Manolo nació el año que acabó la guerra. El barrio del Raval de Barcelona era territorio de perdedores que trataban de sobrevivir a la miseria y a la crueldad del nuevo régimen. Las Ramblas dividen la Barcelona antigua: a la derecha, el Raval, popular y un punto
canaille,como bien describió Jean Genet. A la izquierda, el Barrio Gótico, la ciudad monumental y oficial. El Raval, ajeno a las miradas de la Barcelona de orden, fue siempre un lugar de tránsito: su proximidad al puerto le daba un trasiego de marineros y viajeros que alimentaba la prostitución y la fama de barrio de mala vida, como se decía entonces, pero era también un barrio de acceso a la ciudad, destino de ingreso de muchos inmigrantes que venían a la búsqueda de mejor suerte, antes desde el resto de España, ahora desde el extranjero. Manolo tenía cinco años el día que al bajar corriendo –los niños casi siempre tienen prisa– la escalera de su casa se cruzó con “un hombre feo y canijo con una maleta en la mano”, en su propia descripción. No le hizo caso, siguió hasta la calle, la plaza del Pedró, a jugar con los amigos del barrio. Cuando regresó a casa, resultó que aquel hombre era su padre. Venía de la cárcel a la que la represión le había llevado el mismo año del nacimiento de Manolo. Y, probablemente, le quitó del lugar de privilegio que había ocupado al lado de su madre durante su ausencia. Dicen que la única y verdadera patria es la infancia. Nuestras biografías vienen marcadas por hechos seminales como este. Todo podía haber sido de otra manera. Pero fue así. Probablemente este momento tiene algo de fundacional para un escritor que siempre
llevó incorporada la sombra de este barrio y de estos momentos. A mí esta anécdota me ha servido siempre para reconocer y hacerme entendible todo lo que he conocido de Manolo.
Muchos años más tarde, una mañana de enero, fría y luminosa a la vez, con esta luz azul claro que solo tiene París, en un larga caminata por los Campos Elíseos, hablando de su obstinada fidelidad al comunismo, del que ya solo quedaban las ruinas, Manolo cerró el debate con esta frase: “Déjame que sea el que apague la luz”. Me pareció irrebatible. Lo inefable no se discute: cada cual es dueño de sus parcelas en el territorio de lo que no es falsable. Confirmaba así que su compromiso político era también profundamente sentimental. En el fondo, su relación con el comunismo fue un modo de sellar la fidelidad a los orígenes de un intelectual prestigioso que surgió de las clases más castigadas por el franquismo y que, labrado por las contradicciones como todos, siempre tuvo el pasado en el rabillo del ojo. Más allá de la razón y la crítica había la pasión de un hombre que vivió muy deprisa, casi tan deprisa como escribía.
El recuerdo del Raval siempre le pudo a Manolo. Cuando se emprendió la gran
transformación del barrio, a finales de los ochenta y principios de los noventa, a caballo de Barcelona 92, pero más allá de los Juegos, Manolo ejerció, a veces con indisimulada melancolía, de vigilante crítico de un cambio en el que la mejora de las condiciones de vida amenazaba la expulsión del barrio de la población más débil. Fiel a su tradición de puerta de entrada de la ciudad, el barrio hoy se parece poco al que conoció Manolo. La transformación urbanística ha ido acompañada de una transformación demográfica, de modo que hoy probablemente sea, por la diversidad de origen y condición de sus habitantes, el barrio más cosmopolita de Barcelona.
“Este mundo no es como lo esperábamos”, “Hemos venido a este mundo a sufrir”, el pesimismo de la inteligencia podía en Manolo más que el optimismo de la voluntad. El
happy end no existe. Eran estos los eslóganes que presidían la redacción de la revista
Por Favor en la España del tardofranquismo y los inicios de la Transición en los que el humor era la escapatoria posible, no exenta de riesgos y penalidades como lo demuestran los cierres y desventuras judiciales que sufrió. La revista nació en un día señalado del calendario de la crueldad fascista: la tarde en la que el Consejo de Ministros dio el enterado para
la ejecución de Puig Antic. Una coincidencia expresión de las contradicciones del momento en el que el régimen agotaba su enseñamiento represivo al tiempo que empezaban a emerger voces y presencias del futuro.
En estos tiempos nuestros en los que el mito de la productividad es el horizonte ideológico dominante, los predicadores del dogma alucinarían con Manolo. Media revista la hacía él, generosamente nos dejaba el resto a los demás. Una retahíla de seudónimos suyos se expandía por las páginas. No creo que se conozca escritor con mayor productividad literaria por hora. Una idea y una canción: Manolo decía que los artículos los escribía sobre el patrón de una tonadilla.
Y, sin embargo, había tiempo para todo. Hay que recuperar la literatura del tedio. Recuerdo con enorme nostalgia las tardes de los fines de semana en su casa de Cruilles. Este placer, actualmente casi prohibido, del
dolce far niente,de la conversación sin prisa ni objetivo preciso, del dejar fluir las horas, entre palabras. Los almuerzos se prolongaban en largas tardes de sofá, entre la modorra y algún chispazo de Manolo, abundantemente regadas, solo interrumpidas por la invitación a la merienda, plenamente integrable en el pecado capital de la gula, hasta llegar, sin solución de continuidad, a la cena, evidentemente preparada por Manolo. Nos acostábamos de madrugada y a la mañana siguiente, cuando conseguías bajar a la cocina, con toda la carga de la resaca, Manolo ya había escrito dos
artículos, ya había hecho la compra y ya había desplegado el desayuno sobre la mesa. Siempre he sentido una sana envida por los que duermen poco y están despiertos como si durmieran mucho.
Manolo tenía fama de tímido. Es verdad que ponía una cierta coraza entre él y el mundo. Una coraza que de vez en cuando rompía con un latigazo de
su desmesurada imaginación literaria. Yo, que defendí la primera guerra de Irak (que no la segunda), todavía siento una cierta humedad en mis labios cuando recuerdo la flecha que nos mandó a los proaliados en un debate televisivo: “Boquitas pintadas de sangre”. Los debates ideológicos y políticos crean fronteras y rompen complicidades. Y la apuesta de Manolo por la figura del intelectual a la
sartriana –el del compromiso político– le llevó más de una vez a cruzar la que para mí es la línea roja: ocultar la verdad para no desmoralizar a los nuestros. Pero detrás de su coraza se escondía una dimensión entrañable que permitía recuperar la empatía siempre que supieras vencer el primer muro de resistencia.
Manolo Vázquez Montalbán formaba parte de la media docena de intelectuales europeos –comunistas irredentos, podría decirse– que acudían a la llamada de cualquier signo de emergencia de algún movimiento radical que, en algún lugar del mundo, apareciera como portador de una nueva esperanza. La causa zapatista, el pacifismo antiamericano y los movimientos antiglobalización habían sido sus últimas apuestas. En cualquier caso, en tiempos de autocomplacencia neocapitalista, la tenacidad de Manolo ha servido para que las noticias del caos y de la injusticia en el mundo tiñeran de negra realidad cualquier retrato en rosa de un mundo sometido a la
pax americana. Pero más allá de la suerte de estas causas, el tiempo le ha dado la razón en muchas cosas: desde los años ochenta es la revolución conservadora, destinada a destruir los equilibrios labrados en los cincuenta y los sesenta, la que está arrasando a unas sociedades a las que ha impuesto la cultura de la indiferencia, y la que está devorando a la democracia con un crecimiento de las desigualdades sin parangón, que destruyen el tejido social y político. Hoy no le faltarían a Manolo causas que apoyar, en un momento en el que los movimientos sociales están dando réplica a la política institucional, construyendo nuevas formas de politización.
Unas gotas de surrealismo. El día de la muerte de Franco nos dio por jugar al pimpón. Supongo que era una forma contenida de expresar una alegría que no amagaba una derrota: Franco murió en la cama. La redacción del Por Favor estaba cerca de mi casa. Fuimos a ella para ver la declaración de Arias Navarro. Yo tenía una mesa de pimpón en la terraza y entre lágrima y lágrima del presidente del Gobierno le dábamos a la pala. Extraño desahogo de un día en el que todo era raro: nos sentíamos liberados, pero el régimen estaba ahí. Con todo, la más surrealista de las experiencias que viví con Manolo fue en TVE. Nos invitaron al programa de Carmen Maura, la chica que valía mucho. La grabación era a las seis de la tarde, pero nos citaron a la hora de la comida. Comimos juntos Bibi Andersen, Alaska la de los Pegamoides, Manolo Vázquez y un servidor. “Ya has descubierto el secreto de Bibi Andersen”, me decía Manolo en voz baja. Por aquellos tiempos imperaba la idea de que la comida y la bebida llevaban a los invitados más relajados al estudio y mejor preparados para la grabación.
La publicación de ‘Crónica sentimental de España’ en Triunfo marca un momento crucial en la renovación del periodismo español. Los jóvenes que empezábamos entonces, en unas redacciones franquistas que se iban poblando paulatinamente de rojos, queríamos escribir como Manolo. La literatura como vía para ejercer la crítica prohibida. A través del repertorio musical y cinematográfico de la incipiente cultura de masas, Manolo devolvió la dignidad simbólica a amplios sectores de las clases populares y llevó a cabo un proceso de codificación de la cultura popular que la hacía visible para amplios sectores de la sociedad y la incorporaba al arsenal cultural de la resistencia antifranquista. “Afortunadamente, las señoras tienen espalda”, escribía en una Capilla Sixtina de Triunfo, a propósito del film de Jaime Camino Mi profesora particular.Y concluía: “¿La esperanza? La espalda de Analía Gadé recordándonos la proclamación de Hölderlin: los dioses se han marchado, nos queda el pan y el vino”.
“No quiero que me den la mano / empapada con nuestra sangre”. Estos dos versos de Pablo Neruda, del Canto general, “parecen dar la clave de la rápida muerte” del poeta, después del golpe de Estado de Pinochet, escribía Manolo en Triunfo. Me he acercado estos días de aniversario de aquella felonía a sus artículos en torno a la caída de la Unidad Popular Chilena que para una generación fue el fin de la última ilusión que quedaba o, si se prefiere, la pérdida de la inocencia. “Cuando la paciencia de la víctima no tiene límite, la paciencia del verdugo se acaba”, escribía Manolo. “Allende era irritante. Nacido para ser Frei, había querido ser Allende. Masón de convicción, presidía los actos religiosos. Socialista obsesivo y ultimista, creía en el respeto a la norma democrática, incluso como instrumento de construcción del socialismo. Así se explica la urgencia, la furia, la rabia de las balas. Mataban la excepción. Confirmaban la regla”.
Pocos días antes de
su muerte en los pasillos del aeropuerto de Bangkok, un lugar propio de un espía más que de un escritor, cerca de los mares del Sur que le fascinaban, Manolo escribió en
su columna de EL PAÍS con el título Vacíos: “No hemos valorado suficientemente la sensación de vacío que nos espera cuando del friso político desaparezcan Pujol, Aznar y, probablemente, Arzalluz”, cerrando un ciclo del que la primera señal había sido la salida de Felipe González. “Esta no es España, que me la han cambiado”. Si ahora regresara, constataría cómo han sido premonitorias aquellas palabras suyas. Efectivamente, el régimen de la Transición y el orden de la España autonómica que estos ciudadanos representaban han quedado irreconocibles sin ellos. Volvemos a estar en tiempo de mudanza, que eran los que gustaban a Manolo.
Pero la singularidad de Manuel Vázquez Montalbán es que cualquier batalla política, aun la que pareciera más absurda o disparatada, era inseparable de sus
pathos de escritor insaciable. Escribir era, en el fondo, su manera de estar en el mundo. Y, en este sentido, probablemente nada explica mejor la complejidad política, psicológica y literaria de Manolo que la relación con dos mitos –en el sentido de que sus narrativas pesaron sobre casi todos los periodos de su vida–, Fidel Castro y Franco, la cara y la cruz. A ambos dedicó miles de páginas.
Se metió dentro de Franco para escribir la autobiografía en una especie de viaje a lo siniestro. Y se embebió de Fidel Castro, que le generó siempre tanta admiración como incomodidad. Manolo sabía perfectamente qué es y qué no es una dictadura. Pero desde algún rincón de su conciencia seguían llegando órdenes que le venían de aquella su lejana patria, la infancia en el barrio del Raval, y marcaban sus palabras, sus fidelidades y sus silencios. E incluso sus excesos.
Josep Ramoneda
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