Enrique Vila-Matas
ENRIQUE VILA-MATAS 24 SEP 2012
¿Y qué decir del amor por un país extranjero? Parece una especie de nacionalismo al revés: lo Distinto encanta, lo Idéntico aburre, lo Otro exalta… Llevo años enamorándome de lo extraño, y este septiembre no ha sido la excepción: septiembre viajero en el que vi lugares foráneos, mientras releía a fondo El gran Gatsby (Anagrama), gran historia de amor.
"A mí me habían invitado de verdad", dice en ella Nick Carraway, el narrador. Y ahora juraría que, como si se tratara de un lugar foráneo, es la propia novela de Scott Fitzgerald la que me invita a hablar aquí del amor. En ella hay una frase bien extraña que recientemente comentó con agudeza Siri Hudvest en Una súplica para Eros (Circe): aparece en la escena en la que Carraway, a petición de Gatsby, ha invitado a Daisy a su casa para que así los antiguos amantes se reencuentren; cuando eso ocurre y Nick les quiere dejar solos, ellos se resisten a que se vaya. "Tal vez mi presencia les hacía sentirse más satisfactoriamente solos", escribe Nick.
¿Qué puede significar ese "satisfactoriamente"? Para Hudvest expresa la idea de que el amor, para existir, necesita ser visto. Posiblemente, una pareja la componen tres personas. Y quizás estar enamorado sea un estado tan inenarrable que solo un testigo pueda transformarlo en creíble, real.
El amor, está claro, es el único sentimiento que introduce la idea del otro, el único que nos permite escapar de la trampa de la identidad propia, de lo neuróticamente abocado a uno mismo. ¿Será verdad que uno está enamorado cuando se da cuenta de que otra persona es única? Aquí no sabría qué decir. ¿Y es cierto que solo nos atraen las historias de amor infelices? A esto puedo responder que se trata de un tópico que desmontan novelas como Ada o el ardor, de Nabokov, donde sin cesar los enamorados son inteligentes y, encima, desenfrenadamente felices, y nosotros leemos la historia con notable entusiasmo. ¿O no?
¿Amor y belleza son conceptos idénticos? Quizás sí, pero tampoco está tan claro. Stendhal, por ejemplo, viaja por Italia y se enamora de ese país con tal fuerza que su coup de foudre adopta el rostro de una actriz que canta en Ivrea el Matrimonio secreto de Cimarosa; esta actriz tiene un diente delantero roto, pero la verdad es que eso importa poco para el coup de foudre. ¿O no nos acordamos ya de que Werther se enamora de Carlota, entrevista por una puerta mientras corta rodajas de pan para sus hermanitos, y esa primera visión, aunque trivial, le conduce a la más fuerte de las pasiones y al suicidio?
Me atasco de pronto —el amor es un gran atasco, decía Chesterton— y acabo volviendo a Daisy y Gatsby, a los que evoco sentados en los escalones de la casa de su amigo Carraway, vigilados estrecha y "satisfactoriamente" por este, que sigue las instrucciones de Daisy, que le ha pedido que esté bien atento, "por si hubiera un incendio o una inundación".
¿Una novela leída recientemente y que me haya emocionado? Sin duda, Hace cuarenta años, de Maria Van Rysselberghe (Errata Naturae). ¿De qué personaje de ficción estuve enamorado? De Aida (Claudia Cardinale) bajando las escaleras en La chica con la maleta de Valerio Zurlini. Y de Anna Karenina, por supuesto. Inolvidable Anna en el tembloroso tren, leyendo una novela inglesa con una pequeña linterna que sujeta en el brazo de su butaca. En un vagón cercano viaja Vronsky, pero ella no lo sabe todavía. Es una escena extraordinaria de la gran literatura: Anna, la novela y la linterna, el iluminado tren cruzando la noche rusa, la conmovedora vida en movimiento.
Amor es sinónimo de incendio y noche rusa, pero también de absurdo y, por supuesto, de humor. Juan Marsé recordaba el otro día una réplica en Pasión de los fuertes, de John Ford, con Henry Fonda en este diálogo:
—Y tú, Mac, ¿nunca has estado enamorado?
—No, yo he sido camarero toda mi vida.
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