Manuel Vicent
MANUEL VICENT 7 OCT 2012
Así habla el Dios de Spinoza: deja de rezar y disfruta de la vida, trabaja, canta, diviértete con todo lo que he hecho para ti. Mi casa no son esos templos lúgubres, oscuros y fríos que tú mismo construiste y que dices que son mi morada. Mi casa son los montes, los ríos, los lagos, las playas. Ahí es donde vivo. Deja de culparme de tu vida miserable. Yo nunca dije que eras pecador y que tu sexualidad fuera algo malo. El sexo es un regalo que te he dado para que puedas expresar tu amor, tu éxtasis, tu alegría. No me culpes de lo que te han hecho creer. No leas libros religiosos. Léeme en un amanecer, en el paisaje, en la mirada de tus amigos, en los ojos de un niño. Deja de tenerme miedo. Deja de pedirme perdón. Yo te llené de pasiones, de placeres, de sentimientos, de libre albedrío. ¿Cómo puedo castigarte si soy yo el que te hice? Olvídate de los mandamientos que son artimañas para manipularte. No te puedo decir si hay otra vida. Vive como si no la hubiera, como si esta fuera la única oportunidad de amar, de existir. Deja de creer en mí. Quiero que me sientas cuando besas a tu amada, acaricias a tu perro o te bañas en el mar. Deja de alabarme. No soy tan ególatra. Así habla el Dios imaginario de Baruch Spinoza, filósofo panteísta del siglo XVII, judío sefardí, fundador de una escuela mística, de la que se han nutrido jipis, gurús, vendedores de semillas de calabaza y otros profetas de la moderna espiritualidad. Si existiera un Dios tan esteta y se hiciera visible, se le podría exigir que explicara el dolor de tantos inocentes, los millones de niños que mueren de hambre, la violenta depravación de muchos hombres con las mujeres, el instinto de matar que ha inscrito en las entrañas del ser humano. El Dios de Spinoza fluye sobre los verdes valles, sobrevuela las cumbres de nieve, se confunde con los ríos incontaminados, con los delfines azules, con las risas de los niños. Pero el mal no se corresponde con esa belleza. Ese Dios nos dice: dejad de pedirme cosas. ¿Me vais a decir a mí cómo hacer mi trabajo? Yo soy puro amor. Entonces, tendrá que explicarnos por qué allá donde vuelves el rostro no encuentras en este perro mundo más que maldad, guerras, basura moral, lágrimas y sangre de inocentes, que también forman ríos y mares.
Así habla el Dios de Spinoza: deja de rezar y disfruta de la vida, trabaja, canta, diviértete con todo lo que he hecho para ti. Mi casa no son esos templos lúgubres, oscuros y fríos que tú mismo construiste y que dices que son mi morada. Mi casa son los montes, los ríos, los lagos, las playas. Ahí es donde vivo. Deja de culparme de tu vida miserable. Yo nunca dije que eras pecador y que tu sexualidad fuera algo malo. El sexo es un regalo que te he dado para que puedas expresar tu amor, tu éxtasis, tu alegría. No me culpes de lo que te han hecho creer. No leas libros religiosos. Léeme en un amanecer, en el paisaje, en la mirada de tus amigos, en los ojos de un niño. Deja de tenerme miedo. Deja de pedirme perdón. Yo te llené de pasiones, de placeres, de sentimientos, de libre albedrío. ¿Cómo puedo castigarte si soy yo el que te hice? Olvídate de los mandamientos que son artimañas para manipularte. No te puedo decir si hay otra vida. Vive como si no la hubiera, como si esta fuera la única oportunidad de amar, de existir. Deja de creer en mí. Quiero que me sientas cuando besas a tu amada, acaricias a tu perro o te bañas en el mar. Deja de alabarme. No soy tan ególatra. Así habla el Dios imaginario de Baruch Spinoza, filósofo panteísta del siglo XVII, judío sefardí, fundador de una escuela mística, de la que se han nutrido jipis, gurús, vendedores de semillas de calabaza y otros profetas de la moderna espiritualidad. Si existiera un Dios tan esteta y se hiciera visible, se le podría exigir que explicara el dolor de tantos inocentes, los millones de niños que mueren de hambre, la violenta depravación de muchos hombres con las mujeres, el instinto de matar que ha inscrito en las entrañas del ser humano. El Dios de Spinoza fluye sobre los verdes valles, sobrevuela las cumbres de nieve, se confunde con los ríos incontaminados, con los delfines azules, con las risas de los niños. Pero el mal no se corresponde con esa belleza. Ese Dios nos dice: dejad de pedirme cosas. ¿Me vais a decir a mí cómo hacer mi trabajo? Yo soy puro amor. Entonces, tendrá que explicarnos por qué allá donde vuelves el rostro no encuentras en este perro mundo más que maldad, guerras, basura moral, lágrimas y sangre de inocentes, que también forman ríos y mares.
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