¿Moralismo frente al terror?
La política antiterrorista se enfrenta a una contradicción: cuando funciona, no
hay noticia. Atribuir los atentados a la injusticia no nos dice cómo reaccionar; en 1939, el problema era hacer frente a Hitler, no revisar el Tratado de Versalles
Javier Pradera nos previno ante la tentación de rematar los artículos invocando las “soluciones imaginativas”. Soluciones que nunca se precisaban. El moralismo es una solución imaginativa con mayor circulación: se acude a la moral para rehuir tomar decisiones ante los retos morales. Todo, la paz mundial, el hambre, la violencia doméstica, el estudiante americano que se lía a tiros, al final, tiene un mismo culpable, la falta de valores, y una misma solución, la educación: hay que cambiar a la humanidad. En estos días, después de los atentados de París, ha vuelto a circular la moral como conjuro: el problema es culpa nuestra, y el buen comportamiento es la mejor respuesta.
Es cierto que la naturaleza del problema allana el camino a la apelación a las malas intenciones: “Las políticas antiterroristas resultan inútiles, una simple excusa para cercenar derechos”. La crítica tiene su clásico: Javier Clemente, aquel entrenador de fútbol que, al preguntarle por los controles antidoping, contestó: “No sirven para nada, no han pillado a nadie”. El disparatado argumento describe impecablemente una insuperable dificultad de la política antiterrorista: cuando funciona, no hay noticia. Debe anticiparse a los problemas, y los problemas, si no aparecen, no existen. El quebradero se multiplica cuando la magnitud de las amenazas (bacteriológicas o químicas) impone la anticipación como única respuesta. Una circunstancia que convertida en principio de acción asusta: si damos por bueno que debemos anticiparnos a cualquier cosa, el poder tiene franco el camino al despotismo y la arbitrariedad.
En esas circunstancias, la democracia queda seriamente afectada. La oposición no se resistirá a rentabilizar el buen hacer del Gobierno o la tregua de los terroristas y, a poco que pase el tiempo sin atentados, acusará al Gobierno de cultivar la alarma para cercenar derechos. El Gobierno, por lo mismo, procurará actuar en caliente, mientras el miedo persiste. Por eso, Valls se apresuró a apelar a “armas químicas o bacteriológicas”, amenazas cuyo realismo nadie puede tasar y que, dada su naturaleza, es mejor no esperar a tasar. Ante esos dilemas y tensiones, inevitables, en la línea de menor resistencia intelectual, aparece la tentación moralista: “Necesitamos políticos que no nos mientan”.
Con todo, la moralización más extendida apunta a causas y soluciones: “El terrorismo solo se soluciona atacando las injusticias que están en su origen”. La tesis, tal cual, tiene problemas inmediatos. Basta con pensar en ETA y el KKK para caer en la cuenta de que resulta insostenible en su formulación incondicional, cuando asume que hay injusticias por detrás de todo acto terrorista. Por lo demás, en asuntos de terrorismo, en los que, al final, unos pocos ejecutan acciones, hay que andarse alerta con la falacia ecológica y no atribuir a cada uno de los miembros de un grupo las características del grupo: una cosa son las revueltas colectivas de las banlieues, y otra, los asesinatos terroristas (J. Cesari, Ethnicity, Islam, and les banlieues: Confusing the issues). Y, sobre todo, confundir unas cosas con otras supone un desprecio a la inteligencia de los habitantes de los suburbios parisienses y una falta de respeto a los terroristas: si alguien, dispuesto a matar y a morir, defiende que lo hace por Alá y contra los infieles, lo mínimo que le debemos es creernos sus palabras, tomar en serio lo que nos dice. Sostener que, en el fondo, lo hace porque vive en la marginación es tratarlo como si fuera una criatura que no sabe lo que dice.
Esto no es un argumento en contra del islam, como no lo es en contra de la libertad recordar los crímenes que se han cometido en su nombre, por citar a Madame Roland, pero sí es un argumento en contra de quienes niegan que maten en nombre del islam. No está de más recordar que, aunque se pueden realizar atrocidades en nombre de cualquier idea, desde Kant hasta una receta gastronómica, no todas las ideas son igualmente dúctiles. Por ejemplo, no veo cómo se puede montar una comuna hippy multicultural a partir de los escritos de Sabino Arana. Y nadie negará que las religiones tienen su particular lastre: en tanto que, inevitablemente, incorporan un núcleo dogmático, que por eso son religiones, están peor pertrechadas para evitar las prácticas contrarias a los principios democráticos.
Por supuesto, no cabe ignorar que en el origen de la violencia puede haber injusticia, pero cuando el terrorismo está en marcha eso sirve de poco. Con el cáncer desatado de nada sirve dejar de fumar. En 1939, el problema era hacer frente a Hitler, no revisar el tratado de Versalles. Hay que reparar las injusticias porque la injusticia debe combatirse, no porque asegure victoria alguna.
Por aquí asoma la mayor contaminación intelectual del moralismo: relacionar el bien con la victoria. El lema “ganaremos porque defendemos mejores valores” resulta conmovedor, poético, y puede que hasta eficaz para movilizar, pero, desafortunadamente, carece de fundamento. Ojalá que sí, pero no. Con métodos salvajes y ningún respeto por los derechos humanos, los militares argentinos acabaron con los montoneros, y Fujimori, con Sendero Luminoso. No resultaban mejores que aquellos a los que combatían, pero eso no les impidió derrotarlos. La tesis solo resulta inteligible a partir del principio, común a diversas religiones, según el cual el bien siempre es retribuido. Ahí encontraban su fundamento las justas medievales: ganar el torneo era defender una causa noble. Algo que, por cierto, propiciaba una interpretación cínica: puesto que siempre triunfa el bien, busquemos el triunfo a cualquier precio y tomémonos el triunfo como señal de que hemos obrado bien.
La batalla moral es con nosotros mismos. Quizá se pudo acabar con ETA mediante la guerra sucia. Y, también, conviene no olvidarlo, cediendo a sus chantajes. Dos soluciones indecentes, pero soluciones. La moral, el respeto a ciertos valores es el filtro, la constricción, que nos imponemos. Sencillamente, no todo vale. El compromiso con los principios no es la solución, hasta puede ser parte del problema. Pero es un problema que no queremos soslayar. Por eso, en lugar de arrasar con bombas devastadoras ponemos en duda la política norteamericana después del 11-S (J. Waldron, Torture, terror, and trade-offs: Philosophy for the White House) y le damos un par de vueltas al uso de drones (B. Srawser, Killing by remote control). Por eso, también, defendemos el derecho a opinar sin dejarnos intimidar porque algunos, ofendidos, nos amenacen, incluso a sabiendas de que callarnos nos garantizaría la tranquilidad. Eso no nos acerca a la victoria, ni aun menos a Dios, pero sí nos aleja de la barbarie. Dos cosas que son importantes, pero que no son la misma.
Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona.
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