Lluís Bassets
No eran emigrantes. Eran fugitivos. No huían solo de la pobreza y de la falta de horizontes vitales. Lo que les hizo correr y salir a toda prisa de sus países es la muerte, por el hambre o por la guerra. No venían del Magreb decepcionado por el fracaso de las revueltas árabes, asolado por el paro juvenil y machacado por el rigorismo islamista. Llegaban directamente de Eritrea y de Somalia, dos Estados fallidos, países en trance de muerte donde ya no es posible seguir viviendo. Doscientos de ellos fueron a naufragar y a morir ahogados en la costa europea más cercana a la pequeña isla italiana de Lampedusa, donde el papa Bergoglio había pronunciado cuatro meses antes sus palabras exactas sobre la “globalización de la indiferencia”.
Estas desgracias son el pan de cada día en un mundo desgobernado donde funciona la subsidiariedad irresponsable: que cada uno se apañe con sus problemas aunque el origen de los problemas sea responsabilidad de todos. Así se gobierna la globalización, con la indiferencia ante el destino de unas poblaciones dejadas de la mano de Dios. Así hemos abandonado entre unos y otros a países como Eritrea y Somalia, que solo interesan cuando se trata de combatir la piratería y garantizar la seguridad de nuestro tráfico marítimo, nuestros suministros energéticos o nuestra pesca.
El principio de subsidiariedad que rige en las relaciones entre los distintos niveles de Gobierno, desde el más pequeño municipio hasta el de mayor rango, como son las instituciones de la Unión Europea, exige que las decisiones se tomen y se apliquen donde sea más acorde a las necesidades de los ciudadanos. Pero la inversión y la perversión de esas reglas de buen gobierno está induciendo a que cada nivel de Gobierno, suficientemente ocupado en lo suyo, se desentienda o no ponga medios suficientes para resolver las dificultades que tienen los otros niveles. Y así está sucediendo con la inmigración que llega a Europa.
Lampedusa se está convirtiendo en un inmenso cementerio con los centenares de tumbas anónimas que acogen los cuerpos de náufragos ahogados frente a sus costas. “¿Cuán grande tiene que ser el cementerio de mi isla?”, ha clamado Giusi Nicolini, la alcaldesa de la isla, dirigiéndose a las autoridades europeas. “Venga a contar cadáveres conmigo”, le ha dicho a su primer ministro, Enrico Letta. Al final, Lampedusa se siente sola y desasistida por Italia, y a Italia le pasa lo mismo respecto a la Unión Europea y a los países de la Europa del norte.
Los jóvenes en paro, los ancianos desasistidos y los inmigrantes sin papeles son las principales víctimas de esa subsidiariedad irresponsable que rige en nuestro mundo ingobernado, gracias a esa globalización de la indiferencia tan bien descrita por Bergoglio. Y su emblema es la isla de Lampedusa, donde también naufragan los valores europeos.
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