Pablo Salvador Coderch
PABLO SALVADOR CODERCH 16 SEP 2012
Cuando Charles de Gaulle, presidente de Francia y reconstructor de su memoria histórica, resolvió que Argelia debía ser independiente, uno de sus consejeros empezó a objetar: “¡Tanta sangre derramada!”. El general le cortó en el acto, adaptando al caso un proverbio latino: “Nada se seca antes que la sangre”. Y Argelia accedió a la independencia.
Cuenta la anécdota David Rieff en Contra el recuerdo (Against Remembrance), un libelo escrito en contra de la memoria histórica y donde defiende que si el recuerdo puede ser amigo de la justicia, raramente lo es de la paz. Rieff fue testigo, como periodista bélico, de la desintegración de la antigua Yugoslavia, un Estado imposible, cuyos habitantes, divididos en etnias irreconciliables, recordaban las matanzas durante la Segunda Guerra Mundial solo para tratar de vengarse de ellas dos generaciones después. La tesis, como todas las suyas, es polémica, pero tiene muchos puntos a su favor: juntos, el recuerdo y el resentimiento, la retribución y la revancha, el rencor y la rabia son remedios rastreros. Uno prefiere la paz, la piedad y el perdón, aunque sabe del triste destino de quien las propusiera para acabar con la carnicería de la Guerra Civil española. Rieff insiste mucho en que la memoria colectiva es ceremonial y conmemorativa, en que solo es un sucedáneo de la historia, o en que las naciones carecen de memoria, pues recordar es patrimonio de los seres humanos.
Mas hay ahí una confusión entre recordar y conocer, entre lo que los psicólogos llaman “memoria episódica” o autobiográfica, el recuerdo de aquello que hemos vivido, y “memoria semántica” o el conocimiento que hemos adquirido solo porque nos lo han enseñado, una distinción feliz acuñada por la gran psicóloga Endel Tulving hace 40 años. Aplicada a la memoria histórica, quiere decir que hemos de respetar el dolor de quien ha vivido el horror, propio o de los suyos, pero que la función primordial de la historia no es hacernos revivir el pasado, sino explicarnos qué ocurrió y por qué. Nadie puede recriminar a un judío superviviente del Holocausto por no poder sufrir la música de Richard Wagner, pero, históricamente, imputar la Shoah a un compositor muerto en 1883 es un anacronismo, como se harta de repetir Daniel Barenboim, el director wagneriano —y judío— más famoso de las últimas décadas. Las diatribas de Rieff contra la remembranza dan en el clavo cuando apuntan a que, al final, todo se olvida, pues ninguno de nosotros ha vivido las Cruzadas o la caída de Constantinopla. Son cosas que ya solo nos pueden enseñar —la Primera Cruzada empezó en 1095 y el Imperio Bizantino cayó en 1453, ¿lo recordaban ustedes?— pues ningún ser humano vivo puede recordar haberlas vivido. Y quienes apuntan a la circunstancia de que los contemporáneos nos seguimos aprovechando de las ventajas mal ganadas por los vencedores de conquistas atroces aciertan cuando defienden que las responsabilidades se pueden heredar, pero jamás cuando afirman que también lo hacen las culpas. No es así, la culpa es personal y nuestros hijos jamás habrían de ser considerados culpables de nuestros crímenes.
Rieff, viajero en lugares remotos, ha visto demasiadas estatuas erigidas para reyes entre los reyes, derribadas, medio enterradas en la arena, irreconocibles y justamente olvidadas. Y tiene razón cuando pide un límite a la reviviscencia de sucesos trágicos del pasado. Todo lo cual, insisto, no debería de ser obstáculo alguno a la indagación histórica, al buen trabajo de los historiadores, ajeno al de los legisladores, quienes, por más que lo hayan intentado y sigan haciéndolo, nunca consiguen imponer un mito por ley. El Edicto de Nantes, dictado en 1598 por Enrique IV, rey de Francia, prohibía a sus súbditos recordar las guerras de religión entre católicos y protestantes, la legislación francesa inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial corrió un velo sobre los ajustes de cuentas que la cerraron y leyes más modernas han llegado a prohibir la reproducción fotografías de Jean Paul Sartre fumando, algo que el intelectual por antonomasia hacía continuamente, pero a quien una generación de franceses veía, entre asombrada y cínica, hacer el signo churchilliano de la victoria, pues habían censurado la imagen del cigarrillo entre sus dedos medio e índice. Al final, siempre en vano. Y suerte que Francia es una democracia, pues las imposiciones legales de mitos históricos en la mayor parte de los países del mundo, que no lo son, resultan estremecedoras, no solo hilarantes o, a lo sumo, incómodas para la libertad de prensa.
La culpa es personal y nuestros hijos jamás habrían de ser considerados culpables de nuestros crímenes
¿Es bueno olvidar? Muchos juristas creen que la retribución está anclada en el ser humano y que la contemplación grave del castigo ritual distingue a la justicia de la venganza, recomponiendo el orden social alterado por el transgresor. Quizás. Pero de nuevo algunos psicólogos, como Kevin Carlsmith, ofrecen fundamento científico a la intuición antigua de que la reclamación reaviva el dolor sufrido, de que instigar el castigo hiere también a quien insta su imposición. El general De Gaulle, culto como todos sus sucesores en la presidencia de la república que fundara, conocía bien el tenor original del proverbio que citó: nada se seca antes que una lágrima.
Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil en la Universidad Pompeu Fabra.
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