Chandler en el cementerio de talentos
Publicado por Jordi Bernal
«Los guiones buenos y originales son tan raros en Hollywood como las vírgenes». Raymond Chandler lo sabía bien. En sus años como guionista pudo comprobar ambas cosas. Consideraba que la producción de películas en serie en nada difería de las cadenas de montaje industrial y pocas vírgenes debió de conocer en sus desesperadas farras feroces que se montó durante esa época. La experiencia del escritor en el mundo del cine no fue precisamente feliz, pero tampoco sería cierto afirmar que no le reportó algunas gratificaciones. Para empezar estaba el dinero. Chandler llegó a Hollywood como un escritor pulp con una cuenta corriente que obligaba a comparar precios en el supermercado. En 1941, su editor había conseguido vender a la RKO los derechos de las novelas protagonizadas por el detective Philip Marlowe en un momento en el que el cine estadounidense, mediante la preeminencia de personajes positivos, buscaba superar la etapa de ensalzamiento de la figura del gánster que había marcado el género negro de los años treinta. Nada mejor que el detective privado, imbuido de un aura romántica, para reconducir los valores morales que debían distinguir a una sociedad a la sazón enfrentada con el terror nazi. Y sin ningún lugar a dudas, Marlowe es el detective romántico por excelencia. De hecho, su construcción casi se diría que es la del añejo chevalier servant con Stetson, cigarrillo en la comisura de los labios y copa de whisky contundente en mano.
A pesar de que Chandler consideraba Hollywood «un cementerio de talentos» fue un acicate importante en su proyección literaria. Había pasado por un largo purgatorio de aprendizaje del oficio de novelista cuando ya tenía más de cuarenta años. Escogió un género popular y se lanzó de cabeza a escribir relatos luctuosos para las publicaciones Black Mask y Dime Detective, que pagaban miserablemente la palabra manchada de sangre. Pacientemente, imbricó su clásica educación british, su afiladísima observación, el sarcasmo acorazado del sentimental, la destreza para urdir diálogos de agilidad gimnástica y ese espíritu idealista que tantas veces chocó con la inmutable realidad. Tipo inteligente y culto, desentrañó el estilo de los mejores en el género, especialmente el de Dashiell Hammett, pero cuando tuvo que apostar por el trago largo de la novela, prefirió olvidar el hierático objetivismo de Hammett basado en la descripción externa (behaviorista) de los personajes apostándolo todo a la narración visceralmente subjetiva e impregnada de amargo lirismo. Así, con cincuenta años, logró terminar El sueño eterno, que inaugura la saga novelística del bueno de Philip Marlowe.
La entrada de Marlowe en Hollywood con los filmes The Falcon Takes Over, de Irving Reis, Historia de un detective, de Edward Dmytryk (ambos adaptaciones de Adiós, muñeca) y Time to Kill, dirigida por Herbert I. Leeds a partir de la novela La ventana siniestra, también supuso la de su creador, que fue contratado como guionista por la Paramount. El trabajo estaba bien pagado y carecía de estrés. Pese a su tendencia al aislamiento y la soledad, el neófito guionista hizo buenas migas con algunos compañeros y buscó la cálida compañía de secretarias. El productor John Houseman recuerda a un Chandler babeante y procaz cuando olía el perfume premeditado de las chicas del estudio, una actitud que chocaba con las atildadas maneras de las que normalmente hacía gala: «El sistema de la escuela pública inglesa, que tanto le gustaba, había dejado en él su marca sexualmente destructora. La presencia de mujeres jóvenes —secretarias y muchachas que entraban y salían de los estudios— le turbaba y excitaba. Su voz era normalmente baja, y hablaba en un ronco susurro al pronunciar esas obscenidades juveniles que él hubiera sido el primero en reprobar de haber sido pronunciadas por otro».
Para el novelista, Hollywood significó la vuelta al alcohol y las citas clandestinas. Había dejado de beber y vuelto a las faldas de su esposa Cissy —veinte años mayor que él— después de haber sido despedido de su empleo en una empresa petrolera por sus curdas y desapariciones misteriosas. Sobrio pasó años picando piedra y buscando un estilo literario original. Ahora volvía a ser un niño con barra libre en la tienda de chucherías.
Su primer encargó fue convertir la novela Double Indemnity de James M. Cain, de quien en correspondencia dijo que le parecía «un Proust con un mono de trabajo sucio de grasa», en libreto cinematográfico. Para ello se puso a trabajar con el guionista y director Billy Wilder. El odio entre el escritor educado y el cineasta desinhibido no tardó en empañar las horas de trabajo conjunto. Según explica Frank MacShane en La vida de Raymond Chandler, el autor de Adiós, muñeca envió un informe a los responsables de la Paramount detallando todo aquello que, a su criterio, eran ofensas de Wilder hacia su persona. No soportaba que el director deambulara por la habitación blandiendo una fusta o que le ordenara abrir y cerrar la ventana. Más allá de la enemistad fraguada, Perdición se convirtió en una de las mejores obras de Wilder y en referente del género negro.
Extremadamente susceptible, suspicaz y temeroso de que se le tratara con condescendencia, Chandler pasó buena parte de su etapa hollywoodiense inmerso en polémicas con productores y directores. Admiraba a los grandes creadores, de ahí que respetara a Howard Hawks, que se encargó de dirigir El sueño eterno para la Warner. En el guion participó William Faulkner, otro de los novelistas que se embarcaron en la aventura del cine para esquivar estrecheces intrínsecas al arte de escribir. Es bien conocida la anécdota, y significativa de los problemas que siempre tuvo Chandler con las tramas de sus novelas, durante el rodaje de El sueño eterno según la cual Hawks envió un telegrama a Chandler para que le dijera quién había matado a Owen Taylor, el chófer de los Sternwood. La lacónica respuesta fue: «No tengo ni idea». Aunque no contribuyó en el guion, el autor quedó satisfecho con la adaptación de Hawks/Faulkner. Siempre se imaginó a Marlowe en la piel de Cary Grant, pero la presencia de Humphrey Bogart le pareció convincente. «Bogart sabe ser duro sin una pistola. Además tiene aquel sentido de humor que contiene un sutil matiz de desprecio. Bogart es un artículo genuino», escribió.
Alcohol e inyecciones
En 1945, Chandler convirtió un relato atragantado en guion de cine.La dalia azul supuso una experiencia angustiante. Para empezar, estaban los recelos por la capacidad artística de George Marshall, artesano de estudio al que se encargó la dirección del film. Y luego no faltaron los encontronazos con los gerifaltes de la Paramount. El guion avanzaba bien hasta las puertas del desenlace, momento en el cual empezaron las dudas y el encallamiento. En nada ayudó que los responsables del estudio ofrecieran una sustanciosa bonificación a Chandler si terminaba el libreto en el plazo estipulado. El inseguro novelista se lo tomó como un insulto y la puesta en duda de su profesionalidad. Por ello propuso al productor Houseman un plan demencial: acabar el guion completamente borracho. Necesitaba varios coches que fueran a su casa a recoger el material que escribía durante el día, la ayuda de seis secretarias que se irían turnando, alcohol a mansalva y un médico que le procurara las inyecciones de vitaminas necesarias para suplir la falta de alimentos. Así fue como el guionista terminó la escritura de La dalia azul. Sin ser una obra de calidades sobresalientes, La dalia azul, protagonizada por Alan Ladd y Veronica Lake, funcionó bien en taquilla, salvaguardó el prestigio de Chandler y le valió una nominación al mejor guion original en los Óscar.
Cada vez más familiarizado con la técnica cinematográfica se atrevió a cuestionar la traslación de su narrativa en primera persona al lenguaje cinematográfico a través de la cámara subjetiva que Robert Montgomeryutilizó en La mujer del lago. Le molestó que, pese a mostrar sus reservas y haber abominado del proyecto, el film de Montgomery se convirtiera en objeto de alabanzas por parte de la crítica y cosechara un notable éxito de público.
En 1947 firmó contrato con la Universal para escribir un guion a cuatro mil dólares semanales. EntregóPlayback, guion que nunca se rodó pero que años más tarde utilizó para escribir la novela del mismo título. Chandler empezaba a estar harto de su trabajo alimenticio en el cine. Sin embargo todavía le esperaba una última colaboración en Hollywood. Esta vez con Alfred Hitchcock y partiendo de material literario de Patricia Highsmith. En principio, Chandler y Hitchcock se llevaron bien. El escritor admiraba el talento del cineasta y su destreza en la narrativa visual. Pronto, no obstante, aparecieron las diferencias y se fraguó el mal rollo. Chandler empezó a irritarse con las visitas a su casa y el control sobre su trabajo por parte de Hitch, así que se dedicó a burlarse del sobrepeso de este. No fue la mejor despedida del mundo del cine. El guionista se sentía incómodo con Extraños en un tren. La encontraba abrumadoramente inverosímil, un aspecto que nunca preocupó demasiado al cineasta. El guion que entregó Chandler fue, como de costumbre en la industria, modificado y maquillado por otros guionistas.
En el artículo «Escritores en Hollywood» el novelista dejó constancia de sus impresiones sobre la ingrata labor de los guionistas:
El arte básico del cine es el guion; es fundamental, sin él no hay nada… Pero en Hollywood el guion lo escribe un escritor asalariado bajo la supervisión de un productor; es decir, un empelado sin poder de decisión sobre el producto de su trabajo, sin derecho de propiedad sobre ello y que, por muy extravagante que sea su paga, apenas recibe honores por ello.
Desentrañó el arte del guion:
El truco de escribir para el cine está en decir mucho con poco, y después suprimir la mitad de ese poco y aun así seguir conservando un efecto de soltura y movimiento natural.
Y no se olvidó de repartir estopa a los ejecutivos de los estudios:
Algunos son humanos y capaces, y otros son individuos abyectos, con la moralidad de una cabra, la integridad artística de una máquina tragaperras y los modales de un jefe de plantilla con delirios de grandeza.
Como en los casos del citado Faulkner, Scott Fitzgerald (destacable Domingos locos. Scott Fitzgerald en Hollywood, de Aaron Lathman), Steinbeck, Gorki o Huxley, la etapa hollywoodiense de Chandler no fue la más feliz de su vida, aunque probablemente fuera necesaria para emprender su etapa de madurez como novelista. Lejos del deslumbrante neón, apartado del trago fácil y las chicas predispuestas, volvió a la silenciosa rutina de la máquina de escribir, a cuidar a su Cissy («Durante treinta años, diez meses y dos días fue la luz de mi vida, mi única ambición. Todo lo demás que hice fue para alimentar el fuego en el que ella pudiera calentarse las manos», escribió el cansado e incurable romántico) y a cultivar un herrumbroso pesimismo siempre al borde del vacío. Fue así como escribió El largo adiós. Su obra maestra. Una obra maestra.
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