Reproducimos el artículo de Elvira Lindo, publicado hoy en el suplemento "Domingo", de "El País".
De Franco a la LOGSE
¿Soy yo sola? Díganmelo, se lo ruego. ¿Soy yo sola la que, al comenzar a escuchar lugares comunes en medio de una conversación de esas en la que se arregla el mundo, se muerde los labios de impaciencia? ¿Soy yo sola la que siente un cansancio infinito cuando en una conversación, por ejemplo, sobre la educación en España, intuye ese instante en que nuestro interlocutor se siente impelido a informarnos de que existió el franquismo y hubo curas, monjas y hostias y una sofocante educación religiosa y tirones de orejas, humillaciones gimnásticas y reyes visigodos, y que, aunque entiende que la enseñanza no está en sus mejores momentos, considera que siempre es mejor el desmadre actual que el autoritarismo de antaño? Háganme el favor de leer este artículo a gritos, que es así como yo lo estoy escribiendo. ¿Es que consideran esas personas que sólo ellas se enteraron de que hubo una dictadura o, aún peor, es que esas personas entienden que cuando hablas de disciplina estás a un tris de defender los métodos de disciplina franquista? ¡Venga ya! Sólo faltan seis años para que la democracia tenga la misma edad que llegó a tener la dictadura y todavía seguimos excusando nuestros retrasados índices escolares escudándonos en un pasado cada vez más lejano. Me recuerdan a esos cincuentones que, con ayuda inestimable de su psicoanalista, aún siguen culpando a papá de sus desgracias actuales. ¡Que lo hubieran matado!, como proponía el doctor Freud. La falta de disciplina, la dificultad de concentración, el desprecio a la memoria y las humanidades y los bajos resultados en matemáticas forman parte de un virus que, como esta gripe globalizada que padecemos, se extendió por todo el mundo. Aquí, el virus tomó distintos nombres, la LOECE, la LODE, la ESO, la LOGSE, pero todo viene de la misma cepa: entender que el conocimiento se podía adquirir aunque fuera disminuyendo, a cada reforma, el nivel de esfuerzo. En otros países, esa pedagogía de la infantilización cundió, sobre todo, en los barrios pobres, mientras la clase media siguió optando a una educación de calidad; aquí, el nivel bajó en todos los sectores. En eso podemos decir que somos democráticos. Otra cosa que nos diferencia es que mientras en otros lugares hay un debate real sobre la manera en que se debe educar a los niños para que puedan enfrentarse al futuro, aquí, cada vez que se te ocurre dudar de la eficacia de nuestro sistema, sus aguerridos defensores quieren pulverizarte con la famosa palabreja, "catastrofista", un término que tiene múltiples aplicaciones; se utilizó abundantemente, por ejemplo, hace dos años, contra todo aquel que se atreviera a decir que había crisis: "¡Catastrofista!". A mí me parece un adjetivo de lo más zarzuelero o valleinclanesco: "Señá Rufi, no me sea usté catastrofista". El caso es que, por ir de lo abstracto a lo concreto, un grupo de profesores americanos decidieron poner fin, en la medida de sus posibilidades, a la catástrofe sesentera y crearon hace unos 10 años una serie de escuelas en barrios populares que han generado un debate interesantísimo. La primera de las escuelas, Promise Academy, se creó en Harlem. Ellos huyen de esa idea paternalista que consiste en creer que hay que rebajar el nivel según bajan las posibilidades económicas. El claustro de profesores exige a los padres un compromiso activo: admite al estudiante siempre y cuando sus padres estén dispuestos a hacer un esfuerzo para mejorar su educación. Opinan que la formación académica no es ajena a la de valores y modales, de forma que el alumnado tiene que aprender a mirar a los ojos cuando se le habla, sentarse adecuadamente, estrechar la mano de la persona que se acaba de conocer, tratar con respeto al profesor y, por supuesto, ir vestido al colegio como un escolar, no con una media en la cabeza, por aquello de que hay que respetar la idiosincrasia de la cultura afroamericana. Los resultados se mostraban el otro día en el New York Times. El columnista, David Brooks, no contenía su entusiasmo, llamaba al fenómeno: "El milagro de Harlem". El propósito de este sistema, contaba, no es competir con otros chicos de otros barrios de otras familias poco afortunadas económicamente, no, los estudiantes de este colegio son educados para borrar el abismo histórico que hay entre los chicos blancos de clase media y los negros de clase baja. Las notas demuestran que es posible: en ese pequeño colegio de Harlem, la media escolar es la misma que en cualquier colegio de Manhattan. No sólo eso. Esos alumnos aprenden a comportarse de tal manera que su lenguaje corporal indique que tienen cultura y educación. Parece que está pasando esa época en que cualquier crítica al comportamiento inapropiado de un chaval de Harlem se consideraba un signo de racismo; esta escuela es sólo una gota de agua, pero, como dicen algunos expertos, ayuda a entender la naturaleza del problema; ojalá pase el tiempo en que la crítica al sistema educativo español se considere catastrofista. Por cierto, que en la información sobre esta escuela americana no se incidía en el uso del ordenador. Y yo, sinceramente, me alarmo cuando aquí parece resumirse en eso nuestro retraso educativo. Dicho esto sin ánimo de parecer catastrofista. Que también.
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