Escuelas en el desierto
Para los niños con discapacidad de los campamentos saharauis no es fácil ir al colegio
Un grupo de profesoras ha impulsado la creación de centros especializados en su cuidado
"Al principio había gente que tiraba piedras al tejado de la escuela y nos llamaba locas", recuerda Fátima, directora del centro de discapacitados de Dajla, uno de los campamentos de refugiados saharauis de la provincia de Tinduf, en el desierto argelino. Este 2015 se cumplen 40 años desde la ocupación del Sahara Occidental por parte de Marruecos. Desde entonces, alrededor de 180.000 saharauis viven como refugiados en este territorio.
Fátima no es una docente cualquiera; posee el honor de ser una de las primeras y mayores impulsoras de la educación para niños con patologías mentales y físicas en los asentamientos. Pero ella, por entonces, aún no lo sabía. "Estudié Educación Infantil en Cuba y, al regresar a los campamentos, comencé a trabajar en una guardería". Corría 1993 y la guerra que mantenían el Frente Polisario y Marruecos había entrado en tablas hacía unos meses. Comenzaban entonces las negociaciones y pronto, el esperado referéndum y la solución al conflicto. "Pensé que estaría trabajando aquí sólo por un tiempo", confiesa mientras baja la mirada y esboza una mueca amarga.
Mientras ajusta con sus manos una colorida melfa sobre su cabeza, mira hacia el suelo e intenta ordenar sus recuerdos. Y la sonrisa se dibuja otra vez. "Conmigo habían regresado varias amigas más que habían terminado cursos de Educación Especial y, entre las cuatro, intentamos buscar una solución para las personas con deficiencia mental que fueran más allá de lo asistencial".
Hasta entonces, los discapacitados vivían apartados o vagaban por la calle, pasando el tiempo sin hacer nada. Otros no salían de sus jaimas. Y a pesar de que algunos se matriculaban en las escuelas ordinarias, no acudían al colegio por miedo o vergüenza de sus familiares. Por aquel entonces, sólo existía un centro para discapacitados en los campamentos. Estaba en el de Smara y fue bautizado como el centro de Castro porque su creador fue un cubaraui, es decir, uno de los saharauis que fueron acogidos y educados en Cuba. "Teníamos energía, queríamos construir centros para todas las wilayas (campamentos saharauis), pero no sabíamos muy bien por dónde empezar", afirma Fátima.
Tras hablar con varias asistentas que tenían un registro de personas con deficiencias, decidieron dar un paso más. Fátima dejó su trabajo en la guardería y se centró en la creación de estas escuelas. "Al principio nos dedicábamos a ir de jaima en jaima buscando a los chicos, hablando con sus familias... No tuvimos una gran acogida", recuerda, "aunque unas pocas accedieron".
En estos duros inicios, cuando hay que construir desde cero la creación de las escuelas, comienza la lucha contra las supersticiones o viejos mitos. "¿Para qué quieres llevarte a mi hijo? No sabe hacer nada, no anda, se cae... Sólo mira al cielo y ríe sin sentido", espetaban algunas madres. Respuestas de este tipo ponen a prueba la determinación de estas cuatro mujeres, que no cejan en su empeño. Entonces comienza el trabajo explicando la necesidad de estar escolarizados, de juntarse con otros chicos, de hacer valer su potencial. Al principio, muchas familias se negaban a reconocer la discapacidad de sus hijos, incluso cuando éste era evidente, pues lo consideraban una vergüenza para la familia.
"El trabajo con los parientes durará años", afirma Mamia Brahim. Mamia, como Fátima, es también directora de un centro de educación especial, en este caso en la wilaya de Auserd. Formada gracias a la ayuda de varias becas, estudia entre Argelia e Italia, de donde conserva el acento cuando intenta chapurrear algunas palabras en castellano. Yamila, como se la conoce en el centro, es una mujer de pequeña estatura pero llena de energía. Llegó siendo una niña con su familia a Tindouf en 1975, huyendo de las bombas y del napalm. El paso del tiempo le ha hecho olvidar Smara, la ciudad del Sahara Occidental donde nació, de la que afirma ya no recordar nada. "La gente no confiaba mucho en nuestro trabajo. Durante años estuvimos trabajando con las familias para que trajeran a sus hijos al centro y vieran nuestro trabajo y se concienciaran. Fueron años duros".
Sin embargo, ese trabajo de hormiga ha dado con el tiempo sus resultados. "Hemos conseguido que las madres acudan con sus hijos o que vengan a resolver dudas o a buscar orientación cuando éstos son pequeños", afirma la profesora.
Una vez que logran que varias familias se comprometan a llevar a sus hijos a la nueva escuela, queda por resolver el problema del espacio. "Fuimos a hablar con el gobernador explicando nuestras intenciones y se mostró receptivo: nos cedió un local para trabajar. Ya teníamos un local, pero ni siquiera había sillas donde sentarnos", exclama entre risas Fátima. "Entonces comenzó la búsqueda de material entre las escuelas ordinarias, consiguiendo que nos cedieran mobiliario, libretas, pinturas...".
Los refugiados saharauis dependen casi por completo de la ayuda internacional por lo que, al comienzo, la búsqueda de material se emprende dentro de los campamentos, algo que limita el éxito porque no hay muchos lugares a donde ir. "La falta de recursos se suplía con la ilusión del comienzo" sentencia Fátima.
La integración de los talleres
Un turbante negro protege a Mohamed Salem Hamudi del implacable sol del desierto. Viene de Rabuni, el campamento donde se encuentran todos los ministerios de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), de donde acaba de terminar una reunión. Su papel como director de los centros es coordinar sus actividades, preparar los viajes de los niños saharauis que pasan los veranos en España, cursos con cooperantes... "No hay tiempo para aburrirse" afirma divertido.
Al entrar en la jaima, se descalza y comienza a saludar a sus primos. Se tumba en el suelo y busca acomodo con ayuda de un cojín. Ha sido un día interminable. Lembrabit, uno de sus primos, atiza unas brasas y pone a calentar agua en una tetera. En un rato comenzará el ritual del té.
Mohamed, o Paisano, como le conocen sus vecinos tras su paso por Cuba, lleva coordinando las escuelas desde hace más de 10 años. Este saharaui con acento cubano comienza a haciendo una fotografía de la situación actual:
"Las cosas han cambiado mucho desde aquellos primeros años. En total hay cinco centros para discapacitados y cuatro más para ciegos. Más de 200 alumnos acuden diariamente a las escuelas donde, además, reciben la comida del día", señala con orgullo. Hay más niños matriculados, pero la falta de transporte las enfermedades o la necesidad de cuidados más específicos les impide acudir, como sus compañeros, con regularidad.
Los talleres de las escuelas cumplen una función integradora. Hay cursos de carpintería, donde los alumnos hacen puertas y ventanas, o de costura, donde las chicas cosen vestidos o banderas. Los ingresos que logran con su venta son para auto financiarse. "Por ahora no es mucho lo que conseguimos", confiesa Mohamed, "porque dependemos por completo de la ayuda internacional, pero la idea es esa". Mientras tanto, cumplen con su cometido creando sentimientos de confianza y autonomía en sus usuarios para cuando les llegue la hora de comenzar a trabajar.
El tiempo libre escasea. Además de las actividades educativas, dentro de varias semanas se celebrará, como todos los años, el Sahara Marathon, un acontecimiento en el que también colaboran las escuelas de educación especial. En ediciones anteriores, varios de los alumnos corrieron acompañando a los atletas.
El té comienza a hervir, y Lembrabit lo reparte lentamente entre varios vasos, volcando el líquido una y otra vez. Por un momento, se hace el silencio en la habitación. Paisano saborea su té dando pequeños sorbos. El sonido de su teléfono móvil interrumpe el descanso. Se levanta y lentamente, comienza colocarse el turbante de nuevo. Varios cooperantes acuden al campamento para realizar un curso de formación para el profesorado, y tiene que ir a buscarlos. "Cómo ves, esto es un no parar", se disculpa antes de salir. "Siempre queda trabajo por hacer".
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