Hijo de la luz
Ahora que los superhéroes están de moda gracias al cine ha llegado el momento de hablar del padre de todos ellos: Superman.
José Abad
14.09.2011
De la popularidad de Superman daría cuenta un simple hecho: incluso quienes no han abierto un tebeo en su vida sabría decir algo, aunque sea poco, de su obra o milagros. No estamos ante una simple ficción. Superman es un icono, un símbolo, un mito. Con su fuerza sobrehumana ha arrancado de cuajo los barrotes de la viñeta y se ha instalado en el imaginario común como expresión de un puñado de deseos no por infantiles, menos viscerales. Superman tiene cuerpo de acero (nada puede herirlo) y corazón de oro (nada puede zaherirlo). No es un héroe, es un superhéroe; el primero de ellos. Es el patrón a partir del cual los sastres de la historieta han confeccionado esos centenares de justicieros que intentan convencernos de que la Justicia sería como una simiente capaz de germinar en el yermo más desazonador. Muchos lo ignoran pero, al igual que otros muchos santos, Superman fue un pecador en sus primeros tiempos. Me explico: en una historieta inicial, los padres de la criatura, el guionista Jerry Siegel y el dibujante Joel Shuster, llamaron Superman a un villano calvo cuyos poderes tenían origen en unos desquiciados experimentos típicos del folletín más rancio.
The Ring of Superman, publicada en 1933, no llamó la atención de absolutamente nadie. Tal vez estuviera predeterminado: el desprecio de la multitud es un requisito indispensable para aspirar luego a la santidad. Siegel & Shuster decidieron, entonces, darle la vuelta a la tortilla narrativa y bañar en una luz cuasi divina a este ser prodigioso. Superman no sería un canalla, sino la bondad personificada. Mejor aún, un Mesías. Y es que, aunque se hayan señalado semejanzas con Moisés o Sansón, Superman sería realmente una versión pulp de un enviado del Cielo. Su origen extraterrenal es conocido: Superman nació en el planeta Krypton a escasos días de que éste fuera reducido a polvo por un cataclismo. Su padre biológico lo puso a salvo enviándolo al espacio en una cuna interespacial; el pequeñuelo llegó a la Tierra y fue adoptado por un matrimonio genuinamente norteamericano: los Kent le inculcaron buenos modales, buen apetito, el gusto por la tarta de manzana y el amor por la patria. Al hacerse adulto, Superman se echó al mundo para obrar el Bien y combatir el Mal, sin la amenaza de una crucifixión estropeándole cualquier proyecto de futuro.
Con tales mimbres, no debiera sorprendernos que por orden del sacrosanto Ministerio de Información y Turismo, en 1964, la administración franquista vetara la publicación de los tebeos de éste y otros tipejos voladores. Temían, válganos el cielo, que los españolitos de entonces pudieran confundir un superhéroe vulgar con ángeles, querubines, serafines u otros espíritus celestes. Ni siquiera en tiempos de relajación, el nacional-catolicismo daba su brazo a torcer en cuestiones capitales como ésta: un individuo vestido con los colores de la bandera estadounidense, por muy pedazo de pan que fuera, no podía pretender un lugar en el Empíreo. Esta prohibición, que duró hasta 1971, recuerda a las que sufrió este campeón en la Italia de Benito Mussolini o en la Alemania del Tercer Reich. Que tampoco iban descaminadas. Superman es un claro paladín del american way of life: un chico sano, bien alimentado, poco leído, cuya misión es la salvaguarda de la comunidad. Para este mozarrón, el intento de deslucir el Día de Acción de Gracias sería un acto tan criminal como los deseos de destruir el planeta.
El problema de Superman ha sido su naturaleza pluscuamperfecta. Como ficción, es monolítica. Lo arduo, a lo largo de las décadas, ha sido añadir o eliminar matices sin traicionar la esencia. Y a pesar de todo, Superman se ha enfrentado, con talento y talante, a los órdagos de la moda y ha capeado las mil crisis habidas desde aquella lejana primera aparición en las vestes de redentor, corría junio de 1938, hasta el día de hoy. El personaje ha hallado abrigo y sustento en las manos de excelentes artistas (Curt Swan, John Byrne) y en autores de primera fila. Incluso Alan Moore ha arrimado su granito de arena a la construcción del templo; en contrapartida, los libretos de Moore poseen un mordiente del que carecen otros: en ¿Qué ocurrió con el hombre del mañana? (1986), por ejemplo, especulaba con un futuro en el que el Hombre de Acero hubiera pasado a ser un recuerdo y Superman -bajo una nueva identidad- viviera felizmente junto a Lois Lane sin el incordio de tener que escapar por la ventana, de un momento a otro, para ir a salvar a la humanidad. Porque una cosa es que Superman satisfaga el deseo de muchos -un deseo infantil, insisto- y otra muy distinta los deseos que debe de alimentar un tipo como él, que todo lo puede, que todo lo tiene, salvo la posibilidad de sentarse a contemplar cómo pasan estos días igual a nubes.
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