Elvira Lindo
Lo que saben ellas
También existen en España mujeres como la de Madoff
ELVIRA LINDO 5 ENE 2014
La primera alegría de un sábado navideño: ir al cine y encontrarte la sala llena. Hurra. La segunda alegría de la semana: ir a ver la última de Woody Allen y que te entusiasme. Hurratracatrá. Soy de buen conformar: con esto ya tengo alimento espiritual para lo que resta de fiestas. Con respecto a la alegría 1, es obvio que me gusta comprobar cómo hay espectadores que aún mueven el culo para disfrutar de un filme, porque me consta que son muchos los académicos de la legua que ven los estrenos en pantalla de ordenador dado que no tienen tiempo de practicar con el ejemplo. Con respecto a la alegría 2, qué quieren, a mí que un individuo con 75 años demuestre que su talento está que arde, aunque nos haya hecho dudar de él estos años de periplo europeo, me ensancha el corazón. Quiere decir que no solo Woody Allen puede ser Woody Allen hasta que muera, también los demás podemos ir tan pichis a pesar de la fiera venganza del tiempo y no conformarnos con esa maldición que nos echan los neurólogos cuando afirman que las neuronas, con los años, se amojaman.
Teníamos la idea de que cualquier historia de ficción sobre la crisis había de ser por fuerza una tragedia, que no había más tono posible que el dramático para narrar lo que está pasando, y en estas viene el viejo Allen, que no me había entusiasmado desde Match point, y cuenta el complejísimo camelo económico que brotó en su país y se contagió a Europa a través de un inesperado personaje, el de la mujer de un especulador financiero, y lo hace el hombre sin renunciar a su gracia y a su ligereza habitual. No nos avisa con redoble de tambores de que intenta capturar el signo de los tiempos, ni de que se dispone a certificar la putrefacción del capitalismo, no estamos ante la gran película americana, no tiene las pretensiones, por ejemplo, de un Jonathan Franzen, que les ha hecho creer a muchos que no se puede entender Estados Unidos sin haber leído Libertad; tanto es así que ha conseguido que se la lea, como si fuera una biblia del presente, el mismo presidente Obama. No es el caso.
Woody Allen se vale, como suele, de su habitual tono menor, trufa lo grave con humor e ilustra la acción con las canciones que escuchaba en la radio cuando era niño. Y a pesar de esa falta de pretensiones tan de agradecer, no he visto hasta ahora un punto de vista sobre la burbuja financiera más original: se sirve de la decadencia mental de una mujer, Jasmine, esposa de un especulador inspirado en Bernard Madoff, que ve cómo las riquezas basadas en el más puro engaño y en la ruina ajena que su marido acumuló quedan confiscadas. Jasmine tiene la cara y el cuerpo de Cate Blanchett, que se nos presenta como una versión de Blanche Dubois contemporánea, pero si el personaje de Tennessee Williams venía a representar el derrumbe del universo de las damas del sur, en este caso se trata del descalabro final de unos cuantos sinvergüenzas a los que el Estado, con su falta de regulación, permitió malgastar a su antojo los ahorros ajenos.
La historia se centra en ella, en esa mujer. Sabemos que Alec Baldwin representa a un Madoff cualquiera, pero ella encarna a un personaje más desconocido, más sofisticado. He visto a mujeres como esa entrando en las tiendas de Madison Avenue. Cierto es que muchas no poseen la elegancia natural de Cate Blanchett y lucen caras sometidas a más operaciones, pero llevan el mismo uniforme: un pedazo de Hermès colgado del brazo, una chaqueta Chanel, unos zapatos de tacón bajo. Hay una hora al día, a eso de las doce, antes del almuerzo, en la que aparecen pertrechadas con unas enormes gafas de sol: un portero les abre la puerta de la tienda y un chófer les abre la puerta del coche. Son manos que jamás abren puertas, manos que no se manchan con los sucios negocios de sus maridos; mentes que lavan su conciencia con ciertas ocupaciones benéficas; espíritus ociosos que buscan entretenimiento y razones para vivir en la decoración de interiores y en el mantenimiento de una eterna juventud. Pueblan los pequeños bistrós laterales entre Park y Madison y comen ensaladas sin aliño. Las he visto. También existen en España, aunque aquí el dinero tienda más a esconderse por aquello de la no ostentación de la riqueza. Pero las hay. Cada país tiene las suyas. Comparten, en esencia, el ignorar de manera consciente de dónde brota el dinero, llegando a autoconvencerse de que todo es producto del talento de su flamante marido. No son más decentes que Carmela Soprano, la mujer de Tony, aunque tengan más clase vistiendo. Si bien olvidan interesadamente los chanchullos económicos del cónyuge, no llevan con tanta alegría que este les ponga los cuernos. La razón por la que muchas de ellas salen de las tiendas como encogidas hacia delante, abrazándose al bolso, es porque tienden a agacharse de manera refleja para que no les tropiece la tremenda cornamenta con el techo. De alguna manera los cuernos vienen en el pack que contiene un marido arribista, marrullero, embaucador. Cuando la mala suerte quiere que la justicia le eche el guante al maromo, ellas dicen que creían que el dinero caía del cielo. Y quieren que el mundo las crea.
No sabían nada. De los cuernos, tampoco (eso ya es cosa suya). Pero ya les vale (esto ya es cosa mía).
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