miércoles, 6 de enero de 2016

LITERATURA. Sobre el escritor Emmanuel Carrère

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El hombre sin sombra

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LA MOUSTACHE, director Emmanuel Carrere on set, 2005, (c) Pathe Films/courtesy Everett Collection
Emmanuel Carrère, 2005. Fotografía: Cordon Press.
Decía el escritor Tom Spambauer que para saberlo todo de alguien bastaba con mirar la forma de su sombra a la luz de la luna.
Más allá de los —bellísimos— arrebatos poéticos de Spambauer, es fácil imaginar que la sombra del francés`Emmanuel Carrère debe tener forma de interrogante, o de jeroglífico. Seguramente ni siquiera esté pegada a su cuerpo, como si intentara abandonar a su propietario, segura de que va a meterle en problemas.
Carrère es uno de los valores literarios más seguros del mundo, un tipo en constante ebullición que escoge los sujetos de sus libros sin ningún ánimo coyuntural. De hecho, su primera obra popular, El adversario, sonó como si una orquesta entrara a todo trapo en el concierto de un cantautor: el libro sobre un asesino que en 1993 liquidó a toda su familia, no parecía a priori un firme candidato al trono en un país donde Houllebecq y Echenoz parecen llevarse todos los parabienes. Sin embargo, este señor de ojos pequeños que un día soñó con ser arponero, no necesitaba ni doscientas páginas para meterle a uno en la cabeza del demonio. La historia de Jean Claude-Romand, un hombre que durante quince años fingió ser médico cuando en realidad vagaba por los bosques o se echaba una siesta en las áreas de servicio, terminó como solo puede terminar una mentira que se perpetúa en el tiempo hasta invadirlo todo: con tragedia. Carrère, como Harry Mulisch en Sigfrido, lograba capturar la esencia del mal, ese momento en que la línea roja se muestra seductora, como si hacer lo peor no solo fuera la única opción sino que resultara insoportablemente atractiva.
El adversario fue solo la salva de aviso, el índice que te golpea rítmicamente la espalda para avisarte de que estás en medio de la autopista, a punto de ser atropellado. Carrère se convirtió en una celebridad, pero el francés no tenía veinte años, ni el ego sin domar, había nacido en 1957, escrito su primer libro en 1983 y sufrido la indiferencia del mundillo literario (excepto el francés, que ya le había vitoreado) hasta 1999, cuando publicó el relato del infierno desatado por Roman. Cierto es que en 1986 El bigote, una suerte de cuento con hombreras de Borges, sobre un tipo que decidía afeitarse su bigote y se encontraba de golpe y porrazo con que nadie le reconocía, ya dejó a unas cuantas almas oyendo sirenas, pero sin trascender más allá de los circuitos de culto.
Su extremada habilidad con la prosa y —especialmente— su capacidad para profundizar sin caer en los bucles filosóficos que acaban resultado anestésicos para el lector, le dieron al francés el empujón que necesitaba en pos de un proyecto endemoniadamente personal: todos los libros de Carrère hablan de Carrère. Probablemente, los seguidores del parisino sabrán tanto de él como muchos de sus amigos, porque el escritor exhibe su desnudez (sincera y madura, y sobre todo auténtica) en cada una de las páginas de sus obras. El autor combina, con una delicadeza que desarma a cualquier escéptico, esas dos columnas vertebrales que conviven en él: la parte de la tormenta, constante y brutal, que recorre el pasado del escritor (si también lo hace en el presente solo lo sabremos en el futuro, leyéndole) y que incluye una gran depresión y la certeza de que el pozo es su segunda residencia; la otra parte, la que ocupa ese personaje, agudo y observador, que posee la capacidad de avistar una historia antes de que esta asome la cabeza.
Así llegaron Limonov, otra de esas fábulas que resultarían imposibles de creer sino fuera porque son absolutamente ciertas, sobre un delirante ruso que parece diseñado para vivir en un circo de tres pistas y De vidas ajenas, una preciosa reflexión sobre la oscuridad, la que llega con las aguas de un tsunami que desmonta Tailandia o la que sorprende a un juez en su despacho, minándole lentamente, tomando la forma del cáncer. Con el propio Carrère como centro y puntal del relato, el lector se tambalea al ritmo de un libro anclado sobre la apabullante fragilidad del ser humano, frente a dos naturalezas: la que nos rodea y la que nos acompaña.
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Fotografía: Clemcal (CC)
Hay, además, un elemento muy importante que sitúa a Carrère en la órbita de pensadores como Elliot Weinberger o David Reiff, que consideran la erudición un instrumento y no un fin. Igual que el báculo que se utiliza cuando a uno le fallan las fuerzas, el escritor usa los clásicos cuando es consciente de que lo que desea relatar ya se ha dicho, con más destreza de la que él cree poseer. Por eso cada referencia apuntala el trabajo en lugar de despertar las dudas sobre el ego del autor y por el mismo motivo no hay torre(s) de Babel en los libros del de París. Sorprende también esa voluntad casi feroz de mirarse con lupa, como si el reconocimiento de sus debilidades fuera una condición sine qua non para seguir escribiendo sobre sí mismo. Sabido es que todos tenemos tendencia a concedernos una buena dosis de diplomacia (por no decir generosidad) cuando se trata de escrutarnos las vergüenzas, a Carrère no le tiembla la mano para recordarnos que siente miedo por su familia a diario, y que él mismo ha sido víctima de su fragilidad, apuntando —incluso— que cuando pensó en suicidarse estuvo comprobando la resistencia de las vigas de su casa y la medida de la soga o que escribió tres cartas para sus padres, sus hijos y su mujer y borró archivos que no quería que leyeran después de muerto. Esa sinceridad a bocajarro que podría convertirse en un arma arrojadiza resulta tan íntima en Carrère que es imposible no sentir que en cada una de sus páginas el francés se abre en canal y que no lo hace por exhibicionismo sino por una convicción pura de que solo así, con esa libertad (que toma y que reclama), puede escribir lo que desea. Carrère no solo se ve la viga en el ojo sino que le importa bien poco la paja en las retinas de sus semejantes.
Su último trabajo, El Reino, es otra demostración del talento, el arrojo y la habilidad del francés. En esta obra, inmensa, explica su propia odisea personal, la que le llevó a abrazar el catolicismo practicante después de una depresión que le sumió en la tristeza más absoluta y de la que planeó —confiesa— no salir. Ese camino, en el que Carrère toma como modelo al converso más célebre de todos los tiempos, Pablo de Tarso, le sirve al autor para hacer una radiografía de la religión. Una radiografía sin acritud, sin prejuicios, llena de matices emocionales adquiridos durante su propia experiencia («rezaba cada día y obligaba a mi familia a rezar conmigo. Algo que ellos se encargarían de seguir recordándome años después» dice) en el que se pregunta en voz alta por los mecanismos que nos llevan hasta los bancos de una iglesia a pedir de rodillas piedad al Dios que —nos han dicho— allí se aloja. Esos engranajes mentales que nos hacen reírnos del que reivindica al unicornio y respetar a los que adoran a una divinidad nacida de una mujer virgen, crucificada y resucitada, son para Carrère indicadores de la complejidad que se esconde tras el velo religioso. Una complejidad casi marciana, ancestral, transmitida en el ADN de la vieja Europa, que el parisino examina con una mezcla de calidez, complicidad y escepticismo. Imposible para muchísimos escritores; viable para Carrère.
Al escritor le queda además sitio para hablar de la canguro de sus hijos, de los orígenes apócrifos del cristianismo, del porno y de la resurrección (o no) de Jesús de Nazaret. Es tanta la ambición que por momentos el lector llega a sentir algo parecido al pánico escénico, pero el funambulismo de Carrère (esa disparatada brillantez formal) es capaz de transitar sin tambalearse por sujetos aparentemente incompatibles, con esa expresión de calma, del que ya se ha caído demasiadas veces y sabe que el suelo no es el final.
Es difícil definir qué pasa después de un libro del francés, más allá de la agobiante sensación de que falta demasiado para llevarse a las manos su siguiente trabajo. Su sabiduría, su cercanía (sin saber si es parte de su estilo o una forma de acercarse al lector) y su originalidad le hacen imprescindible en un mundo empeñado en lanzar etiquetas a diestro y siniestro y que sufre contracturas cada vez que este parisino con modos de sátiro se lanza a una nueva misión. Carrère es la versión literaria del kamikaze japonés, obcecado e implacable: el hombre que nunca huye, que no da marcha atrás y que no se rinde. Un tipo que ahuyentaría a su propia sombra.

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