El amor y las espinas
Verga, Pirandello, Quasimodo, Lampedusa, De Roberto, Consolo, Bufalino, Sciascia, Camilleri… La literatura italiana contemporánea tiene en Sicilia un venero inagotable
Dos premios Nobel y al menos media docena más de grandes nombres, además de una larga tradición de relatos de viaje, otorgan a Sicilia el indiscutible marchamo de isla literaria, suelo fértil en mitos e historias que, como la propia tierra, pueden dar frutos terribles o sublimes. “A todo le salen espinas en Sicilia, hasta a las alcaparras”, observaba el gran historiador del Arte Cesare Brandi en su Sicilia mía, “y todo y siempre te ofrece el amor”.
Ese es el contraste que hace irresistible la vieja Trinacria para lectores y escritores. Y tal vez sea esa la causa de que la literatura siciliana sea a menudo leída contraponiendo nombres, como si uno no pudiera (¡y no quisiera!) quedarse con todo: Lampedusa contra De Roberto, Verga contra Pirandello, Consolo contra Bufalino, Sciascia contra Camilleri… Ejercicio acaso inútil, como el de enfrentar ciudades, pues Sicilia no se entiende sin esa portentosa diversidad. El único modo de conocerla de veras es moverse, saltar sobre el mapa como de autor en autor, de libro en libro, e ir definiendo poco a poco nuestras devociones.
El viaje y el paseo son los grandes subgéneros de la literatura sobre la isla, siempre con Goethe como gran maestre. Muchos acuden atraídos por las huellas de la Magna Grecia, pero más allá del helenismo mítico se revelan mil Sicilias, árabe, normanda, aragonesa, catalana… Es Mediterráneo puro, y sin embargo vive de espaldas al mar —otra de sus paradojas—, porque del mar vinieron tantas y tantas desgracias seculares. “Es como esconder la cabeza bajo tierra”, explicaba Leonardo Sciascia. “No ver el mar para que el mar no nos vea. Pero el mar nos ve”.
Sus escritores y una larga tradición de relatos de viaje otorgan a la antigua Trinacria el indiscutible marchamo de isla literaria, suelo fértil en mitos e historias que, como la propia tierra, pueden dar frutos terribles o sublimesUna isla, en fin, que juega a no ser tal, que solo acepta serlo cuando así lo afirman los atlas, que, según Gesualdo Bufalino, “son libros de honor”. Desde el estrecho de Mesina y Taormina, con su impagable teatro griego, y más allá de Siracusa, con esa iglesia cristiana sostenida aún por las columnas de un templo griego; por esa carretera que a Pasolini le olía a azahar y limoneros, regaliz y papiros, ingresaremos en la Sicilia barroca. Ahí aparece de improviso Scicli, y muy cerca Modica, donde aún se yergue la casa natal de Salvatore Quasimodo, el poeta hermético bendecido por la Academia Sueca, rara avis en una isla de narradores.
Y al lado Ragusa, otra de las ciudades que recuerdan que el barroco, como en Andalucía, es algo así como un mecanismo defensivo lleno de horror vacui. “Ese estilo fantasioso y abigarrado, retorcido y abundoso”, subraya Vincenzo Consolo en su Sicilia paseada, recién traducida, “es, en la Sicilia de los continuos terremotos naturales, de los infinitos vuelcos históricos, del riesgo cotidiano de la pérdida de la identidad, como una exigencia del alma contra el extravío de la soledad, de lo indistinto, del desierto, contra el vértigo de la nada”.
Un poco más adelante está Comiso, la ciudad donde Bufalino pasó media vida urdiendo pacientemente su obra, sin pensar en el éxito tardío que le aguardaba. Escribió, entre otras cosas, un diccionario de personajes literarios y aforismos, además de novelas como su aclamada Perorata del apestado. Sostenía que la isla padecía un “exceso de identidad”, y que la insularidad no era solo un fenómeno geográfico, sino que también se extendía “a la provincia, a la familia, a la habitación, al propio corazón. De ahí nuestro orgullo, la desconfianza, el pudor; y la sensación de ser distintos”. Distintos fueron, entre sí y respecto a los demás autores de su tiempo, Consolo, Bufalino y Sciascia, pero tenían otra paradoja en común: tres hombres nacidos en pueblos diminutos y subdesarrollados, pero con unas ambiciones literarias de altísimas miras.
Vázquez Montalbán exaltó a Sciascia como el último escritor político de Europa, pero su obra posee un alcance mucho mayor. Como sus compañeros, extrajo lecciones de la Historia para comprender mejor el presente, y se vistió de ilustrado a la francesa frente a la barbarie mafiosa que pronto asolaría su tierra. Autor de novelas memorables como Todo modo o El archivo de Egipto, pero también de relatos sobresalientes que son una radiografía de su pueblo —acaban de editarse en España los dispersos, bajo el título Una comedia siciliana—, Sciascia es un escéptico inimitable, que no ha dejado epígonos pero sí dos nietos escritores, Vito y Fabrizio Catalano, que en absoluto deshonran el nombre de su abuelo.
Para muchos, hoy Sciascia ha quedado reducido a su faceta negrocriminal, como lo fue la isla entera durante años: al menos, desde que Mario Puzo hizo decir en El padrino, sobre uno de sus turbios personajes, que tenía el mapa de Sicilia tatuado en la cara. Quien más ha rentabilizado ese filón ha sido otro agrigentino, Andrea Camilleri, amortizando su experiencia televisiva para combinar en su serie de Montalbano tramas policiacas atractivas con gastronomía, humor y reclamos turísticos. Hoy su nombre ha devenido en marca industrial, con varios nuevos títulos al año, y el sur de la isla está lleno de lugares de obligada peregrinación para los seguidores del famoso comisario.
Muchos acuden atraídos por las huellas de la Magna Grecia, pero más allá del helenismo mítico se revelan mil Sicilias, árabe, normanda, aragonesa, catalana… Es Mediterráneo puro, y sin embargo vive de espaldas al marEl viaje continúa. Puede llevarnos al Valle de los Templos y las ruinas de Selinunte o tomar el rumbo de la Sicilia interior, verde y rocosa, que nos remite a los personajes de Giovanni Verga, el mismo que sirvió a Pietro Mascagni el argumento de su famosa ópera Cavalleria rusticana. Pero también es la Sicilia de su discípula Maria Messina, quien nos revela la otra óptica, la de esa mujer isleña sometida a un patriarcado ancestral, que “carece incluso de la fuerza de gemir”.
En tierra de donjuanes irredentos, del Giovanni Percolla de Brancati, vieron la luz algunas mujeres formidables, aunque muchas se marcharon: la enigmática Patrizia Runfola a Praga, tras las huellas de su maestro Ripellino; Natalia Ginzburg, hoy felizmente en boga, dejó muy pronto su Palermo natal para afincarse en Turín; y Simonetta Agnello Hornby recaló en Londres. En cambio, Alessandra Lavagnino, napolitana de cuna, vive en Palermo, y junto a varias novelas curiosas, ha escrito manuales apasionantes sobre su especialidad: el mosquito y las epidemias que trajo a la isla.
Dejamos atrás las minas de azufre, antaño trabajadas por niños, que afligieron a Maupassant; también Marsala, donde desembarcó Garibaldi con sus Miles, y la villa atunera de Trapani, para llegar a la capital, Palermo. Allí se conserva aún el palacio de via Butera donde vivió Giuseppe Tomasi de Lampedusa, autor de El gatopardo —con su tan traída y llevada cita— y también de una obra maestra del cuento corto, Lighea, una fábula con sirena inexplicablemente descatalogada en nuestro país. Palermo es quizá la síntesis perfecta de las contradicciones sicilianas, el mar y los montes, los ruidosos mercados y el silencio de las capillas, la música y la tragedia. El olivo y el acebuche entrelazados, debajo de los cuales se escondió Odiseo, el viajero por excelencia.
No, el viaje no termina nunca, pero este itinerario concluye en Catania, la ciudad del Etna. El volcán que enamoró a Brydone es el símbolo eterno de aquella paradoja que mencionábamos antes: el vómito de fuego y ceniza es a la vez el secreto de la fertilidad de aquella tierra. Allí encontramos al siciliano vivo más famoso, un hombre a la vez de raíz profunda y ancho horizonte, un poeta con música, Franco Battiato, y a uno de sus letristas, a la sazón filósofo, Manlio Sgalambro. Una de las canciones firmadas por ambos dice así: “Te invito al viaje, / en aquel país al que te asemejas tanto…”
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