martes, 25 de octubre de 2011

PRENSA. "La sangre, qué miedo", por Carlos Boyero


   En "El País":
La sangre, qué miedo

CARLOS BOYERO 22/10/2011

   La imagen más espeluznante de lo dificultoso que puede ser matar a un ser humano me la ha ofrecido el cine. La filmó Hitchcock, alguien al que la miopía profesional juzgó en alguna época como un director frívolo, un cínico que disfrutaba haciendo trampas a sus personajes y al espectador. Ocurre en Cortina rasgada. Los asesinos son los buenos, el matemático que interpreta Paul Newman y una campesina que ejerce de espía en la antigua y sombría Alemania del Este y la víctima se supone que es el malo, un policía de la Stasi. Le estrangulan, le apuñalan, le rompen los huesos, introducen su cabeza en el horno de la cocina. Solo un sádico puede disfrutar en esa secuencia. Te pone enfermo esa violencia, te salpica el horror de quitarle la vida a alguien cuerpo a cuerpo.
   Las películas nos han mentido convirtiendo tantas veces en algo aséptico el acto de matar, mostrándolo desde lejos, con balazos y personas que al recibirlos abandonan instantáneamente este mundo. Y es obscena esa simpleza manipuladora. Cuentan que los jefes de Sendero Luminoso exigían a su fanático ejército que no se cargaran a los enemigos con balas o bombas (tampoco creo que les sobraran), a distancia, sino que lo hicieran con sus propias manos, con piedras, con cuchillos, con palos, empapándose de sangre ajena, asumiendo desde cerca el espanto.
   Anhelas los actos de justicia que se saldan destruyendo al tirano, causando dolor y muerte a los que administraron en nombre de la fuerza y del poder toneladas de sufrimiento en el prójimo, humillaron, despreciaron, torturaron y le quitaron la vida a los que consideraban sus enemigos, reales o abstractos, conocidos o anónimos. E imaginas que mucha gente decente se sintió vengada o pensó que su mundo sería más habitable a partir de ese momento cuando la concienciada turba linchó al arrogante fascista Benito Mussolini. Y lamentaron que Hitler se despidiera de la Tierra y de la infinita atrocidad que había causado mediante algo tan liviano como pegarse un tiro. Y maldijeron con causa que tantos engalonados criminales en serie (en este país tuvimos uno inolvidable, con bigote, bajito y gordito) la palmaran de viejos en su cama, rodeados de familia y fervor popular.
   Y deseabas que alguien mandara definitivamente al infierno a un permanente y enloquecido hacedor de infiernos como Gadafi, pero ves las fotografías de su cadáver, el rictus de salvaje sufrimiento en su masacrado rostro y se te revuelve todo. Te afirmas en que ni el más infame de los monstruos merece ese castigo. Y maldices el realismo. Y añoras las muertes incoloras e inodoras, las que parecen de mentira, las de las malas películas.

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