Diálogos de ciencia y ficción
Publicado por Juan José Gómez Cadenas y Cristian Campos
Cristian Campos: Hace tres meses tú y yo publicamos en esta misma revista un debate sobre Interstellar. Quizá sería buena idea ampliar ese debate a otras películas de ciencia ficción de los últimos años que comparten con la película de Christopher Nolan la voluntad de tratar la ciencia desde un punto de vista adulto o, como se dice en determinados sectores, «duro». Y, ya puestos, quizá podríamos ampliar ese debate a la imagen que se da de la ciencia y de la tecnología en los medios de comunicación y de cómo esa imagen influye en la política científica de los gobiernos (y, por lo tanto, en la vida de los ciudadanos). ¿Empezamos por el cine?
Juan José Gómez Cadenas: Las últimas tres películas de ciencia ficción que he visto (Gravity, Interstellar yMarte) comparten una tendencia muy interesante. A saber: se toman la ciencia en serio, tanto en la narración como en su defensa de lo que yo llamaría el poder redentor de la ciencia.
Aunque en todas ellas hay alguna concesión a factores prácticos o estéticos (si no recuerdo mal a nadie se le ponen los pelos de punta en gravedad cero, algo inevitable pero poco fotogénico), en ninguna se toleran simplezas y errores de bulto, como el ruido de explosiones en el vacío o naves que aceleran a 10 g sin que nadie se despeine. El caso de Interstellar ya lo tratamos en el artículo que has mencionado. Tratándose de una apuesta tan ambiciosa, los registros en los que se mueve la película de Nolan van desde la ciencia de hoy hasta especulaciones bastante arriesgadas, aunque todas con un fundamento sólido. No olvidemos que un tipo de la talla de Kip Thorne ha escrito un libro entero explicando la física que se maneja en la historia.
En ese sentido, tanto Marte como Gravity son más sencillas y se mueven en el registro de la ciencia y la tecnología de hoy. En ambas hay alguna que otra exageración, pero son más que aceptables. Si comparamos este trío con algunas de sus predecesoras más o menos cercanas en el cine de ciencia ficción (por ejemplo las dos películas sobre asteroides destructores, ambas muy pobres desde el punto de vista científico) o la infame Prometheus (¿qué se había metido el amigo Ridley Scott cuando decidió dirigir eso?) la mejora ha sido enorme y creo que va en la dirección correcta, entretener a la vez que educar. ¿Qué opinas?
C. C.: Creo que una película de este tipo podría considerarse una excentricidad. Dos, una casualidad. Pero tres son una tendencia. Y eso es lo que ha pasado con Gravity, Interstellar y Marte. Es difícil juzgar con distancia crítica un periodo de apenas tres o cuatro años, pero si me he de mojar diría que el cine de ciencia ficción se está poniendo serio porque una parte del público se está poniendo serio. Es un público no masivo pero sí muy influyente: el tipo de espectador que arrastra a otros espectadores al cine. El resultado son cifras de taquilla más que respetables.
El caso es que siempre ha habido películas de ciencia ficción con vocación de respetabilidad desde el punto de vista científico y narrativo, pero es ahora cuando han surgido un puñado de películas que a esos dos factores añaden el que acabo de mencionar: la comercialidad. Tanto Gravity como Interstellar como Marte son películas solventes científica y narrativamente, pero también éxitos de taquilla. Interstellar, por ejemplo, recaudó seiscientos setenta y cinco millones de dólares cuando su coste de producción fue de ciento sesenta y cinco millones. Primer, Moon y Otra tierra, sin ir más lejos, no eran películas comerciales. Y ese, el de la ciencia ficción dura pero solvente en taquilla, es un fenómeno relativamente nuevo (el éxito de 2001: Una odisea del espacio fue una feliz e inesperada excepción a la regla). Y por eso estamos hablando de él en Jot Down.
Pero lo importante no es tanto el hecho de que esas películas hayan surgido ahora como el porqué lo han hecho. Y aquí me mojo de nuevo: la ciencia ha entrado en la cultura pop. Científicos como Steven Pinker, Richard Dawkins o Lawrence Krauss son ahora tan populares como muchos actores, cantantes y escritores de bestsellers. Todos ellos venden decenas de miles de libros, hacen giras de conferencias con llenos absolutos, aparecen en televisión de forma regular y han logrado borrar la frontera que separaba hace apenas unos años la divulgación científica (es decir los libros de ciencia sin fórmulas) del mundo del espectáculo.
A mí me gustaría preguntarte una cosa. ¿Cómo ven los científicos esta popularización de la ciencia dura? ¿Como una traición inaceptable que frivoliza el trabajo de miles de científicos que no viajarán jamás a Marte o que nunca descubrirán cómo viajar en el tiempo, o como una pequeña concesión en la que el fin (el aumento de las vocaciones científicas y de los presupuestos destinados a investigación) justifica los medios?
J. J. G. C.: Antes de responder a tu pregunta quiero darle una vuelta al argumento de la ciencia ficción seria. Considera 2001: Una odisea del espacio. La película es de 1968, nada menos. La dirigió un monstruo del cine con la ayuda de uno de los más grandes escritores de ciencia ficción de la historia. Casi roza ya el medio siglo. Pero no tiene nada que envidiarle a los excelentes filmes que estamos comentando, se adelanta cinco décadas a ellos en su tratamiento riguroso (y atrevido) de la ciencia, fue un éxito de taquilla y no ha desaparecido de nuestro imaginario colectivo. Interstellar, como bien sabes, se mira en el espejo de Kubrick y Clarke, igual que aquel tatarabuelo nuestro se miraba, asombrado, en el monolito.
Y, sin embargo, diez años más tarde, George Lucas arrasa con la saga de Star Wars, que no es otra cosa que un wéstern con naves espaciales en lugar de carromatos. ¿Qué ha ocurrido?
Siguiendo con tu ejemplo de arriesgar hipótesis. Durante las dos o tres décadas que siguieron a la II Guerra Mundial, la ciencia adquirió un prestigio enorme en los Estados Unidos (que emergió como potencia victoriosa gracias a su tecnología superior y que inventó la bomba atómica) y por ende en el resto del mundo. Hay que recordar que 2001: Una odisea del espacio se estrena un año antes de que Neil Armstrong pise la superficie de la luna. En la década de los sesenta, la sociedad norteamericana está convencida de que la ciencia puede conseguirlo todo. Es la época en la que se cree que la fisión nuclear puede producir energía ilimitada y que la fusión está a la vuelta de la esquina. La época en que se cree que la exploración de Marte es inminente y que el coche volador será una realidad pasado mañana. Los científicos atómicos en Estados Unidos y otros países avanzados (entre los que, desgraciadamente, no está incluida España) manejan presupuestos enormes. El CERN está en pleno auge, la física de partículas elementales (mi propio campo) o la NASA prosperan, apoyadas por la fe incondicional tanto de los políticos como del público general.
Pero a finales de los setenta las cosas han cambiado. La sucesivas crisis del petróleo (1973 y 1979) han hecho más que patente que el mundo no funciona gracias a la energía atómica sino gracias al petróleo, cuya producción está en manos de un cartel. El accidente de Three Miles Island, en 1979, sirve como detonador del movimiento antinuclear, que a su vez supone un cambio de actitud en una parte de la población. La ciencia ya no es la panacea universal y comienza a mirarse con desconfianza. El libro La primavera silenciosa de Rachel Carson se ha divulgado ampliamente y el movimiento ecologista toma fuerza, oponiéndose al uso de pesticidas, a la energía nuclear y a lo que se percibe como abusos de la ciencia y/o de la tecnología, en aras de los intereses económicos de las elites.
Para cuando llegan los años ochenta, la ciencia ha perdido su glamur y la tecnología, aunque sigue avanzando y mejorando la vida del ciudadano de a pie, ha perdido su promesa de redención. El programa Apolo termina en 1975 y ya nadie piensa en llegar a Marte en lo que queda de siglo. La ciencia básica se refugia en su torre de marfil, tolerada por los políticos y por el gran público, pero ya no es admirada. El Super Conducting Super Collider, que debía haberse adelantado al LHC del CERN en una década, es cancelado en 1993, en lo que supone un claro bofetón a la hasta entonces sacrosanta física de partículas en los Estados Unidos. Los títulos de ciencia ficción que nos encontramos en los ochenta incluyen la saga de Superman, Heavy Metal, Blade Runner, La zona muerta, El guerrero del mundo perdido, la saga de Star Trek y, cómo no, Terminator.
Los noventa no andan mucho mejor y en 2001 llega El Señor de los Anillos. El público nunca deja de interesarse por aspectos exóticos de la física (como los viajes en el tiempo y las contradicciones asociadas a los bucles temporales), pero la ciencia se ridiculiza (Viaje al futuro), se ignora (Superman y en general todas las sagas de superhéroes que, por cierto, siguen gozando de buena salud) o incluso se sospecha de ella (Terminator es uno de los muchos ejemplos en los que los robots son los malos de la película, en fuerte contraste con los androides de Isaac Asimov).
Entre tanto, los científicos profesionales se dedican a lo suyo. Hasta primeros de siglo había poca divulgación científica y la que había solía ser rigurosa y más bien pensada para un público bastante selecto. Es muy notable que uno de los mayores pioneros de la popularización de la ciencia, el gran Carl Sagan, fuera atacado con bastante saña por sus colegas, precisamente por dedicarse a la divulgación (y por el gran éxito que tuvo, me temo). Sin embargo, Sagan se estaba anticipando al fenómeno que tú comentas.
A día de hoy, hay toda una escuela de divulgadores de gran éxito, muchos de los cuales son o han sido también científicos de primera línea. El fenómeno viene acompañado de otros que le hacen eco. Las universidades empiezan a invertir mucho más dinero en divulgación y los científicos profesionales se encuentran con que se espera de ellos que dediquen una parte de su tiempo a popularizar su ciencia. Recientemente, Emiliano Bruner ha descrito en un artículo muy lúcido las luces y sombras de esta nueva moda.
En cierto modo, creo que nos encontramos con un nuevo cambio de viento. La ciencia vuelve a ser percibida como algo esencial por el ciudadano. En parte por su enorme impacto en áreas como la salud (estoy pensando en la imagen médica, los tratamientos contra el cáncer o la casi total victoria sobre el sida) y en parte porque cada vez se es más consciente de que nuestro estilo de vida está fundamentado en (y depende de) la ciencia y la tecnología. Seguimos funcionando a base de quemar gasolina, pero todo el mundo entiende que el cambio climático es una realidad con la que va a haber que lidiar. Y para ese viaje se precisan las alforjas de la ciencia.
Y es en ese contexto donde podemos leer el resurgir de las películas de ciencia ficción dura. Interstellar retoma un viejo tema, el de la humanidad arruinada por culpa suya (el cambio climático). Una humanidad que, al renegar de la ciencia, se condena a una extinción de la que solo la ciencia puede salvarla. Y Marte es, en muchos aspectos, un panfleto de la NASA recordándonos que seguimos teniendo pendiente un viaje tripulado a Marte.
Por fin, respondo a tu pregunta. ¿Cómo ven los científicos la popularización de la ciencia ? Yo creo que bien. Todos comprendemos que es una necesidad (hace falta convencer a los políticos para que nos financien), una obligación (el ciudadano cuyos impuestos pagan mi trabajo tiene todo el derecho del mundo a que le explique lo que hago, por qué y para qué) y, para gente como yo, un placer y una oportunidad.
Hace unos años, el divulgador científico tendía a ser arrogante y a aproximarse al público en plan lección magistral. Hoy, más de uno peca de lo contrario. Se llega a veces a la payasada y el esperpento. Pero se están descubriendo muchas fórmulas interesantes. Por ejemplo, la gente de Naukas monta cada año en España auténticas ferias de la ciencia donde lo mismo te encuentras a un científico de prestigio desgañitándose para explicar lo que hace, que a Natalia Ruiz Zelmanovitch mezclando ciencia con teatro, vodevil y poesía. El Donostia International Physics Center (DIPC) dedica una parte de su presupuesto al proyecto Mestizajes, en el que colaboro y donde se buscan (e incluso se inventan) territorios comunes a la ciencia, la música y la literatura. Emiliano Bruner mantiene un blog de música y antropología y el biólogo teórico Diego Rasskin mantiene en Jot Down un blog, Metáforas de ajedrez, donde conecta diferentes aspectos de la ciencia y la literatura con las sesenta y cuatro casillas. Y estos son solo algunos ejemplos. El país realmente cuenta con una cantidad creciente de excelentes divulgadores, algo casi inexistente hace un lustro.
Volviendo al cine, estoy convencido de que el mercado responde precisamente a ese espectador que quiere saber más de lo que es real (de Marte por ejemplo) y que está un poco harto de rayos láser y batallas galácticas. Por otra parte, me preocupa un poco una tendencia que detecto en los tres filmes, y es que en ellos la ciencia y/o los científicos acaban por operar milagros. El caso de Interstellar es el más claro. En ella asistimos a una salvación en toda regla de la humanidad. Pero también vemos a la protagonista de Gravity y al de Marte salvarse gracias al poder de la ciencia. Creo que las películas responden a un convencimiento por parte del ciudadano de que la ciencia y la tecnología lo pueden todo. Y eso es peligroso. Por poner un ejemplo obvio, todo el mundo está muy contento con unos acuerdos de mínimos para combatir el cambio climático, pero si echas las cuentas verás que el problema está muy lejos de poder resolverse. De hecho, no está claro en absoluto que sepamos cómo resolverlo. Me preocupa esta fe ciega en la ciencia que parece resurgir en estas películas. ¿Tú cómo lo ves?
C. C.: Me parece que la fe ciega en la ciencia (suponiendo que exista algo parecido a la «fe ciega en la ciencia») es preferible a la fe ciega en cualquier tipo de superstición o, aún peor, en todas esas pamemas que pretenden pasar por ciencia alternativa. El propio nombre es absurdo. ¿Alternativa a qué? ¿A la ley de la flotabilidad de Arquímedes? ¿A la de los fluidos dinámicos de Bernoulli? ¿A la de las presiones parciales de Dalton? Si sus defensores demuestran que esa ciencia alternativa refuta alguna de esas leyes recibirán el Nobel. ¿A qué están esperando?
Cada vez que he escrito sobre este tema se ha liado una batalla campal en los comentarios que ríete tú de la II Guerra Mundial. La acusación más frecuente es la de que la ciencia se ha convertido en una religión más. Y en una religión especialmente deshumanizada y falta de empatía. Supongo que lo que se quiere decir en realidad es que la ciencia ha adquirido algunos de los rasgos distintivos de la fe. A mí eso no me preocupa. Creo que lo interesante no es tanto que la ciencia haya ocupado una parte del espacio que antes ocupaban las religiones como el horizonte moral que eso representa: al menos ahora hemos depositado nuestra fe en algo «real».
Lo verdaderamente grave es lo que está haciendo el periodismo con la ciencia. El diario La Vanguardia, por ejemplo, tiene una sección, La Contra, en la que se da cabida a todo tipo de locos, chalados y conspiranoicos. Uno que dice que te puedes alimentar exclusivamente de luz solar, otro que dice que el cáncer es un estado de ánimo, otro que dice que las vacunas matan… El cinismo con el que el periodismo le da voz a estos tipos es nauseabundo. Por supuesto, La Vanguardia es una empresa privada y puede volcar en sus páginas todas las tonterías que le dé la gana. Yo, por mi parte, soy libre para decir que peor que el analfabeto que defiende memeces es el cínico que le da un altavoz para que las esparza a los cuatro vientos. Si se están riendo de esos pobres locos, malo. Y si creen que la opinión de esos locos merece ser escuchada, peor. Y digo peor 1) porque al periodismo se llega alfabetizado de casa, y 2) porque el periodismo se sustenta sobre una única columna: el pacto con el lector de que lo que se dice en las páginas del diario es verdad. Si dinamitas esa columna, que ya está lo suficientemente carcomida por todo tipo de intereses confesos y no tan confesos, ¿quién me dice que lo que se publica en el resto de páginas del diario es cierto? ¿Para qué necesito yo un diario, entonces?
Y por eso, y puesto en la tesitura de escoger entre dos males (el analfabetismo científico y la fe ciega en los hipotéticos milagros de la ciencia), me quedo sin dudarlo con el segundo. En esto hay que ser un poco maquiavélico porque el otro bando tiene a todos los crédulos del mundo a su favor. Y los crédulos suelen tener una fuerza de voluntad a prueba de bomba.
Ahora te lanzo yo una pregunta. ¿Cuáles son las investigaciones científicas en curso con más potencial «peliculero»? Es decir aquellas que convenientemente exageradas y simplificadas podrían sostener el argumento de una película de ciencia ficción. Los aficionados a la ciencia ficción ya estamos cansados de viajes en el tiempo y agujeros negros. ¿Dónde está la ciencia de vanguardia que ha de alimentar la ciencia ficción del siglo XXI?
J. J. G. C.: Estoy esencialmente de acuerdo contigo, aunque, precisamente por mi formación como científico, me cuesta tener fe ciega en nada. Pero creo que la ciencia nos proporciona una buena forma de entender el mundo, incluyéndonos a nosotros mismos.
En cuanto al periodismo y la ciencia, aquí habría mucho que hablar y nos arriesgamos a llevarnos algunos capones. De entrada, suscribo al 100% lo que cuentas y me parece de una irresponsabilidad criminal que periódicos y revistas promocionen terapias y tratamientos alternativos (¿alternativos a qué?, como bien dices tú) que no son otra cosa que el viejo timo del crecepelo, el ansiado bálsamo de Fierabrás o, para decirlo en plata, burdos timos. El fenómeno de las seudociencias y la indulgencia en el pensamiento mágico va en aumento. De hecho, mi último artículo en Jot Down toca el tema de lleno y acabo de firmar, junto con otros cincuenta científicos, una carta que ha publicado El País.
El problema es grave. Para empezar, porque cuesta vidas, tal como cuento en «Requiem por Mario». Y, para seguir, porque contribuye al estado general de complaciente desinformación en la que parece que nos encanta sumir al ciudadano. La sociedad en la que vivimos no se concibe sin la ciencia. Empezando por la medicina (desde la vacuna a la imagen médica, pasando por el tratamiento contra enfermedades antaño mortales y hoy ya crónicas, como el sida o la diabetes) y siguiendo por las comunicaciones (desde el móvil a san Google) y el transporte (desde el AVE hasta el avión barato pasando por el automóvil que tenemos). Desde la alimentación de calidad (que sería inconcebible sin los avances de los últimos cien años) hasta el acceso a la educación, somos lo que somos gracias a la ciencia y la tecnología que se basa en esta. Pero los políticos cicatean su financiación, determinados grupos ecologistas se oponen de manera irracional a no pocos avances científicos (por poner un ejemplo, la oposición al arroz dorado me parece delictiva) y los periódicos y revistas promocionan el pensamiento mágico y la brujería new age.
En España hay que añadir el hecho de que los periodistas tienen una formación muy deficiente en ciencia. Es algo que está empezando a cambiar, pero todavía estamos muy atrás comparado con los países anglosajones. Supongo que esa deficiencia, en el fondo, es parte del analfabetismo científico en España. En los Estados Unidos se publican cada año (y se venden bien) docenas de títulos sobre ciencia. Libros recientes, de excelente nivel y para todos los públicos, que abarcan desde las matemáticas a la robótica, pasando por la física de partículas o la biología molecular. Como los libros se venden aceptablemente bien, no es infrecuente que buenos científicos dediquen una parte de su actividad a escribirlos. Además, hay toda una generación de periodistas-científicos (e incluso de científicos-periodistas) que pueden vivir aceptablemente de divulgar la ciencia. España es un auténtico desierto, te lo digo por experiencia como autor de ficción y de ensayo y como científico profesional.
En cuanto a la ciencia y sus temas peliculeros. Coincido contigo en que los agujeros negros ya están bastante explotados, pero creo que los viajes espaciales y los encuentros con ET seguirán dando de sí. No podemos evitarlo, nos come la curiosidad, el ansia de viajar y también el miedo a estar solos en la galaxia.
Otro clásico que creo que aún podemos explotar (y la bola ya está rodando) es el de los robots y la inteligencia artificial. Los avances en ese campo están acelerando. Ya hemos visto filmes bastante potables, como el reciente Ex Machina (donde se manejan buenas ideas, aunque a mí me cabreó enormemente el desenlace), por no hablar del clásico de Spielberg I.A. Inteligencia artificial.
Otro tema que puede dar de sí en el cine y que ya ha sido bastante bien tratado en la novela es el de la nanotecnología. No me sorprendería ver pronto, por ejemplo, una adaptación de La era del diamante de Neal Stephenson. En general, creo que el cyberpunk y el postcyberpunk son filones de la ciencia ficción escrita que el cine ha explotado poco.
En el campo de la biología hay muchos otros filones, también tratados en la literatura y menos en el cine. Desde la manipulación genética (ahí tenemos excelentes filmes, como Gattaca) hasta el hombre híbrido, mitad humano, mitad cíborg. Muchos de estos temas han sido tratados por el cine, pero a menudo de manera bastante infantil. Creo que hay bastante espacio para revisitarlos en esta nueva oleada de ciencia ficción seria.
A mí me interesa preguntarte por un tema análogo. La ciencia ficción también ha tenido siempre una componente de avances y retrocesos sociales: las utopías y las distopías. Ahí tenemos desde trabajos tan esenciales como Un mundo feliz de Huxley (que no sé si ha tenido una buena versión cinematográfica) hasta el rudimentario pero taquillero Mad Max, pasando por Blade Runner y tantos otros. Mi última novela (Spartana, publicada por Espasa) es, de hecho, una distopía en la que identifico la ciencia como la única redención posible para una humanidad cada vez más ignorante, pobre y sometida al capricho de las élites. ¿Qué opinas al respecto? ¿Crees que el cine de ciencia ficción seria se atreverá a revisar este terreno? ¿O nos quedan aún muchos Juegos del hambre que sufrir?
C. C.: A las utopías hay que cogerlas con pinzas últimamente porque vienen cargadas de ideología. A mí me sorprendió ver cómo a mucha gente le pasaba desapercibida la distopía que plantea Interstellar, que es la de un mundo dominado por el discurso anticientífico y consparanoico. Una buena parte del público se quedó únicamente con la distopía ecologista de las cosechas arrasadas. Pero no captó la distopía ideológica porque para ellos ese mundo, esa distopía, es aceptable. El Roto, el dibujante de El País, tiene por ejemplo decenas de chistes en los que arremete contra las farmacéuticas, las vacunas y la ciencia en general. Intuyo que su utopía es un mundo sin ciencia. Así que lo que para mí es una distopía, para El Roto y otros como él es una utopía: un mundo controlado ideológicamente por los antivacunas, los homeópatas y una burocracia ideológica y no racionalista. Un mundo que se ha rebelado contra las luces de la razón.
De hecho, esa burocracia ya la tenemos aquí. Es el caso de algunos partidos políticos cuya relación con la ciencia y el racionalismo es conflictiva, por no decir inviable. Unos por prejuicios religiosos y otros por prejuicios redentoristas y magufos. Así que cuando hablamos de utopías y distopías hay que definir primero de qué hablamos. Gattaca, por ejemplo, es ciencia ficción política. No mucha gente lo ve así. Aunque entiendo por qué ese es un terreno tan poco explorado en el cine. Lo entiendo porque, desde el punto de vista del director, no suele salir gratis rebelarte contra la irracionalidad de la masa. Yo a veces digo, medio en serio medio por tocar los cojones, que la ciencia es de derechas. Es una boutade, pero creo que cualquiera con más de dos libros a cuestas puede entender qué quiero decir con esa frase. La realidad suele ser profundamente de derechas.
J. J. G. C.: A tenor de este diálogo decidí revisitar Her y creo que podría incluirla en esa lista de buenas películas de ciencia ficción que sin embargo no renuncian a ser atractivas comercialmente, junto a Marte, Gravity oInterstellar (aunque creo que Interstellar, sinceramente, juega en otra liga).
Her plantea uno de los problemas asociados a la singularidad: el momento en el que la inteligencia artificial —o el OS, como se le llama en la película— se vuelve tanto más inteligente que su creador que dejamos de interesarle. Pero el enfoque me parece muy inteligente: Samantha no deja de amar a Theodore, incluso cuando tiene que dejarlo atrás. También me interesa la sugerencia final, la posibilidad de que ambos puedan volver a amarse cuando Theodore gets there, es decir cuando los hombres consigan superar sus propias limitaciones y volverse tan inteligentes como sus inteligencias artificiales (de hecho, fundirse con ellas). Todo eso es standard lore transhumanista, pero encuentro el tratamiento en la película muy afortunado.
Otro detalle que me parece realmente bueno es la interpretación de Scarlett Johansson como Samantha. Su maravillosa voz consigue crear un personaje adorable y sugerente, sensual y amigable a pesar de que (o quizás debido a que) no la vemos nunca. Menos afortunado (pero pasable) es la concesión a la galería con los «polvos mentales» entre Samantha y Theodore. En resumen, una película que me parece afortunada, aunque como bien dices, esquiva distopías complejas.
Respecto a tu comentario de que hay que llevarse cuidado con las distopías, me llevé una gran sorpresa cuando propuse a mi traductora (Cristina) la traducción de Spartana al italiano. Materia Extraña, mi anterior novela, se tradujo y vendió bien. Pero en el caso de Spartana (que considero una obra más interesante) el hecho de tratarse de una distopía bastante crítica la hizo imposible de colocar, según me aseguraba Cristina.
Si te fijas, el cine actual nos vende pocas películas realmente inquietantes. Ciertamente, la serie de Los juegos del hambre es inocua, así como el resto de productos similares: Divergente, El corredor del laberinto, etcétera. Son fórmulas enlatadas que en el fondo (y no hay que profundizar mucho) participan de la misma posición que en Avatar se ve magníficamente. Los buenos son los «indios» (ecologistas, unidos a la Tierra, conectados al Todo, jinetes de dragones y medio telépatas) y los malos son los «tecnovaqueros», con sus máquinas y sus robocops. Para colmo, en Avatar los científicos son un cliché formidable, unos simples que no se enteran de nada. La fórmula con variantes se repite una y otra vez en las varias distopías y series pretendidamente ciencia ficción que en el fondo se diría que son anticiencia ficción.
C. C.: Respecto a Her, aprovecho para preguntarte a ti, que eres el experto. ¿Es posible para un sistema cualquiera, pongamos una inteligencia artificial, comprender nada que sea más complejo que él mismo? O mejor dicho: ¿Puede un sistema cualquiera comprender una realidad superior de la que él mismo forma parte?
Aquí habría que aclarar qué entendemos por «comprender» y por «complejidad», pero vamos a un ejemplo extremo. ¿Puede un ordenador «comprender» el universo cuando ese mismo ordenador es «universo»? ¿Y no es eso exactamente lo que ocurre con la inteligencia artificial? A fin de cuentas, el concepto de inteligencia es una construcción humana. No hay nada de inteligente en un quark o en un electrón, solo fuerzas físicas y pura abstracción matemática. Inteligencia es solo la palabra con la que definimos una serie de interacciones determinadas en detrimento de otras a partir de cierto nivel de complejidad física. Así que, ¿qué queremos decir cuando especulamos con ese momento en el que la inteligencia artificial será más inteligente que aquellos seres que han inventado no solo el concepto de inteligencia artificial sino el mismo concepto de inteligencia? ¿No es eso ontológicamente imposible? ¿Y no debería ser ese el tema por excelencia de la ciencia ficción dura del futuro?
J. J. G. C.: Sobre Her, la pregunta que me planteas es muy interesante. Pero, si te fijas, no necesitas una inteligencia artificial para plantearla, se puede aplicar perfectamente a la inteligencia humana. El cerebro humano (la máquina más compleja del universo conocido) es parte del universo que intenta describir y la noción no es en absoluto baladí.
Para empezar, el universo que percibimos (y del que formamos parte) solo nos es accesible a través de nuestros sentidos y comprensible a través de nuestra maquinaria intelectual. El hecho, en sí mismo, implica un sesgo importante. Los humanos vemos el rojo, pero no el ultravioleta, así que el mundo que percibimos tiene un espectro de colores diferente al de otros animales (u otros posibles seres inteligentes). Nuestro sentido del olfato es relativamente pobre. Comparado con el de un perro somos medio ciegos al mundo de los olores. Todo eso afecta a nuestra forma de percibir el mundo y de describirlo. Somos animales bípedos y terrestres, con manos capaces de sujetar objetos, y nuestra tecnología (que mediatiza nuestra visión del mundo) responde a esos patrones, al igual que nuestra ciencia.
Uno podría preguntarse si los delfines no han evolucionado hacia una inteligencia tecnológica debido a su condición de mamíferos acuáticos. Disponen de un cerebro comparable al nuestro pero no de nuestras extremidades. Desarrollar el fuego (y a partir de ahí la metalurgia) no es fácil en un medio acuático e incluso no resulta obvio interesarse por ciclos y patrones celestiales, que son útiles para la agricultura y que, con el tiempo, darán lugar a la astronomía. En resumen: nuestra inteligencia no es un observador externo de un universo ajeno a ella, sino parte de este.
En ese sentido, por supuesto, uno tiene que tomarse la palabra «inteligencia» con un grano de sal. Por un lado, nuestra capacidad de reaccionar frente a situaciones inesperadas y manipular el entorno que nos rodea no tiene nada de relativo. Hay un elemento absoluto muy claro en la inteligencia, aunque las mismas modas seudopostmodernas que tanto se complacen en imaginar que tíos de tres metros subidos a un dragón le pueden dar para el pelo a un ejército de mercenarios armados con bombas atómicas también venden el relativismo en la inteligencia. No es infrecuente encontrarte con la opinión de que un tío como Einstein era inteligente solo a su manera pero que cualquier vecino podría superarle en otros aspectos (tales como la célebre inteligencia emocional).
Sin negar en absoluto que lo que llamamos inteligencia describe un conjunto muy amplio de aptitudes y que no es extraño encontrar individuos que sobresalgan en ciertos aspectos y sean deficitarios en otros, hay que llevarse ojo con la tabla rasa. Einstein nos daba sopa con ondas a la mayoría. Los humanos somos más inteligentes que los gorilas, que son más inteligentes que los perros, que son más inteligentes que las ranas, que superan en inteligencia a las moscas. Al final, hay una base física: cuántas neuronas empaquetas en tu cerebro y cuán bien conectadas están. Eso sí: cuando nos comparamos con otras especies dotadas de grandes cerebros, como los cetáceos, aparecen cuestiones más misteriosas, como la que se pregunta si basta con un gran e hiperconectado cerebro (el caso de los delfines o de las orcas) o hace falta algo más para desarrollar los aspectos más sobresalientes de la inteligencia humana, como su capacidad (y su necesidad) de interpretar el mundo e interpretarse a sí misma.
Y no te digo ya cuando mencionamos la conciencia, ese misterioso sentido del yo que nos hace vernos como entidades autónomas, separadas del resto del universo, como observadores de nuestra propia película. De nuevo, sin duda, hay una cierta gradación que depende de la complejidad. Una mosca es menos consciente que un perro, sin duda. ¿Pero estamos seguros de que un perro es menos consciente que un gorila y este menos que un delfín? ¿Y un delfín menos que un hombre? Yo he tenido muchos perros de pequeño y estoy seguro de que son conscientes. He visitado a los gorilas en Zaire y no me cabe duda de que también lo son. ¿Más o menos que nosotros? ¿Se puede cuantificar?
Quizás la gran diferencia con todos ellos es nuestro complejo lenguaje. Y de nuevo aparece la paradoja del huevo y la gallina. ¿Es nuestra consciencia y nuestra complejidad emocional la razón por la que desarrollamos el lenguaje (para representar nuestro universo interno) o, por el contrario, son una consecuencia del hecho de que desarrolláramos el lenguaje (quizás un accidente más de la máquina evolutiva)?
Y ya que esto es una conversación sobre cine (y por lo tanto sobre literatura), vale extender la pregunta a los sentimientos. El amor, por ejemplo. ¿Por qué Romeo y Julieta y sus miles de variantes a lo largo de la historia de la literatura y el cine nos emocionan tanto? ¿Porque capta nuestra capacidad para amar o porque Shakespeare, en ese momento, «inventa» un concepto de amor que tiene éxito y que a partir de ahí nos condiciona?
Otro ejemplo que me encanta es la noción del valor, en particular el valor del héroe. Cuando Héctor de Troya (sin duda el mayor valiente de la historia de la literatura) se enfrenta a Aquiles, hay un momento en que le entra el miedo y echa a correr, da vueltas y vueltas en torno a la muralla de Troya, perseguido por Aquiles. Homero no tiene ningún problema en mostrarnos a Héctor muerto de miedo porque en ese momento la noción del héroe que siempre da la cara y nunca huye todavía no ha tomado la forma que tomará después (y a la que contribuye de manera decisiva un personaje como Héctor, que podríamos decir que inventa el héroe, igual que Romeo y Julieta inventan el amor y Otelo inventa los celos).
El lenguaje condiciona nuestros sentimientos igual que nuestras ideas y de ahí la importancia que tiene hablar de cine, por baladí que parezca a veces. Porque hoy en día el cine, la televisión y los espectáculos visuales son la gran máquina de conformar sentimientos e ideas (en plata, de manipular).
En cuanto a tu pregunta, para entender una inteligencia artificial deberíamos entender la nuestra, cosa que no es el caso. Esa es la razón por la que la inteligencia artificial juega un poco con fuego, una idea que va calando en los últimos años. Me explico. En las últimas décadas, la explosión tecnológica nos está permitiendo construir ordenadores cada vez más potentes y creo que es factible que en unas pocas décadas podamos construir cerebros artificiales (basados en chips neuronales, de los cuales ya tenemos un ejemplo: el True North de IBM) con cientos o miles de millones de neuronas (True North ya tiene un millón), cada una de las cuales esté conectada a cientos o miles de otras neuronas. Esas neuronas, además, se activan más rápido que las nuestras, así que no es impensable que antes de final de siglo tengamos un cerebro artificial con una capacidad de cálculo en el rango de los exaflops y una paralelización masiva, similar o superior a la nuestra.
Y entonces, ¿qué? La respuesta no está ni mucho menos clara porque hay muchas cosas que ignoramos. ¿Aprenderemos a programar ese cerebro para que haga lo que queremos nosotros o le daremos las herramientas para que se programe a sí mismo? Y, en este último caso, ¿cómo lo controlamos? ¿Surgirá una conciencia en él como fenómeno emergente (el resultado de billones de procesos e interacciones) o hay algo en el cerebro humano que no sabemos captar en un ordenador y sin el cual la conciencia es imposible? ¿Y el lenguaje? ¿Será esa inteligencia emergente plástica como la nuestra y por tanto capaz de adaptarse al lenguaje o simplemente lo manejará sin inmutarse? Es decir, ¿desarrollará sentimientos o le serán ajenos? ¿Empatía? Y todo un largo etcétera.
El punto clave es el siguiente. Partimos de la hipótesis de que en algún momento (pronto) podremos construir un cerebro artificial con capacidades superiores a las del cerebro humano. Y postulamos que ese cerebro desarrollará una inteligencia superior a la nuestra. No está nada claro ni lo uno ni lo otro. Para empezar, podría ser que nuestra tecnología necesite mucho más tiempo del que creemos para construir una máquina comparable en complejidad a un cerebro humano. Y si eso ocurre, todavía estaremos bastante perdidos. No sabemos exactamente los mecanismos que resultan en eso que llamamos inteligencia (aunque cada día sabemos más) y no sabemos cómo conectar la complejidad cerebral con las vivencias internas, las emociones, la representación del mundo que se hará esa inteligencia artificial, si es que llega a emerger.
Es todo un misterio y la aventura no está exenta de riesgo. No es obvio como comunicarnos con una inteligencia artificial si es que llegamos a construirla ni es obvio cuál será su agenda ni su representación del mundo. En ese sentido, Her toca alguno de los temas, pero siempre mantiene una visión bastante humanizada de la inteligencia artificial, en eso Samantha no se diferencia mucho de Hal, aunque una sea «buena» y el otro «malo». Pero quizás lo más interesante (y lo que más miedo da) de una inteligencia artificial es que su conciencia, si emerge, sea como un alien para la nuestra.
En todo caso, y para concluir (me da la impresión de que esto se ha alargado ya bastante), creo que explorar la naturaleza de inteligencias diferentes a las nuestras, sea inteligencia artificial o extraterrestre, es un campo fértil y posiblemente el más interesante para la ciencia ficción en este momento. Lo malo es que es más sencillo y vende más Terminator que Her, pero no está todo perdido. Sin ir más lejos, en Battlestar Galactica, a pesar de todas las muchas imperfecciones y bobadas de la serie, hay algunos elementos muy interesantes relacionados con los Cylons e incluso con el futuro híbrido cylon-humano.
En resumen, ¡larga vida a la ciencia y a la (buena) ciencia ficción!
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