Rosa Montero
ROSA MONTERO 8 OCT 2013
“Nada de lo humano me es ajeno”, dijo el romano Terencio, y es verdad: si miramos bien dentro de nosotros ahí está todo, lo sublime y lo atroz, la capacidad para acabar convertido en un ángel o un verdugo. Y, dentro de ese casi infinito abanico de posibilidades, uno escoge. Uno siempre escoge aunque no lo sepa porque la pasividad también es una elección. Que te compromete, y te mancha como cualquier otra. Escogemos todos, pues, los individuos y las sociedades, y podemos dejarnos llevar por nuestros peores instintos, por las emociones más primarias y más bárbaras, o levantar la cabeza, aplicar la empatía y la razón, intentar ser mejores de lo que somos, mirar lo grande que es el cielo, como decía Hipatia en la bella película de Amenábar.
No son tiempos buenos. Pienso en la delirante carnicería del centro comercial de Nairobi, en la xenofobia creciente y la indiferencia ante morideros como Lampedusa, en la violencia de los matones griegos de Amanecer Dorado. Gabi Martínez cita en su libro Solo para gigantes un brutal proverbio beduino: “Yo contra mi hermano. / Yo y mi hermano contra nuestro primo. / Yo, mi hermano y nuestro primo contra los vecinos. / Todos nosotros contra el forastero”. Y en Yo soy Malala, la autobiografía de la niña paquistaní a la que los talibanes dispararon en la cabeza por querer ir a la escuela, se cuenta que, entre los pastunes, el pueblo de los talibanes y de la propia Malala, las reyertas entre familiares y vecinos son tan comunes que la palabra primo también quiere decir enemigo. Esa actitud tremenda, tribal, hostil, deshumanizadora, violenta, de considerar al otro un contrario a abatir, es un sucio y primitivo veneno que llevamos todos en la barriga. Tenemos que ser capaces de combatirlo. Y para eso hay que elegir. Por cierto: Malala eligió, y en condiciones durísimas. Todo un ejemplo.
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