Vicente Verdú
La cultura del castillo
VICENTE VERDÚ 29/09/2011
Los millones de desempleados en España y hasta los 50 millones que se esperan en toda la Europa comunitaria para los próximos años han hecho comentar a un alto funcionario del Ministerio de Finanzas de la Unión Europea que sería un milagro "evitar una guerra en los próximos 10 años".
Guerras parciales, súbitas y sorprendentes, guerras civiles, guerras que llegan de mafias o del mundo oriental, guerras balcanizadas, guerras por la energía escasa, guerras diseminadas por las barriadas y las avenidas de la ciudad.
Guerras de todos los tipos que claman contra un enemigo relativamente abstracto, tal como son hoy los enemigos y que brotan en el ámbito vacío cargado de energía negativa donde cunde la precariedad y el paro.
El paro rampante o solar arrasado de todo valor humano donde a la cultura laboral no sustituye la vieja cultura del ocio, ni al tiempo regulado le sucede el júbilo del tiempo libre. Más bien, el paro por decenas o centenares de millones de personas alude a una extraña parálisis del tiempo y de la vida.
Porque el hueco corazón del desempleo radica no ya en la pérdida de una ocupación domiciliada, sino en la errática pérdida de sentido. Este sinsentido ampliado en millones alcanza hasta los cimientos de la sociedad y en esa tesitura la sociedad y su cultura voltean sobre sí.
De una cultura productiva aparece una fantasmal cultura sin producto, de un ser humano marcado por su actividad a un ser que duda de su entidad, su dignidad y su pertenencia, quieto y ciego.
En todo el siglo XIX el trabajo fue el sí y el no del valor. En el siglo XX el trabajo se extendió y amplió en Occidente como una segura plataforma, base socialdemócrata de todas las demás plantaciones eróticas, económicas y culturales. ¿Cómo imaginar por tanto, ahora, un futuro inmediato sin ese suelo y sin ese vuelo? ¿Cómo pensar, en suma, un edificio con su arquitectura ausente?
Se decía en Estados Unidos (con menos del 10% de desempleo) que esta sería la primera generación de niños que ya no verían a su padre volver a casa después del trabajo. Ir y volver del trabajo compuso una cadencia diaria tan integrada en los modos de vida que cuando ese péndulo se detiene o se avería pasamos a una etapa sin significación alternativa.
Tampoco vale, siquiera, el teletrabajo y otras alternativas semejantes. Todos los teletrabajos han corregido o atenuado su alejamiento del puesto laboral para recobrar el sentido de salir y entrar en la casa tras un intervalo donde, en las afueras, se "producía".
En casa se amaba, se lloraba, se discutía, se cenaba más o menos. En el trabajo se atendía a otra clase de obligación cultural que decidía el equilibrio personal del deber cumplido.
El hogar y su privacidad, el ocio y su liberación temporal, el salir y el entrar tanto para producir como para comprar, han ido cayendo, binomio tras binomio, con la creciente pérdida de la intimidad, la abolición de los periodos estancos y las mil adquisiciones o gestiones a través de la red. Una a una, las cópulas cotidianas de la producción del mundo, el ojal su botón por donde se abrochaban las culturas, del ocio, del trabajo, del quehacer y del perecer van perdiendo función y el vestido, "la piel que habitamos" -que antes habitamos- se descama al compás que se despieza el soñado castillo que fue fundándose tras la II Guerra Mundial.
¿Otra guerra para reordenar el mundo? No parece posible imaginar unas circunstancias tan propicias como estas para que se subleve aparatosamente el mal.
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