jerarquía católica local, y a un programa económico que se basa en la desarticulación del Estado del bienestar y, por lo tanto, en la necesidad de la mano de obra gratuita de las mujeres, que necesariamente tienen que volver a sus casas para que todo siga funcionando igual que antes de los recortes y el empobrecimiento del país, obligan a que, una vez más, el feminismo vuelva a la calle. Peligran los derechos que tanto ha costado conseguir y ya hay tres generaciones dispuestas a defenderlos.
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