El Egeo polifónico
El mar de los griegos nunca pudo reducirse a una sola voz, contado y cantado durante generaciones en una lengua que sigue siendo la misma de los antiguos aedos
En los años treinta, el diario local de la isla de Andros se llamaba La voz del Egeo, como recuerda Ioanna Karystiani en su novela Pequeña Inglaterra (nombre por el que también se conocía a dicha cíclada). Pero el Egeo es polifónico: nunca pudo reducirse a una voz. Muchas han sido sus bocas y muchos sus portavoces. Pocos mares tan conversadores, tan desbordantes de historias, relatos y mitos como este. Antes y ahora. Aunque el Egeo ha hablado y habla en griego casi siempre. Toda la literatura griega está penetrada por el mar de Grecia, poblado de criaturas poéticas. Como escribí en Aquel vivir del mar (2015) a propósito de la poesía de la antigüedad, “la imaginación helénica del mar es copiosa y tonificante. Nos surte de una memoria entrecruzada de barcos, de hombres y de dioses; de delfines miríficos, de vientos húmedos, de mástiles que no olvidan su destino amparador de árbol en el mar, de cadáveres semidevorados de marineros, de conchas ofrecidas como exvotos, de redes exhaustas, de puertos saludados”.
La primera aparición del mar en la literatura griega ocurre en el verso 34 del canto primero de la Ilíada: el sacerdote Crises, humillado por Agamenón, que se niega a devolverle a su hija Criseida, se aleja de los campamentos aqueos caminando por la orilla: “Y se marchó en silencio por la arena del mar lleno de rumores”. A partir de este hexámetro melancólico, el mar no cesará de salpicar de salitre y espuma toda la invención y producción literaria de los griegos. Hostiles a los dogmas, los poetas formularon varios génesis, incluso del mar: Hesíodo dijo que Gea, la Tierra, “sin ayuda de cópula gozosa”, engendró al Mar. Distinta es la explicación de la cosmogonía que Apolonio de Rodas pondrá en boca de Orfeo: el mar formaba una masa indiferenciada con la tierra y el cielo, y la discordia desunió los elementos. El mar inspiraba temor. Por eso Hesíodo presumía de haber embarcado una sola vez, cuando asistió a un concurso poético. Y Teognis aborrecía las incomodidades y peligros de la navegación:“Feliz aquel que, estando enamorado, del mar no sabe nada / ni le importa la noche que cae en alta mar”. El mar separa a Safo de la amada que marchó de Lesbos a las costas de enfrente, hoy turcas. Los refugiados ya cruzaban despavoridos los mares hace milenios: Esquilo, en Las suplicantes, evoca a las Danaides, que huían de sus violentos maridos egipcios y pedían asilo en una predemocrática Hélade. Y Eurípides denuncia el tráfico de las troyanas humilladas que embarcan como esclavas en las naves de los vencedores. En sus comedias, Aristófanes pinta con gracia el bullicio del Pireo y a los hambrientos ciudadanos del Ática, que sueñan con una chisporroteante fritura de pescado.
En la época helenística se calman y ensanchan las rutas marinas; se inicia incluso una especie de prototurismo: Meleagro de Gádara (en Siria) evoca viajes fructíferos para las aventuras amorosas en apetecibles ciudades costeras. Y Arquéstrato de Gela fue una especie de posargonauta sibarita que compuso en el siglo III a. C. un libro original titulado Hedypatheia oVoluptuosidad, un tratado de “gastrología” que daba cuenta de las mejores especialidades gastronómicas del Mediterráneo. Sorprende ver la similitud de las técnicas culinarias de ayer y de hoy.
¿El relevo de la antigua tripulación? El espacio sólo permite a citar casi al azar a unos pocos autores de los siglos XX y XXI: Cavadías, Elitis, Tsircas, Karystiani.
Pocos mares tan conversadores, tan desbordantes de historias, relatos y mitos. La imaginación helénica del mar es copiosa y tonificante. Nos surte de una memoria entrecruzada de barcos, de hombres y de diosesLa poesía de Odiseas Elitis (Premio Nobel en 1979) se edifica en torno a una especie de mística marina: el Egeo “era el ombligo de aquello que llamamos el espíritu helénico. Existen lugares que son bellos, simplemente. Existen otros que adquieren un significado especial, porque en su suelo se ha desarrollado una determinada civilización. El Egeo reúne esas dos características. Es único porque creo que no existe en ningún otro sitio esta continua interrelación del mar y de la tierra y esta pureza. Por consiguiente, es lo que da, por un lado, ese carácter único a nuestra fisonomía y sustenta, por el otro, una inmensa civilización”. La poesía de Elitis es de una enorme potencia visual. Supo capturar la intensidad de la luz del Egeo, de sus rocas, conchas, gaviotas y olas, con una nitidez y plasticidad insuperables desde el primer poema de su primer libro, Orientaciones (1996): “El amor / El archipiélago / Y la proa de sus espumas / Y las gaviotas de sus sueños / En la vela más alta el marinero hace ondear / Una canción”.
El reverso del idealismo elitiano lo cifra Nicos Cavadías, que, nacido en Manchuria en 1910 de padres griegos, se dedicó a profesiones relacionadas con el mar, desde trabajador del puerto a radiotelegrafista. Sus libros de poemas Marabú (1933), Bruma (1947) y Navegación de través(1975) son muy apreciados (y cantados) por los griegos. Escribió una novela, La guardia (1994) que, como cabía temerse de un poeta viajero metido a narrador, es más bien un diario de a bordo que desemboca en libro de memorias, construido a partir de las vívidas conversaciones de los marineros durante las guardias en el buque Pytheas. Su literatura es la de alguien que ha observado continuamente el mundo y las peripecias de los hombres y las suyas propias desde un mar riguroso. Los barcos son casi humanos: “Hay barcos con nombre masculino y son femeninos. Y a la inversa. […] ¿Quién ha oído quejido más humano que el de la chimenea al copular con la bruma?” Cavadías consigue hacer brotar de sus páginas un fluido de sensaciones intensas: los limones podridos en el Mar Rojo, la humedad que apaga los cigarrillos o el frescor de las uvas sobre hielo en un bidet. En todas sus páginas el griego Cavadías dejó (como el viejo Hiponacte) su contrabando de palabras, las toscas, duras y todavía exóticas palabras de todos los puertos.
A su vez, el reverso del mundo activo y masculino de Cavadías lo podría cifrar Mikrá Anglía(Pequeña Inglaterra, Ioanna Karystiani, 2002), una novela coral de mujeres de marinos en la isla de Andros. El mar omnipresente es amado y aborrecido hasta los límites. Las viudas de los náufragos odiaban el azul y una de ellas arranca los bordados del ajuar para bordar escenas de naufragios. Unos niños ingleses se acercan al mar para chupar la espuma que está dulce porque acaba de hundirse un barco cargado de azúcar y la protagonista, Orsa, llevará siempre consigo tres cucharas devueltas por el mar.
Hay una mirada anglosajona que ha relatado el Mediterráneo novelándolo sobre arquetipos tardorrománticos lastrados de colonialismo inocultable. El fascinante Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell sería un ejemplo de ese relato escorado; aquella fascinación primera deviene incluso en irritación si le contraponemos la trilogía Ciudades a la deriva (2011), un descarnado panorama trazado por Stratís Tsircas, griego nacido en El Cairo, en los años turbulentos de la II Guerra Mundial cuando Atenas era ocupada por los nazis y en Alejandría y El Cairo pululaban espías, aventureros, refugiados, soldados, en un mundo en disolución más complejo y real que el durreliano. La trilogía “proclama el papel de la literatura en la construcción de la memoria histórica”.
Sí: el Mediterráneo (y su Egeo), contado y cantado en las literaturas de todas las Grecias sucesivas, es historia, memoria, palestra, puente, camino, espejo, espejismo, foso, fosa, inundación castálida, madriguera de piratas, residencia de dioses, texto de los filósofos, despensa, interlocutor, cómplice, amigo, enemigo, amado. Un destino. Seguimos caminando en silencio por la orilla llena de rumores.
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