Crimea: la nueva guerra sin guerra
Por Miguel Ángel Nieto
Ningún gobernante ruso en su sano juicio soltaría un enclave geoestratégico tan decisivo como la península de Crimea, llave militar en el Mar Negro, puerta de Moscú a los océanos y cuna histórica del Imperio ruso. Al único que lo hizo, Nikita Jhuschov, se le negó la sepultura en la necrópolis del Kremlin, como a Boris Yeltsin, y fue exiliado al cementerio moscovita de Novodievichi, donde sus huesos descansan junto a poetas revolucionarios y suicidas como Vladimir Maikovski o cineastas como Serguéi Eisenstein, ninguneado por la censura soviética y abocado a un penoso peregrinaje americano. Jhuschov, que se formó políticamente gobernando Ucrania y acabó sucediendo a Iósif Stalin en el trono de la Unión Soviética, colocó en 1954 la bomba de relojería que hoy estalla en la cara del nuevo, ilegítimo y frágil gobierno oligarca de Ucrania. Aquel año, el dirigente de la URSS firmó, sin pensarlo demasiado, la cesión de la preciada península al gobierno de Kiev, miembro entonces de la Unión Soviética. Aparentemente, todo quedaba en casa. Nadie imaginaba que 35 años después de aquella rúbrica, la URSS desaparecería del mapa y Ucrania, con esa Crimea incluida en el paquete, se convertiría en un país independiente. Y aún más. Que en 1994, tres años después de la desintegración soviética, la propia Rusia, junto a Estados Unidos y el Reino Unido, entre otros, firmarían el Memorando de Budapest, aún en vigor, y en virtud del cual las potencias se comprometían a salvaguardar la soberanía e integridad territorial de Ucrania una vez que el nuevo país había renunciado al armamento nuclear legado por la antigua URSS.
No son los únicos lodos que vienen de aquellos barros. Décadas antes, las mortíferas epidemias de los años 20 en Crimea empujaron a Moscú a desplazar a esa península a cientos de miles de rusos para que repoblaran la zona y los cultivos no quedaran baldíos. Y otra nueva oleada de repoblación la instigó Stalin tras deportar masivamente a los autóctonos que aún quedaban en Crimea, a los tártaros, a los que acusó de colaboracionismo con los nazis. Es lógico que a estas alturas, como insisten las estadísticas, haya amplia mayoría de etnia rusa en Crimea y que los ucranianos y los tártaros apenas rocen el 30% de la población de la península. Y es lógico que en Crimea se hable mayoritariamente ruso, como en Ucrania, ya que sigue siendo idioma cotidiano en prácticamente todos los países que pertenecieron a la URSS, desde Bielorrusia hasta Georgia o Uzbekistán. Por estas peculiaridades, Crimea ha venido gozando de un estatus especial dentro de Ucrania, el de región autónoma del país con un enclave de propiedad rusa en su mismísimo corazón, esto es, la base militar de la Fuerza Naval de Moscú en Sebastopol. En este complicado marco histórico y étnico, y cargado de las medallas olímpicas de los Juegos de invierno de Sochi, Vladimir Putin ha jugado su más atrevida carta, la que los foros diplomáticos occidentales llaman ya "la mayor crisis política mundial desde la caída del muro de Berlín". Una carta a cuatro manos: la de los hechos consumados; la de la exhibición del poderío militar; la de la "balcanización" de la ocupación de Crimea; y la de plagiar la estrategia de la Resistencia de Kiev para desestabilizar las principales ciudades de Ucrania (Kharkiv, al noreste de Crimea; Donetsk, al este; y Odesa, al oeste, casi en la frontera moldava).
La política de hechos consumados es tradición de Moscú y a nadie llama la atención en la capital de Rusia, donde este tipo de frecuentes movimientos se consideran "normales". El despliegue fulminante de fuerzas de intervención no identificadas ya se utilizó en Georgia en 2008 y anteriormente en Armenia. En el caso de Crimea, la tarea "anónima" ha recaído en unas fuerzas especiales y casi secretas de las que dispone el Ministerio de Interior ruso para este tipo de acciones, las conocidas como "Vnevedomstvenaya Okhrana", siempre apoyadas por civiles rusos constituidos en brigadas de autodefensa.
La exhibición del poderío militar y de su velocidad de intervención también forma parte de la idiosincrasia rusa, más aún después de varias semanas de obligada quietud impuesta por las olimpiadas de Sochi. Al despliegue "anónimo" ha seguido la gala de las condecoraciones, los carros blindados, los aviones, el silencio impuesto a la televisión de Crimea, el control de las dos carreteras que unen a la península con el resto de Ucrania y el sabotaje a la red de Internet que conectaba a Crimea con el resto del país.
Ucrania está amedrentada por la superioridad del potencial enemigo, y así lo reconoce la población civil de Kiev, asediada por el impacto mediático del despliegue ruso o por las maniobras militares que se realizan al lado de sus fronteras. Lo saben mil veces más poderoso y mil veces más destructivo. Y más aún en un momento en el que ni el gobierno de Kiev es capaz de hacer valer su tradición militar con un Ejército que no sabe a quién obedecer ni cómo comportarse. Una fractura militar en Ucrania entre los que confían en el frágil mando de Kiev y los que se decantan por la obediencia debida a Moscú sí que sería una auténtica catástrofe. Y a eso juega peligrosamente Putin. División de un Ejército y economía en quiebra equivalen, en eso coinciden todos los historiadores, a una guerra civil asegurada.
La "balcanización" de Crimea es, probablemente, la más peligrosa de las jugadas de Putin, en tanto que ni a Oriente ni a Occidente, ni al Norte ni al Sur les conviene una contienda civil entre ucranianos. La "balcanización" consiste, como se le hizo al Ejército Federal yugoslavo en Croacia y en Bosnia i Herzegovina, en sitiar los cuarteles enemigos. En las últimas horas las bases militares ucranianas en Crimea han sido rodeadas y obligadas a una rendición de momento pacífica por parte del Ejército ruso. Las tropas rusas, en muchos casos con el beneplácito de los mandos ucranianos, ocupan ya los cuarteles del Ejército de Kiev en Crimea. Los rusos celebran en silencio las tácticas de Putin. A ojos de la mayoría, Ucrania ha demostrado un salvajismo atávico en su revuelta y Crimea, de eso no les cabe duda, les pertenece de siempre.
Los rusos prefieren el orden y la sumisión al poder en vez de una insurrección como la vivida en Kiev. Además, no están dispuestos a prescindir de sus veranos en las cálidas costas de la península, repletas de lujosos balnearios para rusos. Curiosamente, han hecho propio el discurso del Viktor Yanusevich, el fugado presidente ucraniano: todo vale en Crimea mientras Kiev no reconozca que lo ocurrido en Maidan ha sido un "golpe de Estado". Y por último, Putin ha plagiado la estrategia de la Resistencia ucraniana de la Plaza de Maidan en su revuelta contra el régimen de Yanukovich. Comenzó con ella el lunes en las principales ciudades ucranianas, excepto en la capital. Grupos de patriotas rusos organizados y luciendo la cinta de San Jorge, símbolo étnico de los rusos, han ocupado y se han apoderado en las últimas horas de los edificios gubernamentales y sedes parlamentarias y municipales en Kharkiv, Donetsk y Odesa. Con armas improvisadas, con banderas, con hogueras. Lo mismo que la Resistencia ha venido haciendo en Kiev desde el noviembre pasado.
Eso significa la parálisis total de la Administración ucraniana (ya de por sí maniatada por su falta de legitimidad y de crédito incluso entre la mayoría de los ucranianos). Significa el desgobierno, el desconcierto público y, lo que es más peligroso, el choque directo y violento de los patriotas rusos y los patriotas ucranianos, estos últimos curtidos en Maidan, dispuestos a morir por la soberanía del país y además alentados por una pobreza casi extrema.
En un país absolutamente surcado por gaseoductos rusos que distribuyen hacia Europa la materia prima, este escenario violentamente vectorial se convierte en idóneo para posibles sabotajes y atentados por parte del extremismo ucraniano, especialmente del extremismo neofascista, ya que la izquierda, por desgracia, brilla por su ausencia, como reconoce el historiador y activista ucraniano llya Bubraitskis. El sabotaje a las exportaciones de gas, la parálisis parcial o total de ese comercio ruso, es algo que Putin sabe que no puede jugarse.
Este es el escenario ya consumado en el que la diplomacia rusa no tiene ninguna prisa y hasta se siente halagada por tanto interés que muestran en frenar la "escalada de violencia" tanto la OTAN, como la OSCE, la UE, la ONU, EE UU o el FMI, entre otros. No parece importar que el rublo haya perdido el 20% de su valor frente al euro o al dólar desde que comenzaron las revueltas de Kiev, en noviembre de 2013. Lo que importa es que desde 1991 Rusia ha perdido cada año un trozo de territorio equivalente a toda Bélgica. Y que por las buenas o por las malas, no está dispuesta a perder ese fragmento de suelo que regaló Jhuschov, precisamente del tamaño de Bélgica, por ser de una importancia estratégica incalculable. Para ello, ha estrenado el nuevo modelo bélico del siglo XXI: la guerra sin guerra.
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