Juan Marsé. Foto de Jesús G. Pastor. ("El País")
De mis archivos: Un paseo con Marsé
(1ª parte)-1993
Marcos Ordóñez. 18 septiembre 2012
Esta mezcla de crónica y entrevista apareció en la revista Co & Co (de vida fugaz pero intensa) diría que en el otoño de 1993. En todo caso, como veo por el texto, debió de ser a poco de publicarse El embrujo de Shangai. Marsé hablaba por primera vez sobre muchos asuntos que luego desarrollaría en otras charlas. A juzgar por las muchas veces que ha sido citada y/o utilizada, creo que quedó bien, que resultó vivaz e informativa, y que la voz de Marsé sonó verídica. Por eso me he decidido a recuperarla, podando y retocando aquí y allá, pero sin variar lo sustancial ni intentar ponerla al día: han pasado casi veinte años desde entonces.
Calle Martí, 104.
El paseo comienza en el número 104 de la calle Martí esquina Escorial, junto a la Clínica del Remedio, en la parte alta del barrio de Gracia. Aquí estamos los dos, al anochecer, parados ante la casa donde pasó su infancia. Marsé nació en Barcelona, el 8 de Enero de 1933 (“un Capricornio como la copa de un pino”) pero no en esa casa.
“Esa era la casa de mis padres adoptivos. Yo nací en Sarrià, en la calle Mañé y Flaquer. Mi padre natural era taxista. Estamos en el año 33, en plena República. No conocí a mi madre: murió a los quince días de mi nacimiento. Una tarde, una pareja sube al taxi de mi padre. La mujer rompe a llorar. El marido le cuenta que han perdido a su primer hijo y los médicos le han dicho que no podrá tener más. El taxista contesta: “Pues lo que es la vida, señora: yo acabo de perder a mi esposa y me he quedado solo, con dos criaturas por alimentar”. La otra criatura era mi hermana, que tenía cinco años. La mujer quiso ver al niño y el taxista les llevó hasta el piso de Sarriá: esa misma tarde me adoptaron. El taxista colocó también a mi hermana, a los pocos días, en la casa de un pariente de mi madre, y desapareció. Sólo le ví un par de veces en mi vida, el día de mi primera comunión y cuando se casó mi hermana. Comprendo que es un tema muy literario (o que a algunos les puede parecer muy literario) pero nunca lo he abordado como tal, directamente, aunque mis libros están llenos de chavales que se inventan a sus padres, o que, como el Pijoaparte, deciden ser hijos de sí mismos.
Salvo opinión contraria de algún psicoanalista, no creo que el hecho de ser hijo adoptivo me traumatizara. Mis padres adoptivos siempre fueron para mí mis padres a secas, y fui muy feliz con ellos. Eran los dos del campo de Tarragona; mi madre de L'Arboç, mi padre de Sant Jaume dels Domenys. En el año 31, cuando se proclamó la República, vinieron a vivir a Barcelona, en esa casa. Sí, eran de izquierdas. Mi padre adoptivo era agente de la Generalitat, y rabiosamente separatista. Militaba en aquel grupo llamado Nosaltres Sols, inspirado en el Sinn Fein de los independentistas irlandeses. Su héroe era Eamon De Valera, el líder del Sinn Fein, al que conoció en una de sus visitas a Cataluña, antes de la guerra. Después fue de Estat Catalá y en el 36 ingresó en el PSUC. Mi madre trabajaba en la sede central del partido, de telefonista, y era amiga de Comorera y de Vidiella. Cuando cayó Barcelona mi padre no quiso marcharse. Su hermano vivía en el sur de Francia y le llamó varias veces, pero no hubo forma. Naturalmente, fue a parar a la cárcel. Estuvo entrando y saliendo de la cárcel hasta finales de los 50, porque siempre que se preparaba algún acto importante, una visita de Franco o de sus mandamases, encerraban a los que tenían fichados por levantiscos. A través de mi tío, el francés, comencé a conocer a los resistentes: llegaban de noche a casa, con misteriosas maletas que contenían propaganda clandestina pero que yo imaginaba llenas de bombas y pistolas...”
La Calle del Laurel
A cuatro pasos de la calle Martí está la corta calle del Laurel: es casi un pasaje, con cuatro casas y cuatro acacias, que enlaza Escorial y Sors. “¿Ves ese restaurante chino,El Caballo de Oro? Ahí estuvo mi colegio, el Colegio del Divino Maestro. Llamarle colegio es mucho. Era una torre, una torre convertida en escuela por un personaje casi dickensiano (a la española, por supuesto: un Fagin ultrafranquista y ultracatólico), un hombre soltero que murió completamente loco. Se llamaba Ricardo Espinosa de los Monteros y era el director y único profesor del centro. Ahí estuve, cautivo, del 42 al 46. Fue un cambio enorme para mí. Recién acabada la guerra mis padres me enviaron al campo, a casa de los abuelos. Eran campesinos y siempre había algo del huerto para comer. Y sobre todo, un ambiente de libertad totalmente distinto al que se respiraba en Barcelona. En la escuela de la calle del Laurel éramos pocos alumnos, y no creo que ninguno de nosotros aprendiera nada útil ni interesante. Con Espinosa pasábamos el rosario cada día; le escuchábamos leer en voz alta las lecciones y procurábamos esquivar sus golpes, que era lo más difícil. Una de las mayores alegrías de mi infancia llegó el día en que pude escaparme del Divino Maestro para entrar de aprendiz en un taller de joyería de la calle San Salvador, a los trece años: de nuevo la libertad, el cielo abierto. Desde los 13 hasta los 15 fue una época maravillosa, porque mi trabajo me permitía estar todo el día en la calle, patearme Barcelona. Descubrí entonces la parte sur de la ciudad, donde casi todos los “clavadors”, que son los que engastan las piedras, y los “gravadors”, los que graban iniciales, tenían sus talleres, entre el Gótico y el Chino. Luego acabó la etapa de aprendizaje y comenzó el trabajo artesanal, mucho más aburrido – siete horas sin levantar cabeza - pero no demasiado complicado si uno se fija y pone interés, como casi todo".
Al lado del restaurante chino hay una vieja casa que no ha sufrido aún, extrañamente, los rigores de la piqueta. Es la casa de Encerrados con un solo juguete y, “recolocada” en la calle Camelias, la casa donde también transcurre buena parte de la acción de El embrujo de Shangai. La casa de Tina, la casa de Susana Franch.
“Tina, la protagonista de Encerrados, se llamaba María. Tenía tres años más que yo y dos hermanos, compañeros de clase en el Colegio del Maldito Espinosa. Uno de ellos, el mayor, estaba tísico, y tomaba el sol en la galería acristalada de la casa, envuelto en mantas y vahos de eucaliptus, como Susana en El embrujo. Yo mantenía con María una vaga relación sentimental, muy marcada por la diferencia de edad: en la adolescencia, tres años separan mucho. La familia de María - su madre, ella y los hermanos - vivía holgadamente, cosa bastante atípica en aquella época, porque su padre, un ingeniero textil de Sabadell, les enviaba dinero desde Japón. Trabajaba para una firma de Manchester y durante años vivió en Hong Kong, hasta que en 1949 llegó la revolución: desmantelaron las industrias extranjeras y los ingleses le trasladaron a Shangai. Para todos era un personaje mítico, por supuesto. Enviaba unas fotos deslumbrantes, en las que le veíamos en unas casas enormes, con piscina. María y los suyos se pasaron aquella época esperando que les llamara algún día a su lado, pero nunca llamó. Todo lo contrario. De repente dejó de enviar dinero, y cuando se presentó en Barcelona estaba arruinado, alcoholizado, hecho un desastre. Sus últimos años fueron patéticos. Pasaba los días en las tabernas del barrio, envuelto en uno de aquellos espléndidos kimonos, bebiendo vino barato y contándoles a todos sus hazañas en Oriente. Antes de su regreso pasé muchas horas en esa casa: la puerta estaba siempre abierta. Salía del taller y me iba allí, porque en mi casa no había nadie. Mi padre enlazaba un trabajo con otro o estaba en la cárcel, y mi madre también se pasaba el día fuera: trabajaba de enfermera, en casas particulares”.
Calle Martí, 104.
El paseo comienza en el número 104 de la calle Martí esquina Escorial, junto a la Clínica del Remedio, en la parte alta del barrio de Gracia. Aquí estamos los dos, al anochecer, parados ante la casa donde pasó su infancia. Marsé nació en Barcelona, el 8 de Enero de 1933 (“un Capricornio como la copa de un pino”) pero no en esa casa.
“Esa era la casa de mis padres adoptivos. Yo nací en Sarrià, en la calle Mañé y Flaquer. Mi padre natural era taxista. Estamos en el año 33, en plena República. No conocí a mi madre: murió a los quince días de mi nacimiento. Una tarde, una pareja sube al taxi de mi padre. La mujer rompe a llorar. El marido le cuenta que han perdido a su primer hijo y los médicos le han dicho que no podrá tener más. El taxista contesta: “Pues lo que es la vida, señora: yo acabo de perder a mi esposa y me he quedado solo, con dos criaturas por alimentar”. La otra criatura era mi hermana, que tenía cinco años. La mujer quiso ver al niño y el taxista les llevó hasta el piso de Sarriá: esa misma tarde me adoptaron. El taxista colocó también a mi hermana, a los pocos días, en la casa de un pariente de mi madre, y desapareció. Sólo le ví un par de veces en mi vida, el día de mi primera comunión y cuando se casó mi hermana. Comprendo que es un tema muy literario (o que a algunos les puede parecer muy literario) pero nunca lo he abordado como tal, directamente, aunque mis libros están llenos de chavales que se inventan a sus padres, o que, como el Pijoaparte, deciden ser hijos de sí mismos.
Salvo opinión contraria de algún psicoanalista, no creo que el hecho de ser hijo adoptivo me traumatizara. Mis padres adoptivos siempre fueron para mí mis padres a secas, y fui muy feliz con ellos. Eran los dos del campo de Tarragona; mi madre de L'Arboç, mi padre de Sant Jaume dels Domenys. En el año 31, cuando se proclamó la República, vinieron a vivir a Barcelona, en esa casa. Sí, eran de izquierdas. Mi padre adoptivo era agente de la Generalitat, y rabiosamente separatista. Militaba en aquel grupo llamado Nosaltres Sols, inspirado en el Sinn Fein de los independentistas irlandeses. Su héroe era Eamon De Valera, el líder del Sinn Fein, al que conoció en una de sus visitas a Cataluña, antes de la guerra. Después fue de Estat Catalá y en el 36 ingresó en el PSUC. Mi madre trabajaba en la sede central del partido, de telefonista, y era amiga de Comorera y de Vidiella. Cuando cayó Barcelona mi padre no quiso marcharse. Su hermano vivía en el sur de Francia y le llamó varias veces, pero no hubo forma. Naturalmente, fue a parar a la cárcel. Estuvo entrando y saliendo de la cárcel hasta finales de los 50, porque siempre que se preparaba algún acto importante, una visita de Franco o de sus mandamases, encerraban a los que tenían fichados por levantiscos. A través de mi tío, el francés, comencé a conocer a los resistentes: llegaban de noche a casa, con misteriosas maletas que contenían propaganda clandestina pero que yo imaginaba llenas de bombas y pistolas...”
La Calle del Laurel
A cuatro pasos de la calle Martí está la corta calle del Laurel: es casi un pasaje, con cuatro casas y cuatro acacias, que enlaza Escorial y Sors. “¿Ves ese restaurante chino,El Caballo de Oro? Ahí estuvo mi colegio, el Colegio del Divino Maestro. Llamarle colegio es mucho. Era una torre, una torre convertida en escuela por un personaje casi dickensiano (a la española, por supuesto: un Fagin ultrafranquista y ultracatólico), un hombre soltero que murió completamente loco. Se llamaba Ricardo Espinosa de los Monteros y era el director y único profesor del centro. Ahí estuve, cautivo, del 42 al 46. Fue un cambio enorme para mí. Recién acabada la guerra mis padres me enviaron al campo, a casa de los abuelos. Eran campesinos y siempre había algo del huerto para comer. Y sobre todo, un ambiente de libertad totalmente distinto al que se respiraba en Barcelona. En la escuela de la calle del Laurel éramos pocos alumnos, y no creo que ninguno de nosotros aprendiera nada útil ni interesante. Con Espinosa pasábamos el rosario cada día; le escuchábamos leer en voz alta las lecciones y procurábamos esquivar sus golpes, que era lo más difícil. Una de las mayores alegrías de mi infancia llegó el día en que pude escaparme del Divino Maestro para entrar de aprendiz en un taller de joyería de la calle San Salvador, a los trece años: de nuevo la libertad, el cielo abierto. Desde los 13 hasta los 15 fue una época maravillosa, porque mi trabajo me permitía estar todo el día en la calle, patearme Barcelona. Descubrí entonces la parte sur de la ciudad, donde casi todos los “clavadors”, que son los que engastan las piedras, y los “gravadors”, los que graban iniciales, tenían sus talleres, entre el Gótico y el Chino. Luego acabó la etapa de aprendizaje y comenzó el trabajo artesanal, mucho más aburrido – siete horas sin levantar cabeza - pero no demasiado complicado si uno se fija y pone interés, como casi todo".
Al lado del restaurante chino hay una vieja casa que no ha sufrido aún, extrañamente, los rigores de la piqueta. Es la casa de Encerrados con un solo juguete y, “recolocada” en la calle Camelias, la casa donde también transcurre buena parte de la acción de El embrujo de Shangai. La casa de Tina, la casa de Susana Franch.
“Tina, la protagonista de Encerrados, se llamaba María. Tenía tres años más que yo y dos hermanos, compañeros de clase en el Colegio del Maldito Espinosa. Uno de ellos, el mayor, estaba tísico, y tomaba el sol en la galería acristalada de la casa, envuelto en mantas y vahos de eucaliptus, como Susana en El embrujo. Yo mantenía con María una vaga relación sentimental, muy marcada por la diferencia de edad: en la adolescencia, tres años separan mucho. La familia de María - su madre, ella y los hermanos - vivía holgadamente, cosa bastante atípica en aquella época, porque su padre, un ingeniero textil de Sabadell, les enviaba dinero desde Japón. Trabajaba para una firma de Manchester y durante años vivió en Hong Kong, hasta que en 1949 llegó la revolución: desmantelaron las industrias extranjeras y los ingleses le trasladaron a Shangai. Para todos era un personaje mítico, por supuesto. Enviaba unas fotos deslumbrantes, en las que le veíamos en unas casas enormes, con piscina. María y los suyos se pasaron aquella época esperando que les llamara algún día a su lado, pero nunca llamó. Todo lo contrario. De repente dejó de enviar dinero, y cuando se presentó en Barcelona estaba arruinado, alcoholizado, hecho un desastre. Sus últimos años fueron patéticos. Pasaba los días en las tabernas del barrio, envuelto en uno de aquellos espléndidos kimonos, bebiendo vino barato y contándoles a todos sus hazañas en Oriente. Antes de su regreso pasé muchas horas en esa casa: la puerta estaba siempre abierta. Salía del taller y me iba allí, porque en mi casa no había nadie. Mi padre enlazaba un trabajo con otro o estaba en la cárcel, y mi madre también se pasaba el día fuera: trabajaba de enfermera, en casas particulares”.
Una foto
La primera vez que visité a Marsé vi una foto suya de esa época, en la biblioteca. Marsé adolescente en el taller de joyería: flaco, el cabello negro, espeso y revuelto, con camiseta Imperio, parece un joven judío de Queens, a lo John Garfield.
“En esa época era un golfo, engreído y probablemente bastante insoportable. ¿Qué hacía? Vida de barrio. Trabajar, y a la salida tomar vinos con los amigos. Muchos bares de entonces se mantienen aún en pie: el Viader, en Torrente de las Flores. El Bar Juventud, en la calle Tres Señoras. El Comulada de la plaza Rovira. Bares-bodega, donde se tomaba vino o cerveza o Picón de barrica. Los fines de semana íbamos a bailar a la Cooperativa de la Lealtad, en Gracia, donde ahora está el Teatre Lliure, o al Salón Venus, el Metro, el Cibeles, que esos sí que no existen. Íbamos a bailar y a intentar ligar, por supuesto. A apretarnos, porque no solía pasar de ahí. Hablando de apretar, uno de los mayores problemas era “que no se nos notase”. Un problema serio, porque con los calzoncillos y los pantalones de entonces, tan holgados, “se notaba”. Se notaba muchísimo, y la proa siempre quedaba a la altura de los ojos de las madres y abuelas y tías que se sentaban alrededor de la pista para controlar a sus niñas. Un amigo muy ocurrente me ofreció una solución: enlazar los extremos de la camiseta por la entrepierna con ayuda de un imperdible. Mi amigo se anticipó al body pero el invento tenía sus riesgos. Un domingo, la excesiva tirantez desbarató aquella especie de pañal gigante y el imperdible se me clavó en la cara interna del muslo en el momento más apasionado. Peor podía haber sido: cuestión de centímetros".
La Plaza Rovira
Ya no existe el cine Rovira, ni el gimnasio donde se entrenaban los jóvenes púgiles del barrio, ni la librería de compra-venta y alquiler de novelas. “Leía muchísimo, todo lo que pillaba. Mis vías de escape eran el cine y los libros. Alquilaba una novela por la tarde, a la salida del taller, me la leía por la noche y la cambiaba a la mañana siguiente. Leía de todo y en total desorden, si es que hay que tener un orden en las lecturas, que yo creo que no: Balzac y El Coyote, Stendhal y Salgari, Steventson y Edgar Wallace, en traducciones horribles, impresas en un papel que se deshacía entre los dedos. Y las novelas policiacas de la Biblioteca Oro y la "literatura seria" que publicaba José Janés, lo poco que dejaban: sus máximos exponentes eran Somerset Maugham y Lajos Zilahy, que no estaban nada mal (los cuentos de Maugham siguen siendo espléndidos), mezclados con Cecil Roberts y Maxence Van der Meersch. Y los descubrimientos: Santuario, de Faulkner, en la edición de Austral, por ejemplo. Me entusiasmó. Me gustó tanto que en la mili, como un idiota, se la pasé a un capitán que me pidió algo para leer y de poco no me arresta. “¡Le he pedido una novela! ¿No sabe usted lo que es una novela? ¡Una del oeste, coño!". Leía mucho, pero ni se me había pasado por la cabeza ponerme a escribir".
El virus comenzó precisamente en la mili, en Ceuta, el año 54. “Yo tenía 22 años y servía en la Comandancia General de Ceuta, en la Agrupación de Transmisiones. Lo de servía es un decir, porque no pegué golpe: tuve la suerte de conseguir lo que se llamaba "un plantón", un puesto de vigilancia, que resultó ser la finca de un Teniente Coronel. Una maravilla: rebajado de guardias y de todo; no tenía ni mosquetón. Me instalaba en el jardín a primera hora de la mañana y me pasaba el día leyendo. Y escribiendo. Al principio eran tonterías para el periódico del cuartel, como reseñas de películas que había visto (Muerte de un ciclista, por ejemplo). Le cogí el gusto y me encontré escribiéndole a María unas cartas larguísimas, páginas y páginas, en las que evocaba nuestra infancia en el barrio. Aquellas cartas se convertirían en la base de Encerrados con un solo juguete.
Marsé escribe su primera novela entre el 54 y el 58. “A mi regreso le pedí a María las cartas porque intuí que podrían convertirse en una novela, pero el primer borrador, muy deficiente, durmió casi tres años en un cajón. Tampoco tenía demasiado tiempo: trabajaba de ocho a tres en el taller y por las tardes me sacaba unos duros en una revista de cine, de vida efímera, que se llamaba Artcinema. Hacía de todo: redactar pies de foto, notas de cine y teatro, la sección de Cartas al Director, algunas entrevistas (dos, exactamente: una a Lola Flores y otra a Mario Cabré cuando su affaire con Ava Gardner), llevar el material a Censura... Trabajaba todo el día, y sin embargo lo que más recuerdo de esa época, entre el 57 y el 59, son sus noches, lo que entonces me parecía la “vida bohemia”: acostarse tarde porque te has tirado hasta la madrugada en un café, de tertulia, bebiendo ginebra en vez de vino o cerveza, con la cabeza llena de grandes conversaciones, grandes descubrimientos. El teatro de Arthur Miller y Tennessee Williams, que entonces acababa de llegar a Barcelona, tan distinto a lo que ofrecían las carteleras: recuerdo los estrenos de Panorama desde el puente, La rosa tatuada, La gata sobre el tejado de zinc, en el Comedia. Juliette Gréco y Trenet en el Emporium... ¿Los miembros de aquellas tertulias? Gente muy diversa, y muy apasionada por la literatura. Mi compañero de muchas noches era Joaquim Roca, que tenía un estanco en la calle Pelayo y era un entusiasta furioso de Oscar Wilde. O el crítico de teatro Celestí Martí Farreras, al que había conocido en Destino. O el escultor Xavier Corberó...
Sin embargo, mi mayor influencia de entonces vino de lejos. De Sevilla. Allí vivía la escritora Paulina Cruzat, a la que conocí gracias a mi madre, que cuidaba a la suya en una residencia de Barcelona. Paulina, muy amiga de Riba y de Foix, hacía crítica en la revistaÍnsula, que dirigía José Luis Cano, y a ella le envié mis primeros cuentos. Aparecieron en la revista (Plataforma posterior, en el 57; La calle del dragón dormido, en el 59) y aunque no cobré un duro su publicación fue un importante estímulo para mí. Así comenzó una correspondencia llena de orientaciones (me descubrió a Tolstoi y los novelistas rusos, por ejemplo), de sugerencias muy útiles para un joven escritor. Me animó mucho a seguir escribiendo. A instancias suyas envié otro cuento, Nada para morir, al premio Sésamo, y lo gané. Me pagaron mil pesetas y apareció en Destino: fue el acicate definitivo para terminarEncerrados con un solo juguete”.
Bar Apeadero
Por imperativos cronológicos dejamos atrás el barrio. En la calle Balmes esquina Provenza (o Provenza esquina Balmes, según se mire y según se entre, pues tiene dos puertas) está el Bar Apeadero, frente a la estación de Ferrocarriles Catalanes. Ahora es una cafetería impersonal, con barra metálica y mesas de plástico, como hay tantas, “pero en los primeros sesenta era uno de los pocos bares de esta zona, y allí nos reuníamos con Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Gabriel Ferrater y Jaime Salinas para tomar el aperitivo”. La editorial Seix Barral (conocida entonces como "La Casa Oscura") estaba a cuatro pasos. Una tarde de otoño del 59, Marsé se presenta en la Casa Oscura con el manuscrito de Encerrados bajo el brazo, para presentarlo al Premio Biblioteca Breve: está a punto de nacer el breve mito del Escritor Obrero, del que todavía se ríe.
“No conocía a nadie, estaba totalmente desvinculado del mundo literario barcelonés, pero aquel me parecía un premio distinto, una editorial distinta. Luis Goytisolo había ganado la primera edición con Las afueras, y la segunda, la del 59, había revelado a Juan García Hortelano con Nuevas amistades. Entregué el manuscrito a una recepcionista, firmé el acuse de recibo y me fuí. Unos días después mi madre me dijo: “Ha llamado un tal Carlos Barral, que quiere verte”. Me recibió Joan Petit y me llevó al despacho de Barral, que estaba con Josep Maria Castellet. Les había llamado mucho la atención la novela porque, dijeron, no tenía nada que ver con lo que les enviaban. Era la época del realismo social a todo trapo, y Encerrados les pareció una novela extraña, introspectiva, decadente... Cuando Castellet se enteró de que trabajaba en un taller se le caía la baba. ¡Al fin el espécimen más buscado en el panorama literario español! ¡Un escritor obrero, uno de verdad! Su alegría duró poco, porque no tardaron en descubrir que lo que yo quería era ser un escritor burgués y cobrar el máximo posible por los libros para escapar de las siete horas diarias en el taller. La verdad es que se portaron muy bien conmigo, y con Carlos Barral comenzó entonces una amistad que duró hasta su muerte. Ese mismo día vinimos a tomar unas copas aquí, al Apeadero, que pronto se convertiría en el centro habitual de reunión”.
Sin embargo, y contra todo pronóstico, Marsé no ganó el premio. “Votaron a favor Barral, Castellet, Juan Petit y creo que Luis Goytisolo, pero no hubo quorum y aquel año se declaró desierto: sí, chico, una putada. El finalista fue Daniel Sueiro, con La criba. Como magro consuelo, Encerrados se publicó con un membrete que decía “con honores de premio” pero, claro, no era lo mismo. Se hizo una fiesta de presentación y allí conocí a García Hortelano, a Ana María Matute.... a los escritores del momento”.
Postal de París
“Tras la publicación del libro me escapé a París. Castellet estaba vinculado a un organismo internacional que se llamaba algo así como Congreso por la Cultura, presidido por un poeta católico, Pierre Emmanuel. Me consiguieron una "bolsa de viaje" (que me duró apenas un par de meses) y un trabajo de “garçon de laboratoire” en el Institut Pasteur, en el Departamento de Bioquímica Celular que dirigía Jacques Monod, un personaje fascinante, que luego fue Premio Nobel. En Seix Barral apareció uno de sus libros fundamentales, El azar y la necesidad. Murió hará pocos años.
Ganaba lo justo para tabaco, libros y algunos cines. Hice de todo: di clases de español a la hija del pianista Robert Casadesús y tuve muchos trabajos, cortos y mal pagados. Vivía junto al Pont Neuf y frente a Les Halles, en un hotel cuyo nombre, Grand Duc de Bourgogne, poco tenía que ver con su interior. Frecuenté mucho a la gente del PC. Semprún, entonces el mítico Federico Sánchez, nos daba clases de teoría marxista. Acabé muy mal con el grupo. Eran muy puritanos y casi me hicieron un juicio político porque se enteraron de que había tenido un asunto con una chica del partido: resultó que estaba casada y su marido destinado en Argelia.
No tenía las cosas nada claras en esa época. Había publicado una novela pero no me sentía un escritor. Me obsesionaba con la idea de tener que volver al taller de joyería y quería ganar dinero cuanto antes, así que se me ocurrieron varias ideas absurdas. La primera fue escribir otra novela durante el verano. La segunda, todavía más disparatada, ganarme la vida como traductor en Seix Barral. De ese modo, en apenas tres meses cometí Esta cara de la luna, el único de mis libros que no he dejado reeditar. Descubrí una verdad fundamental: en literatura no hay nada peor que la prisa. La novela se publicó, pero no hizo sino aumentar mis dudas y mi depresión. Recuerdo la vergüenza que sentí cuando vi los primeros ejemplares en el escaparate de una librería de Granada, el mismo día en que estalló en Cuba la crisis de los misiles: agosto del 62. El editor de Ruedo Ibérico me había encargado un libro sobre Andalucía, que tenía que hacer a medias con un amigo de París, Antonio Pérez, del grupo El Paso, y el fotógrafo Albert Vidal. En Barcelona terminé el encargo e hice un último viaje a París para entregar el material. No llegó a publicarse, nunca supe porqué. Hará unos años intenté recuperar el manuscrito para contrastarlo con un nuevo viaje a Andalucía, por los mismos lugares, pero fue imposible: no logré dar con él.
No fui consciente de mi vocación hasta 1963, cuando comencé a escribir Ultimas tardes con Teresa”.
La primera vez que visité a Marsé vi una foto suya de esa época, en la biblioteca. Marsé adolescente en el taller de joyería: flaco, el cabello negro, espeso y revuelto, con camiseta Imperio, parece un joven judío de Queens, a lo John Garfield.
“En esa época era un golfo, engreído y probablemente bastante insoportable. ¿Qué hacía? Vida de barrio. Trabajar, y a la salida tomar vinos con los amigos. Muchos bares de entonces se mantienen aún en pie: el Viader, en Torrente de las Flores. El Bar Juventud, en la calle Tres Señoras. El Comulada de la plaza Rovira. Bares-bodega, donde se tomaba vino o cerveza o Picón de barrica. Los fines de semana íbamos a bailar a la Cooperativa de la Lealtad, en Gracia, donde ahora está el Teatre Lliure, o al Salón Venus, el Metro, el Cibeles, que esos sí que no existen. Íbamos a bailar y a intentar ligar, por supuesto. A apretarnos, porque no solía pasar de ahí. Hablando de apretar, uno de los mayores problemas era “que no se nos notase”. Un problema serio, porque con los calzoncillos y los pantalones de entonces, tan holgados, “se notaba”. Se notaba muchísimo, y la proa siempre quedaba a la altura de los ojos de las madres y abuelas y tías que se sentaban alrededor de la pista para controlar a sus niñas. Un amigo muy ocurrente me ofreció una solución: enlazar los extremos de la camiseta por la entrepierna con ayuda de un imperdible. Mi amigo se anticipó al body pero el invento tenía sus riesgos. Un domingo, la excesiva tirantez desbarató aquella especie de pañal gigante y el imperdible se me clavó en la cara interna del muslo en el momento más apasionado. Peor podía haber sido: cuestión de centímetros".
La Plaza Rovira
Ya no existe el cine Rovira, ni el gimnasio donde se entrenaban los jóvenes púgiles del barrio, ni la librería de compra-venta y alquiler de novelas. “Leía muchísimo, todo lo que pillaba. Mis vías de escape eran el cine y los libros. Alquilaba una novela por la tarde, a la salida del taller, me la leía por la noche y la cambiaba a la mañana siguiente. Leía de todo y en total desorden, si es que hay que tener un orden en las lecturas, que yo creo que no: Balzac y El Coyote, Stendhal y Salgari, Steventson y Edgar Wallace, en traducciones horribles, impresas en un papel que se deshacía entre los dedos. Y las novelas policiacas de la Biblioteca Oro y la "literatura seria" que publicaba José Janés, lo poco que dejaban: sus máximos exponentes eran Somerset Maugham y Lajos Zilahy, que no estaban nada mal (los cuentos de Maugham siguen siendo espléndidos), mezclados con Cecil Roberts y Maxence Van der Meersch. Y los descubrimientos: Santuario, de Faulkner, en la edición de Austral, por ejemplo. Me entusiasmó. Me gustó tanto que en la mili, como un idiota, se la pasé a un capitán que me pidió algo para leer y de poco no me arresta. “¡Le he pedido una novela! ¿No sabe usted lo que es una novela? ¡Una del oeste, coño!". Leía mucho, pero ni se me había pasado por la cabeza ponerme a escribir".
El virus comenzó precisamente en la mili, en Ceuta, el año 54. “Yo tenía 22 años y servía en la Comandancia General de Ceuta, en la Agrupación de Transmisiones. Lo de servía es un decir, porque no pegué golpe: tuve la suerte de conseguir lo que se llamaba "un plantón", un puesto de vigilancia, que resultó ser la finca de un Teniente Coronel. Una maravilla: rebajado de guardias y de todo; no tenía ni mosquetón. Me instalaba en el jardín a primera hora de la mañana y me pasaba el día leyendo. Y escribiendo. Al principio eran tonterías para el periódico del cuartel, como reseñas de películas que había visto (Muerte de un ciclista, por ejemplo). Le cogí el gusto y me encontré escribiéndole a María unas cartas larguísimas, páginas y páginas, en las que evocaba nuestra infancia en el barrio. Aquellas cartas se convertirían en la base de Encerrados con un solo juguete.
Marsé escribe su primera novela entre el 54 y el 58. “A mi regreso le pedí a María las cartas porque intuí que podrían convertirse en una novela, pero el primer borrador, muy deficiente, durmió casi tres años en un cajón. Tampoco tenía demasiado tiempo: trabajaba de ocho a tres en el taller y por las tardes me sacaba unos duros en una revista de cine, de vida efímera, que se llamaba Artcinema. Hacía de todo: redactar pies de foto, notas de cine y teatro, la sección de Cartas al Director, algunas entrevistas (dos, exactamente: una a Lola Flores y otra a Mario Cabré cuando su affaire con Ava Gardner), llevar el material a Censura... Trabajaba todo el día, y sin embargo lo que más recuerdo de esa época, entre el 57 y el 59, son sus noches, lo que entonces me parecía la “vida bohemia”: acostarse tarde porque te has tirado hasta la madrugada en un café, de tertulia, bebiendo ginebra en vez de vino o cerveza, con la cabeza llena de grandes conversaciones, grandes descubrimientos. El teatro de Arthur Miller y Tennessee Williams, que entonces acababa de llegar a Barcelona, tan distinto a lo que ofrecían las carteleras: recuerdo los estrenos de Panorama desde el puente, La rosa tatuada, La gata sobre el tejado de zinc, en el Comedia. Juliette Gréco y Trenet en el Emporium... ¿Los miembros de aquellas tertulias? Gente muy diversa, y muy apasionada por la literatura. Mi compañero de muchas noches era Joaquim Roca, que tenía un estanco en la calle Pelayo y era un entusiasta furioso de Oscar Wilde. O el crítico de teatro Celestí Martí Farreras, al que había conocido en Destino. O el escultor Xavier Corberó...
Sin embargo, mi mayor influencia de entonces vino de lejos. De Sevilla. Allí vivía la escritora Paulina Cruzat, a la que conocí gracias a mi madre, que cuidaba a la suya en una residencia de Barcelona. Paulina, muy amiga de Riba y de Foix, hacía crítica en la revistaÍnsula, que dirigía José Luis Cano, y a ella le envié mis primeros cuentos. Aparecieron en la revista (Plataforma posterior, en el 57; La calle del dragón dormido, en el 59) y aunque no cobré un duro su publicación fue un importante estímulo para mí. Así comenzó una correspondencia llena de orientaciones (me descubrió a Tolstoi y los novelistas rusos, por ejemplo), de sugerencias muy útiles para un joven escritor. Me animó mucho a seguir escribiendo. A instancias suyas envié otro cuento, Nada para morir, al premio Sésamo, y lo gané. Me pagaron mil pesetas y apareció en Destino: fue el acicate definitivo para terminarEncerrados con un solo juguete”.
Bar Apeadero
Por imperativos cronológicos dejamos atrás el barrio. En la calle Balmes esquina Provenza (o Provenza esquina Balmes, según se mire y según se entre, pues tiene dos puertas) está el Bar Apeadero, frente a la estación de Ferrocarriles Catalanes. Ahora es una cafetería impersonal, con barra metálica y mesas de plástico, como hay tantas, “pero en los primeros sesenta era uno de los pocos bares de esta zona, y allí nos reuníamos con Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Gabriel Ferrater y Jaime Salinas para tomar el aperitivo”. La editorial Seix Barral (conocida entonces como "La Casa Oscura") estaba a cuatro pasos. Una tarde de otoño del 59, Marsé se presenta en la Casa Oscura con el manuscrito de Encerrados bajo el brazo, para presentarlo al Premio Biblioteca Breve: está a punto de nacer el breve mito del Escritor Obrero, del que todavía se ríe.
“No conocía a nadie, estaba totalmente desvinculado del mundo literario barcelonés, pero aquel me parecía un premio distinto, una editorial distinta. Luis Goytisolo había ganado la primera edición con Las afueras, y la segunda, la del 59, había revelado a Juan García Hortelano con Nuevas amistades. Entregué el manuscrito a una recepcionista, firmé el acuse de recibo y me fuí. Unos días después mi madre me dijo: “Ha llamado un tal Carlos Barral, que quiere verte”. Me recibió Joan Petit y me llevó al despacho de Barral, que estaba con Josep Maria Castellet. Les había llamado mucho la atención la novela porque, dijeron, no tenía nada que ver con lo que les enviaban. Era la época del realismo social a todo trapo, y Encerrados les pareció una novela extraña, introspectiva, decadente... Cuando Castellet se enteró de que trabajaba en un taller se le caía la baba. ¡Al fin el espécimen más buscado en el panorama literario español! ¡Un escritor obrero, uno de verdad! Su alegría duró poco, porque no tardaron en descubrir que lo que yo quería era ser un escritor burgués y cobrar el máximo posible por los libros para escapar de las siete horas diarias en el taller. La verdad es que se portaron muy bien conmigo, y con Carlos Barral comenzó entonces una amistad que duró hasta su muerte. Ese mismo día vinimos a tomar unas copas aquí, al Apeadero, que pronto se convertiría en el centro habitual de reunión”.
Sin embargo, y contra todo pronóstico, Marsé no ganó el premio. “Votaron a favor Barral, Castellet, Juan Petit y creo que Luis Goytisolo, pero no hubo quorum y aquel año se declaró desierto: sí, chico, una putada. El finalista fue Daniel Sueiro, con La criba. Como magro consuelo, Encerrados se publicó con un membrete que decía “con honores de premio” pero, claro, no era lo mismo. Se hizo una fiesta de presentación y allí conocí a García Hortelano, a Ana María Matute.... a los escritores del momento”.
Postal de París
“Tras la publicación del libro me escapé a París. Castellet estaba vinculado a un organismo internacional que se llamaba algo así como Congreso por la Cultura, presidido por un poeta católico, Pierre Emmanuel. Me consiguieron una "bolsa de viaje" (que me duró apenas un par de meses) y un trabajo de “garçon de laboratoire” en el Institut Pasteur, en el Departamento de Bioquímica Celular que dirigía Jacques Monod, un personaje fascinante, que luego fue Premio Nobel. En Seix Barral apareció uno de sus libros fundamentales, El azar y la necesidad. Murió hará pocos años.
Ganaba lo justo para tabaco, libros y algunos cines. Hice de todo: di clases de español a la hija del pianista Robert Casadesús y tuve muchos trabajos, cortos y mal pagados. Vivía junto al Pont Neuf y frente a Les Halles, en un hotel cuyo nombre, Grand Duc de Bourgogne, poco tenía que ver con su interior. Frecuenté mucho a la gente del PC. Semprún, entonces el mítico Federico Sánchez, nos daba clases de teoría marxista. Acabé muy mal con el grupo. Eran muy puritanos y casi me hicieron un juicio político porque se enteraron de que había tenido un asunto con una chica del partido: resultó que estaba casada y su marido destinado en Argelia.
No tenía las cosas nada claras en esa época. Había publicado una novela pero no me sentía un escritor. Me obsesionaba con la idea de tener que volver al taller de joyería y quería ganar dinero cuanto antes, así que se me ocurrieron varias ideas absurdas. La primera fue escribir otra novela durante el verano. La segunda, todavía más disparatada, ganarme la vida como traductor en Seix Barral. De ese modo, en apenas tres meses cometí Esta cara de la luna, el único de mis libros que no he dejado reeditar. Descubrí una verdad fundamental: en literatura no hay nada peor que la prisa. La novela se publicó, pero no hizo sino aumentar mis dudas y mi depresión. Recuerdo la vergüenza que sentí cuando vi los primeros ejemplares en el escaparate de una librería de Granada, el mismo día en que estalló en Cuba la crisis de los misiles: agosto del 62. El editor de Ruedo Ibérico me había encargado un libro sobre Andalucía, que tenía que hacer a medias con un amigo de París, Antonio Pérez, del grupo El Paso, y el fotógrafo Albert Vidal. En Barcelona terminé el encargo e hice un último viaje a París para entregar el material. No llegó a publicarse, nunca supe porqué. Hará unos años intenté recuperar el manuscrito para contrastarlo con un nuevo viaje a Andalucía, por los mismos lugares, pero fue imposible: no logré dar con él.
No fui consciente de mi vocación hasta 1963, cuando comencé a escribir Ultimas tardes con Teresa”.
(Continuará)
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