Un rotundo “no” a la guerra con voces de mujer
Por Emma Rodríguez © 2015 /
Hay libros que duelen, pero que agradecemos leer pese al dolor que nos provocan. Hay libros que nos acercan a realidades que nunca hubiéramos podido imaginar y que apuntalan en nosotros determinadas posiciones. Estoy convencida de que todo el que se acerque a La guerra no tiene rostro de mujer, de la reciente Premio Nobel de Literatura Svetlana Alexiévich no podrá más que emitir un rotundo no a la guerra. Las noticias e imágenes repetidas de conflictos lejanos o no tan lejanos, de bombas lanzadas contra poblaciones civiles, de masacres, de torturas, que tan asimiladas tenemos ya desde nuestra cómoda postura de receptores occidentales, quedan absolutamente superadas por el impacto de las palabras, de los testimonios de las mujeres que lucharon con el Ejército Rojo en la II Guerra Mundial.
No podemos salir indemnes de la experiencia. No podemos evitar una cierta herida emocional tras emprender este viaje en busca de la verdad y de la memoria, un viaje que reivindica el papel de tantas jóvenes anónimas a las que les tocó desempeñar el papel de heroínas, heroínas obligadas por las circunstancias, por el destino, silenciadas durante largas décadas porque aparentemente sus vivencias no podían aportar nada nuevo a la solemne historia oficial; porque las batallas siempre han sido cosa de hombres.
Mezcla de literatura, ensayo y periodismo, estamos ante un libro extraordinario, absolutamente imponente y revelador, que nos habla de una guerra diferente, una guerra cercana, íntima, una guerra contada no desde la perspectiva convencional de las batallas, los movimientos tácticos y los hechos concretos, sino desde el corazón y los sentimientos. Por eso duele tanto, sobrecoge y provoca el más visceral rechazo. Svetlana Alexiévich recorrió pueblos y ciudades de la antigua Unión Soviética en busca de sus protagonistas; entabló conversaciones con ellas, fue testigo de hondas confidencias, de lágrimas, de culpas, pero también de liberación y alegría ante la oportunidad que les daba de poder hablar, de contar lo que supusieron aquellos años terribles; de valorar por fin, en voz alta, el sacrificio realizado, la contribución femenina a un capítulo de la historia incompleto sin la mirada de una parte importante de sus testigos. “Ven. Ven, por favor. Llevamos tanto tiempo calladas. Cuarenta años con la boca cerrada…”, asegura que le pedían.
Hubo quienes se negaron a declarar, quienes no querían volver a un pasado que habían cubierto con un tupido velo, pero muchas otras aceptaron las visitas de esa mujer que hacía preguntas, que quería saber, que quería conocer de primera mano que sucedía en las trincheras, hasta qué punto los seres humanos estamos preparados para asumir el mal, para encontrar sentido a la vida en las situaciones más extremas, para controlar el miedo, para amar en medio de las más atroces experiencias, para seguir en pie cuando alrededor todo se convierte en derrumbamiento y horror.
Mezcla de literatura, ensayo y periodismo, estamos ante un libro extraordinario, absolutamente imponente y revelador, que nos habla de una guerra diferente, una guerra cercana, íntima, una guerra contada no desde la perspectiva convencional de las batallas, los movimientos tácticos y los hechos concretos, sino desde el corazón y los sentimientos.
“No estaría mal escribir un libro sobre la guerra que provocara nauseas, que lograra que la sola idea de la guerra diera asco. Que pareciera de locos. Que hiciera vomitar a los generales” confiesa la autora muy al comienzo del recorrido sus intenciones. Y ya en el tramo último, después de infinidad de encuentros, de charlas, de grabaciones, de anotaciones en cuadernos, reconoce que no ve el final del camino. “El mal parece infinito. Ya no puedo percibirlo sólo como un hecho histórico (…) ¿me enfrento al tiempo o al ser humano? Los tiempos cambian, pero, ¿y los humanos? Las repeticiones me hacen pensar en la torpeza de la vida…”
El libro se estructura como un relato colectivo, como un fresco coral. Los recuerdos, las voces, se van superponiendo. Los planos, los puntos de vista, nos ofrecen una panorámica múltiple, polifónica. El ritmo, el efecto que provocan tantas memorias rescatadas al mismo tiempo, va in crescendo, alcanzando cada vez más altas cotas de emoción, de estremecimiento. La narradora organiza todos los contenidos de los que dispone en distintos capítulos, en pequeñas piezas narrativas que llevan por título frases significativas, piezas capaces de apresar situaciones concretas. Las evocaciones de sus combatientes (aviadoras, jefas de zapadores, francotiradoras, conductoras de carros de combate, oficiales de la marina, especialistas en transmisiones, partisanas, enlaces en la clandestinidad, comandantes de cañón antiaéreo, enfermeras, cocineras…) se mezclan. Cada cual cuenta la historia desde su posición, con matices diferentes, con apreciaciones que cambian según el lugar desde el que la vivieron. Hay coincidencias, muchas coincidencias, pero también contrastes.
Y al mismo tiempo están las propias reflexiones de la escritora, una especie de diario de ruta en el que va dando cuenta del proceso de trabajo, de las preguntas que se va haciendo, de los momentos de duda y de esos instantes milagrosos en los que percibe que está tocando con la punta de los dedos ese tipo de verdades que tanto dicen acerca de la naturaleza del alma humana. “Soy consciente de que no deben redactarse el llanto ni los gritos, una vez redactados perderán importancia; la versión escrita saltará al primer plano y la literatura sustituirá la vida. Así es este material, la temperatura de este material. Supera los límites. En la guerra el ser humano está a la vista, se abre más que en cualquier otra situación, tal vez el amor sería comparable. Se descubre hasta lo más profundo, hasta las capas subcutáneas...”, nos informa.
Svetlana Alexiévich escucha, se acerca al sufrimiento, da cuenta de un tiempo no superado en el que anidan viejos anhelos y descubrimientos atroces. En todo momento se aleja del relato victorioso, porque en la guerra no hay victorias, solo dolor y pérdida. El monólogo que mantiene consigo misma se cruza con el diálogo con tantas mujeres a las que se siente próxima. Cerca de un millón formaron parte del ejército soviético y desempeñaron todas las especialidades militares. Las que hablan en este libro no son pocas y las representan a todas. “Nuestro grito debe guardarse en algún lugar del mundo. Nuestro aullido”, toma nota la periodista de esta frase que tanto dice de la necesidad de no olvidar, de preservar la memoria.
Hay testimonios sobrecogedores, en ocasiones escalofriantes en esta entrega. Los pasajes de crueldad, de vejación, son muchos, pero a ellos se superpone la compasión, la fraternidad, la ternura... Mucho tiempo mantuvo la autora el manuscrito sobre su mesa de trabajo. “Llevo dos años recibiendo cartas de rechazo de las editoriales. Las revistas guardan silencio. El veredicto siempre es el mismo: es una guerra demasiado espantosa. El horror sobra. Sobra naturalismo. No se percibe el papel dominante del Partido Comunista. En resumen, no es una guerra corriente…”, nos cuenta. Y se pregunta a continuación qué se entiende por correcto, si sólo cabe dejar constancia de los héroes y los actos de valentía; si sólo cabe olvidar el sufrimiento.
El monólogo que Alexiévich mantiene consigo misma se cruza con el diálogo con tantas mujeres a las que se siente próxima. Cerca de un millón formaron parte del ejército soviético y desempeñaron todas las especialidades militares. Las que hablan en su obra no son pocas y las representan a todas.
En la edición de la obra que acaba de publicar en España la editorial Debate, se incluyen retazos de conversaciones que Svetlana Alexiévich mantuvo con el censor, episodios recortados por la censura y otros que ella misma vetó, que no se atrevía a incluir en la obra. Con la llegada dela Perestroika de Gorbachov, a mediados de la década de los 80, el libro se convirtió en un acontecimiento y se realizó incluso una versión teatral. Las vicisitudes por las que hubo de pasar la autora la convierten en símbolo de una lucha, la de la visibilización de la historia de las mujeres, de la que aún quedan por escribir muchos episodios.
A través del periodismo, la ahora Premio Nobel quería acercar al público lector al otro lado de la contienda, ese lado opaco sólo atendido por la ficción. Pero en esta ocasión se trata de testimonios reales, desnudos, descarnados, sin artificios. “En lo que narran las mujeres”, explica la autora, “no hay, o casi no hay, lo que estamos acostumbrados a leer ya escuchar: cómo unas personas matan a las otras de forma heroica y finalmente vencen. O cómo son derrotadas. O qué técnica se usó y qué generales había. Los relatos son diferentes y hablan de otras cosas. La guerra femenina tiene sus colores, sus olores, su iluminación y su espacio. Tiene sus propias palabras. En esta guerra no hay héroes ni hazañas increíbles, tan solo seres humanos involucrados en una tarea inhumana…”
¿Con qué relatos nos encontramos entonces? será la pregunta que os estaréis haciendo los que hayáis seguido este texto hasta aquí. No esperéis declaraciones grandilocuentes expuestas ante grandes púlpitos. Se trata de confidencias en la intimidad sobre “lo sencillo y lo humano”, capaces de “vencer a lo grande, incluso de vencer a la Historia”, como dice la autora. Se trata de revelaciones dolorosas que gran parte de las veces han permanecido veladas, guardadas en el baúl de las pesadillas. Ahí está el gran valor de una entrega en la que hay contrastes, evidentemente, porque nadie vivió los acontecimientos de la misma manera, pero, en la que, tal vez, lo que más llama la atención son las coincidencias, el entusiasmo con el que todas esas mujeres se alistaron en cuanto estalló la guerra, muchas de ellas con apenas 16, 17 años, provenientes de organizaciones juveniles del Partido Comunista, educadas en la idea del bien común, de la defensa de la Patria.
Con la llegada de la Perestroika de Gorbachov, a mediados de la década de los 80, el libro se convirtió en un acontecimiento y se realizó incluso una versión teatral. Las vicisitudes por las que hubo de pasar la autora la convierten en símbolo de una lucha, la de la visibilización de la historia de las mujeres, de la que aún quedan por escribir muchos episodios.
Se repite una y otra vez la experiencia del rechazo primero por parte de oficiales que no confiaban en la valía femenina, de cómo hubieron de llamar a distintas puertas y saltarse los protocolos para hacer realidad su deseo de ir al campo de batalla. Se repite el dolor ante la separación de familias e hijos a los que no sabían si iban a volver a ver y la demostración de fuerza que hubieron de llevar a cabo para ser reconocidas por sus compañeros varones. Hay detalles que casi todas cuentan: el momento en el que les cortaron las trenzas, se vistieron con el uniforme masculino y calzaron botas que casi siempre les quedaban grandes. Y también los momentos en los que asomaba su coquetería innata y la rapidez con la que el cabello se les tiñó de blanco.
Y después de la victoria, cuando el Ejército Rojo venció a las tropas de Hitler y volvieron a la normalidad, a la vida cotidiana, hay una herida común: el desprecio de la sociedad, de las propias familias que se avergonzaban en muchos casos de ellas; de las mujeres que se quedaron en casa y que les echaban en cara haber combatido para robarles a sus hombres, unos hombres que no fueron capaces de defender a quienes habían sido sus iguales, a quienes fueron sus amigas y muchas veces, sí, sus amantes.
El rechazo de la sangre es otra de las constantes en los relatos. Muchas de estas mujeres, condecoradas por su valor en los campos de batalla, no pudieron volver a trabajar como enfermeras, ni pisar una carnicería ni vestirse de rojo cuando todo acabó. La mayoría hablan de enfermedades nerviosas, de dolencias surgidas con posterioridad, de los sueños sobresaltados, incluso décadas y décadas después, en el momento en el que son entrevistadas, ya convertidas en abuelas a las que les cuesta reconocer que un día fueron capaces de empuñar un arma y de matar.
Los escenarios del frío, de las heladas permanentes, que tantas veces se han utilizado por parte de los historiadores como uno de los elementos que contribuyeron a la derrota del ejército alemán, son escenarios de este recorrido en el que nos damos cuenta de que la idiosincrasia rusa y la firmeza de las convicciones de los combatientes, aún lejos de asumir que los ideales del comunismo estaban siendo traicionados por los dirigentes del partido, contribuyeron sobremanera a la victoria final.
La historia con mayúsculas, las barbaridades que ya estaba cometiendo el régimen estalinista con sus purgas, con su crueldad hacia los soldados hechos prisioneros, asoma como telón de fondo y nos habla de un momento en el que el pueblo soviético, capaz de vencer en la guerra, empezaba a ser consciente de que la utopía había saltado por los aires, un tema que siempre ha interesado a Svetlana Alexiévich y que ha explorado en profundidad en obras como El fin del “homo sovieticus”, que próximamente publicará en nuestro país la editorial Acantilado.
Hace frío, mucho frío en este recorrido, pero también asoma la primavera, la belleza del bosque, de los amaneceres, de las flores. “A veces oigo una música… O una canción… Una voz de mujer… Y allí encuentro lo que he sentido. Algo semejante (…) ¿Sabe lo preciosos que resultan los amaneceres en la guerra? Antes de un combate… Los observas y estás segura: ese podría ser el último. La tierra es tan bella… Y el aire… Y el sol…”, escuchamos la voz de Olga Nikítichna, que ejerció de cirujana militar. “Lo único que sé es que en la guerra las personas se vuelven espantosas e inconcebibles (…) Usted es escritora. Invéntese algo. Algo bonito. Sin parásitos ni suciedad, sin vómitos… Sin olor a vodka y a sangre… Algo no tan terrible como la vida…”, habla Anastasia Ivánovna, tiradora de ametralladora.
La historia con mayúsculas, las barbaridades que ya estaba cometiendo el régimen estalinista con sus purgas, con su crueldad hacia los soldados hechos prisioneros, asoma como telón de fondo y nos habla de un momento en el que el pueblo soviético, capaz de vencer en la guerra, empezaba a ser consciente de que la utopía había saltado por los aires.
De todo ello hablan las protagonistas. Hay temor, odio y muerte en sus historias, sus presencias son constantes y la autora se detiene largamente ahí, indaga, reflexiona… “La muerte es el tema más frecuente. La relación que tenían con la muerte: ella siempre merodeaba cerca. Era igual de cercana que la vida. Trato de entender cómo era posible salvarse en medio de aquella experiencia infinita de muerte (…) ¿Es posible contarlo? ¿Hasta dónde llegan nuestras palabras y nuestros sentimientos? ¿Qué está condenado a ser inexplicable?”, va desgranando sus interrogaciones.
Pero también hay amor, bondad y afán de supervivencia. Mientras avanzaba en la lectura no podía dejar de pensar en El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl, una obra que nos habla de cómo los seres humanos nos aferramos a la vida y llegamos a valorarla en su esencialidad en las situaciones más dramáticas y extremas. “En la guerra, el alma del ser humano envejece. Después de la guerra jamás volví a ser joven...”, cuenta Olga Yákovlevna, técnica sanitaria de una compañía de infantería, a quien su madre llegó a atar al carro que transportaba las pertenencias de la familia en el momento en el que huían del fuego enemigo, sin poder impedir que se liberara y se marchara al frente con un trozo de cuerda anudada a la mano.
El relato de esta mujer que participó en combates cuerpo a cuerpo, que asegura que no podrá olvidar nunca el crujido de los huesos y que no creerá a nadie que diga que no ha sentido miedo en la guerra, resulta estremecedor, como muchos otros. “¿Qué somos en realidad, de qué estamos hechos? ¿De qué material? ¿Cuál es su resistencia?”, se pregunta Alexiévich. Y argumenta: “Antes pensaba que el sufrimiento libera, que, tras superar las penas, el individuo ya solo se pertenece a sí mismo. Que su propia memoria le protege. Pero estoy descubriendo que no, no es una regla general. A menudo este saber e incluso el saber superior (inexistente en la vida normal) existen como un ente oculto, como una especie de reserva intangible y secreta, como las pepitas de oro en una mina. Hay que separar minuciosamente el lastre y rebuscar bien entre los sedimentos del ajetreo diario para finalmente hacerlo brillar. ¡Para que nos regale su preciada luz!”
Eso es lo que hace la escritora. A través de sus preguntas, de sus indagaciones, busca la verdad y anima a sus entrevistadas a recordar, a poner palabras a las zonas de sombra hasta encontrar un poco de luz. Esa luz casi siempre aparece cuando surge el tema del amor. “En la guerra, lo único personal es el amor. Lo demás es común, incluida la muerte”, escribe Svetlana Alexiévich, sorprendida ante el hecho de que la menor franqueza se diese, precisamente, cuando éste salía a relucir. Ahí había un límite, un espacio prohibido, una zona de defensa que se fue levantando tras las calumnias, las ofensas y el sufrimiento de la posguerra, esa otra batalla de la posguerra, explica la escritora, a la que muchas mujeres pedían que ocultase sus identidades cuando le descubrían sus enamoramientos, la pasión que sintieron por algún compañero de armas, esos momentos de felicidad que también experimentaron y que tantas veces acabaron en frustración.
Hay historias realmente emotivas y desgarradoras en la entrega. Imposible dar cuenta de todas, pero, ya que hablamos de amor, hay una muy especial, la de Lubov Fomínichna, una soldado, auxiliar sanitaria, que no dudó en buscar a su marido en las trincheras y permaneció a su lado, luchando y amando, hasta que él murió. O la de Efrosinia Grigórievna, capitán médico, que al caer su marido hizo todo lo que estuvo en su mano para que le dejaran enterrarlo en Bielorrusia, la tierra de ambos, en la localidad donde ya no le quedaba nada, donde sólo esa tumba le podía hacer sentir que tenía un lugar en el mundo al que regresar después de la guerra. O la de la auxiliar sanitaria Sofía K-vich, que se enamoró del segundo comandante de su batallón. Ella no duda en confesar que no deseaba el final de la contienda porque sabía que él iba a abandonarla y volver con su familia sin reconocer nunca a la hija de ambos (“Recuerdo la guerra como la mejor época de mi vida, allí fui feliz... Pero se lo ruego, no mencione mi apellido. Por mi hija...”)
Svetlana Alexiévich nos cuenta ciertamente otra guerra, esa otra guerra en la que los sentimientos pesan más que los hechos bélicos. Pero consigue, además, que leamos esos hechos, que veamos a sus protagonistas de otra manera y que pensemos, como dice la sargento Valentina Pávlova, comandante en una unidad de artillería, en el alto precio que tuvo que pagar el pueblo soviético –veinte millones de vidas humanas perdidas en cuatro años– por una victoria cuyos laureles se han atribuido tantas veces los Estados Unidos.
Antes hablaba de los ideales de unas gentes, gentes corrientes que de verdad creyeron en que era posible una sociedad transformada, igualitaria. Esos ideales truncados por un poder autoritario, esa derrota moral, late en todo el libro, aparece de fondo en muchas de las declaraciones. Imposible, una vez que cerramos las páginas, olvidar los pasajes de la lucha clandestina, la que se llevó a cabo lejos de las trincheras, la lucha de los partisanos, ayudados en todo momento por el pueblo.
La Premio Nobel consigue, además, que leamos esos hechos, que veamos a sus protagonistas de otra manera y que pensemos, como dice la sargento Valentina Pávlova, comandante en una unidad de artillería, en el alto precio que tuvo que pagar el pueblo soviético –veinte millones de vidas humanas perdidas en cuatro años– por una victoria cuyos laureles se han atribuido tantas veces los Estados Unidos.
Imposible olvidar esas escenas en las que los alemanes utilizaban a la gente que se había quedado en las aldeas como escudos humanos para esquivar las minas (hay un relato escalofriante de una soldado que evita matar a su propia madre, que viene en la avanzadilla, al verse obligada a disparar contra el enemigo). Y esas otras en las que, después de vencer, los soldados, hombres y mujeres rusas, al entrar en los pueblos alemanes, en bonitas e impolutas casas con el café humeante sobre las mesas –nada que ver con sus aldeas arrasadas por el fuego– se preguntaban cómo pudo una nación con tanto bienestar a su alcance provocar esa terrible guerra. La Historia nos habla de atroces actos de venganza y las mujeres de este libro no niegan casos de violaciones, pero cuentan también cómo, aún llenas de odio, no fueron capaces de devolver la crueldad que habían recibido; de cómo ante la mirada de los niños alemanes asustados no pudieron dejar de sentir compasión.
Imposible olvidar también los episodios donde se narran las torturas de la Gestapo. “Más que morir nos asustaba la posibilidad de traicionar”, relata Sofía Mirónovna, integrante de una organización clandestina, quien recuerda las terribles torturas que padeció al ser atrapada y cómo un fiscal nazi la sometió a largos interrogatorios, movido por la curiosidad de saber. “Ese nazi quería entender por qué éramos como éramos, por qué nuestras ideas eran tan importantes para nosotros…”, escuchamos su testimonio. Y la seguimos: “¡Me he encontrado con personas extraordinarias! Morían en los calabozos de la Gestapo, solo las paredes conocieron lo valientes que eran...”
“Más que morir nos asustaba la posibilidad de traicionar”, relata Sofía Mirónovna, integrante de una organización clandestina, quien recuerda las terribles torturas que padeció al ser atrapada y cómo un fiscal nazi la sometió a largos interrogatorios, movido por la curiosidad de saber. “Ese nazi quería entender por qué éramos como éramos, por qué nuestras ideas eran tan importantes para nosotros…”, escuchamos su testimonio.
Es difícil explicar el efecto que provocan tantas voces pidiendo ser escuchadas, tantos relatos de la desolación, pero si algo queda claro es que Svetlana Alexiévich consigue su objetivo: sacudir absolutamente nuestras conciencias y hacernos desmitificar los relatos gloriosos de cualquier contienda. La suya es una gran lección de periodismo. Frente a la urgencia de las noticias, a la rapidez con que se construyen las informaciones; frente a la falta de contraste y el exceso de banalidad, la escritora consigue ofrecernos una gran lección sobre la necesidad de tomarse tiempo, de detenerse, de ahondar, de aspirar a encontrar la verdad. El capítulo de las mujeres rusas que lucharon en la II Guerra Mundial ha tardado demasiado tiempo en darse a conocer. Antes que ellas, en otros lugares, en otros tiempos, hubo otras; algunas van saliendo a la luz, pero aún son muchas las que permanecen sepultadas tras capas y capas de olvido. Hoy también hay aventuras de mujeres valerosas que merecen la pena ser contadas. Pienso, por ejemplo, en las kurdas que están combatiendo al Estado Islámico. ¿Qué piensan, qué sienten, qué mueve a esas mujeres?
Tanto en La guerra no tiene rostro de mujer, como en sus restantes títulos (Voces de Chernóbil era el único publicado en España cuando se le concedió el Nobel; a partir de ahora podremos acceder a los demás) la autora bielorrusa realiza un trabajo que dignifica la práctica periodística, que se convierte en un auténtico acicate para quienes creemos en su valor. Durante toda la investigación, inmersa en las certezas pero también en las dudas, sin saber exactamente hacia dónde la habría de conducir el camino emprendido, Alexiévich se hace preguntas, preguntas para comprender, no para asumir los hechos, sino para entenderlos desde el cuestionamiento.
“La humanidad ha vivido miles de guerras (hace poco leí que en total se habían contabilizado más de tres mil, entre grandes y pequeñas), sin embargo, la guerra sigue siendo un gran misterio. Nada ha cambiado. Para descifrar el misterio intento reducir la Gran Historia hasta darle una dimensión de persona”, escuchamos su voz, una voz que se mezcla con las de sus protagonistas en busca de sentido. “El único camino es amar al ser humano. Comprenderlo a través del amor”, señala en un momento dado. Tomo sus palabras como el mejor punto final y os invito a entrar en este libro, a abrir sus puertas sabiendo que duele, pero también que, en cierto modo, algo cambiará en vuestros corazones.
La guerra no tiene rostro de mujer, de Svetlana Alexiévich, publicado por la editorial Debate, ha sido traducido por Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González.
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