Operación Évole
Un falso documental sobre el golpe del 23-F genera reacciones encontradas
Algunos se lo creyeron a pies juntillas. Otros no dudaron ni un instante de la falsedad de las imágenes, por mucho que vinieran avaladas por grandes profesionales de la política, el periodismo o el cine. La fábula sobre el 23-F montada por Jordi Évole en Operación Palace (La Sexta) el domingo ha provocado reacciones encontradas: desde la desazón y angustia de espectadores convencidos de que lo que le estaban contando era real, hasta el enfado y la indignación por frivolizar el golpe de Estado del 23-F. ¿Es ético que se dramatice en falso sobre un acontecimiento tan delicado que estuvo a punto de echar por tierra la democracia española? Muchos confiaban en el historial de los programas-denuncia de Évole. Aquellos sobre el accidente del metro de Valencia, las preferentes, el desplome de la sanidad pública... ¡Por fin, una investigación seria sobre la trastienda de 23-F! No fue lo que se encontraron.
“El falso documental es un género bastante codificado. Y, como en el fondo, es un ejercicio retórico y lúdico, si quiere mantener en vilo la credibilidad del espectador necesita abordar temas que contengan aspectos oscuros, desconocidos o inaccesibles”, explica el profesor de Comunicación Audiovisual de la Universidad de Navarra Alberto N. García. Un formato así “se mueve como pez en el agua en episodios históricos proclives a la conspiración, precisamente porque busca rellenar esos huecos que faltan en el relato”.
Mucha gente se tragó el anzuelo de Operación Palace (5,2 millones de espectadores, 23,9% de cuota de pantalla). Elegir el 23-F para este juego fue, en opinión de este experto, un acierto. Por dos razones: “En primer lugar es un tema popular, que la ciudadanía ve, con la distancia del tiempo, como una patochada, con final feliz y triunfo de la democracia; no es un tema ni completamente desconocido ni ultrasensible. En segundo lugar, es un episodio histórico que, al tener algunos detalles que aún no se conocen, resulta propicio para levantar teorías y conspiraciones, para ir enhebrando un relato que alumbre todos esos puntos oscuros”.
Tras el monumental revuelo levando por hacer precisamente una simulación del 23-F, Évole explica que antes de tirarse a la piscina hubo “mucha reflexión” en el equipo de El Terrat que pergeñó un programa que se grabó en julio pasado. “No se vendió como un Salvados. El eslogan —“¿Puede una mentira explicar una verdad?”— ya daba una pista de por dónde íbamos. Y antes y durante la emisión fuimos presentando indicios que marcaban la frontera entre la verdad y la mentira. Al menos nosotros hemos dicho que es mentira. En los telediarios vemos todos los días noticias deliberadamente falsas y no pasa nada. Quisimos demostrar lo vulnerables que somos ante los medios”, cuenta el periodista. Quizá por eso, la credibilidad que se ha labrado Évole en Salvados, modelo de periodismo-denuncia, haya podido quedar tocada con este periodismo-novela.
Amelia Valcárcel, catedrática de Filosofía Moral y Política de la UNED, no es asidua de la televisión pero en la noche del domingo le picó la curiosidad por ver si Évole había realizado un programa serio de investigación. Nada de eso encontró. “Solo una broma de mal gusto, en un tema tan sensible en un país que ha vivido, por ejemplo, una guerra civil. La broma no me hizo gracia. La persona que lo dirigió y las que le ayudaron han jugado con un tema que no es nada trivial. No me imagino nada parecido en otros países sobre un acontecimiento tan grave”. Amelia Valcárcel, que nada más comenzar el falso documental ya se dio cuenta del engaño, desdeña el formato: “Es un petardillo de feria”.
Évole explica que este polémico falso documental no era más que un juego con los espectadores para que averiguaran “dónde estaba el gato encerrado” y, a la vez, un experimento para demostrar que España no es el paraíso de la transparencia y que “33 años después no se pueden consultar los archivos del 23-F. Eso da pie a que se pueda fabular”. Para quienes opinan que aquella es una fecha sagrada, replica: “Yo tenía seis años y si hubiera detectado que algunos de los que estaban en el Hemiciclo aquel día y que participaron en el programa hubieran dicho que no se podía frivolizar no habríamos seguido”.
El especial de Évole —que no pretendía ser un Salvados convencional— se inspiró en Operación Luna, un documental-ficción producido por la cadena francesa Arte en el que se desmontaba la llegada del hombre a la Luna en 1969 y se explicaba, con testimonios del mismísimo Henry Kissinger y de altos mandos de la CIA que todo había sido una trama orquestada por el entonces presidente de EE UU, Richard Nixon, y el cineasta Stanley Kubrick. Aunque hay otros precedentes. La periodista y profesora de la Universidad Camilo José Cela Alicia Gómez Montano recuerda la emisión en la RTBF, la televisión pública belga, del Bye Bye Belgium, un telediario simulado en el que su presentador habitual anunciaba la independencia del Parlamento flamenco y la abdicación del rey. Se emitió en diciembre de 2006 y los espectadores asistieron atónitos a las valoraciones de periodistas y políticos que se interpretaron a sí mismos. “Está claro que esto no es periodismo. Es técnica periodística para hacer una ficción”, dice Gómez Montano, que enfatiza el hecho de que fuera una producción de una televisión pública la que aborda un tema sensible y sostiene que la emisión “sirvió para abrir un debate sobre una herida que en Bélgica no ha cicatrizado”.
Desde una perspectiva técnica y narrativa Operación Palace es, según del profesor Enrique Guerrero, de la Universidad de Navarra, “impecable”, porque utiliza las técnicas propias del género documental: imágenes reales de archivo, testimonios de personalidades de prestigio, una voz en off que narra los hechos en tono serio... Todo ello “contribuye a convertir una falsedad (historia de ficción) en una realidad verosímil (que tiene apariencia de verdadero)”. La clave del documental-ficción es que aborde un tema de interés general (que genere dudas) y que los personajes que lo cuentan tengan credibilidad. Los testimonios de Federico Mayor Zaragoza, Joaquín Leguina, Iñaki Gabilondo y Fernando Ónega, entre todos, daban una pátina de verosimilitud a lo que solo era una patraña: que el golpe de Estado del 23-F fue una dramatización orquestada por los líderes políticos en el Hotel Palace dirigida por el cineasta José Luis Garci. Aunque, según los autores del engaño no era el único candidato.
Josep Maria Flotats, el actor y director teatral catalán, que fue “rechazado” por Alfonso Guerra para dirigir el montaje del 23-F, no pudo terminar de ver el programa. “Estaba tan atónito, me provocó tal malestar, que lo tuve que apagar. Me lo creí todo, me sentí muy mal y me preguntaba ¿en qué país vivimos?, ¿cómo no salen a pedir perdón a la opinión pública en vez de contarnos todo eso?”. Al apagar el televisor Flotats se perdió la escena en la que su nombre sale a relucir. “Si lo hubiera visto, quizás habría sospechado que no iba en serio”.
Flotats no tiene más que palabras de admiración ante el trabajo de Évole —“es genial, es la demostración perfecta de cómo nos manipulan diariamente”— y no se plantea el dilema ético de que acontecimientos de la importancia del 23-F tengan que estar fuera de ese debate. “Precisamente es con un suceso tan vital para la historia de este país como se provoca la reflexión y el debate. Un tema menor no hubiera tenido el mismo valor”.
Así lo interpreta también la presidenta del Consejo Audiovisual de Andalucía, Emelina Fernández: El programa “ha removido recuerdos y realidades. Y es una llamada de atención sobre la vulnerabilidad de la sociedad ante los medios de comunicación y su capacidad para manipular”, argumenta. Como muchos espectadores, durante un buen rato creyó lo que estaba viendo. “La gente que aparecía, entre ellos un monstruo de la comunicación como Gabilondo, le daba credibilidad. Mi reacción fue de absoluto asombro. El 23-F nos conmocionó a todos. Es un tema delicado que nos afectó de manera muy profunda y comprendo el sentimiento de quienes dicen que no se puede jugar con ello”. Pero aplaude el atrevimiento del programa. “Fue muy arriesgado y pasará a la historia de la televisión en España”.
También el escritor y cineasta Manuel Gutiérrez Aragón destaca la irreverencia y la genialidad de la que hizo gala Évole, aunque asegura que el resultado desde el punto de vista cinematográfico dejó bastante que desear. “Parecía más una broma de colegio mayor. La ficción no estaba conseguida porque de lo que se trata es de proponer un punto de vista distinto de lo que sucedió en la realidad y eso no se consiguió, pero no me parece mal que se desdramaticen de esta manera acontecimientos graves como el 23-F. Toda irreverencia me parece bien”.
Gutiérrez Aragón vio el programa con un amigo y la reacción fue distinta. Mientras él captó casi de manera inmediata la broma, su amigo se quedó muy impresionado por la “verdad” de lo que le estaban contando. El profesor Alberto N. García concluye que “fue un ejercicio de estilo y nostalgia que recuerda lo obvio: que la televisión es un discurso construido y que manipular las imágenes es relativamente fácil”. Aunque Évole simplemente pretendía hacer “un experimento”.
¿A quién ofende una broma?
JUAN CRUZ
¿A quién ofendieron Jordi Évole y sus guionistas? A los que no se dieron cuenta de que estaba en marcha una broma. Y, después, a aquellos que quieren sentirse ofendidos para que se sienta cómoda el trozo de la solemnidad que los abriga. Era una broma. ¿Y a quién ofende una broma? En primer lugar, a aquellos que se toman muy en serio, a los que son como aquel caballero de Qué noche la de aquel día,que se ofendía ante la respiración de los Beatles. Monty Python viene de esa escuela, la sátira británica, que ha convertido aquel país tan estirado en un país que aprendió hace rato a reírse de sí mismo. En España no, en España llevamos el ceño en el cuño, y saltamos como si fuéramos monjas subiéndonos a los armarios para ver mejor aquello que creemos que nos va a escandalizar.
Así que el programa de Évole ha ofendido a los que se toman muy en serio. Si al cabo de unos minutos el telespectador no se dio cuenta de que Salvados iba de coña es que algo no funciona entre nosotros. Si estimamos posible que durante tantos años (33, nada menos) tantas personas implicadas en aquel secreto no hubieran dicho ni media palabra de lo que en el programa se dice que pasó, es que algo pasa con respecto al conocimiento que los españoles tenemos de nosotros mismos. Ni la factura del programa reclamaba credibilidad ni había nada en él que no advirtiera de que estábamos ante una gran patraña. Que la persistencia de la credibilidad no se rompiera en seguida solo es posible, digo yo, porque estábamos queriendo que eso que contaban fuera verdad.
Si, además, lo sabían las personas que intervinieron en el fake, incluidos tres importantes periodistas, ¿cómo es posible que quienes estábamos sentados dudáramos de la identidad falsaria del invento? ¿Que algo así no se filtra desde el minuto uno, desde el 23 de febrero de 1981 por la noche? Vamos, hombre.
Somos los españoles muy solemnes cuando no somos nosotros los que nos reímos; nos hemos reído hasta la saciedad (el mismo domingo escuché risas en la radio) de la monstruosa ópera bufa que montaron Tejero y los suyos, tricornios y bigotes incluidos. En la risa estuvieron también los extranjeros, que veían esa pantomima peligrosa, una vez superada, como el resultado de un encargo distraído. Y ahora se ponen estupendos aquellos que consideran que hacer risa de la historia no es también un derecho de los que la han padecido.
Me pareció mucho más ofensivo que en otro canal un caricato de gafas oscuras llamara Bambi (de broma, ya saben) a un expresidente y se tomara a coña casi todo lo que tenía que ver con él y con algunas instituciones gracias a las cuales este país puede mirar sin miedo a los que fueron capaces de ponerlo patas arriba cuando más peligro había.
No hay comentarios:
Publicar un comentario