Juan Marsé. Foto de Jesús G. Pastor ("El País")
De mis archivos: Un paseo con Marsé (2ª parte) - 1993
Por: Marcos Ordóñez | 26 de septiembre de 2012
Esta mezcla de crónica y entrevista apareció en la revista Co & Co (de vida fugaz pero intensa) diría que en el otoño de 1993. En todo caso, como veo por el texto, debió de ser a poco de publicarse El embrujo de Shangai. Marsé hablaba por primera vez sobre muchos asuntos que luego desarrollaría en otras charlas. A juzgar por las muchas veces que ha sido citada y/o utilizada, creo que quedó bien, que resultó vivaz e informativa, y que la voz de Marsé sonó verídica. Por eso me he decidido a recuperarla, podando y retocando aquí y allá, pero sin variar lo sustancial ni intentar ponerla al día: han pasado casi veinte años desde entonces.
El cine Roxy
“Estaba ahí enfrente, presidiendo la plaza Lesseps, donde ahora está ese banco. Era el cine de lujo del barrio. Un cine de reestreno, de “selectos programas dobles”, como decían entonces, pero mucho más grande que el Mahón y el Rovira, con una platea enorme y escalinatas a la entrada; la cima de la Calle de los Cines. La Calle de los Cines era la Calle Salmerón, luego rebautizada como Gran de Gracia. Alguna gente del barrio, la de antes de la guerra, todavía la llama Salmerón. Desde Diagonal hasta la plaza Lesseps, en menos de un kilómetro, contaba con cuatro cines: el Miramar, el Mundial, el Proyecciones y el Selecto. Y siempre estaban llenos. En aquella época la gente iba muchísimo al cine, varias veces por semana. Yo me convertí en un adicto a finales de los cincuenta. Por esas fechas, mi padre consiguió una plaza en el Ayuntamiento, en la sección de higiene, como desratizador. Desratizaba cines y gracias a eso yo entraba gratis. Conocía a los porteros y a los acomodadores. Decía "Soc el fill d'en Marsé" y me dejaban pasar.
Mi cine es el cine de aquella época. "El cine de los sábados", como lo llama Terenci. El cine como generador de mitos, como estimulante de mi imaginación o mi capacidad de soñar. Cuando el cine se puso a explicar la vida, cuando se convirtió en una ventana abierta a la realidad, poco a poco dejó de interesarme. Al principio el neorrealismo me pareció estupendo, pero al poco tiempo me dí cuenta de que aquel cine tan sincero, tan real, estaba asestando un golpe fatídico al mito, y yo nunca había ido al Roxy o al Rovira para que me contaran cómo era la vida, sino cómo podía ser.
Entré en el mundo del cine, como profesional, a mi vuelta de París, tras el fracaso de lo de las traducciones. Gracias a Joan Petit, que dirigía el departamento en Seix Barral, conseguí algún libro. Traduje del francés El pabellón de oro, la primera novela de Mishima que apareció en España. Era un pésimo negocio: pagaban poquísimo (siempre han pagado poquísimo) y yo era de una lentitud terrible. A los dos meses tuve que ponerme a buscar trabajos complementarios como loco. Entré en una agencia de publicidad y redacté innumerables solapas para editoriales. Luego me cayó el encargo de traducir el guión de una coproducción franco-española, El conde Sandorf, sobre una novela de Julio Verne; una historia de aventuras dirigida por un viejo realizador francés, Georges Lampin, que años atrás había tenido un cierto éxito con una adaptación de El Idiota protagonizada por Gérard Philippe. El conde Sandorf se rodó en gran parte en Barcelona, el año de las inundaciones, con Louis Jourdan, Paco Rabal y Serena Vergano, quien, por cierto, durante el rodaje conoció a su futuro marido, Ricardo Bofill. Me entendí bien con Lampin, hasta el punto de que me ofreció rehacer algunos diálogos y escribir nuevas escenas, y a partir de ahí formé un tándem con Juan García Hortelano, que por entonces vivía en Barcelona.
Así comenzó una época estupenda, una de las mejores de mi vida. Lo pasábamos muy bien juntos, el trabajo era muy sencillo y cobrábamos cada sábado. Nuestro jefe era el director Germán Lorente, que ambientaba todas sus historias en la Costa del Sol o la Costa Brava: quedaba cosmopolita, el equipo podía bañarse y tomar el sol, y era más agradable, en definitiva, que respirar la polvareda de los platós.
Casi siempre era el mismo asunto: un arquitecto o escritor en crisis que acababa redimido por amor. Nos sentábamos Juanito y yo, con una botella de whisky, y comenzábamos a parir disparates. La que tal vez quedó más apañada fue Donde tú estés(1964), quizás porque el protagonista era Maurice Ronet y el director de fotografía era un cámara buenísimo, Massimo Dallamano, que había hechoLos Tarantos, con Rovira Beleta, y que a fin de cuentas acababa siempre dirigiéndolas él. No, qué iba a dar aquello para vivir. Para beber y punto. En este país, entonces y ahora, el guionista siempre ha sido el último mono, y se le paga como tal”.
Marsé no vuelve a colaborar en un guión hasta 1973, año de Mi profesora particular, de Jaime Camino. De ahí saltamos al 76, cuando Roberto Bodegas, al que había conocido en París, rueda la no menos oscura Libertad provisional.
“Jaime Camino nos ofreció, a Gil de Biedma y a mí, construir un guión a partir de una historia autobiográfica que debían protagonizar Serrat y Analía Gadé. Jaime Gil tenía una tarde genial y llegó con un título: Tocar el piano mata. Yo le pregunté: “¿Y de qué va la historia?”. “Ah, ni idea”, dijo. “Pero ¿verdad que es un buen título?”. Para justificarlo nos inventamos un melodrama criminal completamente enloquecido : el instrumento del crimen tenía que ser, por supuesto, un piano; un piano que provocaría la electrocución del pianista cuando se pulsara determinada combinación de notas. De aquel delirio quedaron unas pocas secuencias. La película acabó llamándose Mi profesora particular, un título sosísimo, y pese al reclamo de Serrat en el cartel fue un fracaso bastante considerable.
Tenía más elementos personales míos, en cambio, la película de Roberto Bodegas, una historia un tanto "pijoapartesca" llamada Libertad provisional, del año 76, aunque fue un rodaje muy accidentado y el resultado final tampoco tuvo mucho que ver con lo que nos habíamos propuesto.
¿Las adaptaciones de mis novelas? (largo suspiro o bostezo o suspiro mezclado con bostezo). La primera fue La obscura història de la cosina Montse, de Jordi Cadena, en el 77. Horrorosa. Un error de principio a fin, que partía de un guión totalmente incomprensible para mí. Nunca entendí que se pretendía con aquello: desde trasladar la época de los primeros sesenta a la actualidad, hasta dejar de lado los temas fundamentales de la novela para reducirla a una historia de polvos. Creo que a Cadena nunca le interesó la novela, y con la película buscaba otra cosa que nunca supe muy bien qué era y me parece que él tampoco. ¿Aranda? Aranda es distinto; sabe narrar una historia. A veces. La muchacha de las bragas de oro (1980), por ejemplo, está muy bien traicionada. Si te dicen que caí(1989), en cambio, es un galimatías, con una obsesión, que tampoco entiendo, por acentuar los contenidos eróticos, las escenas con una cierta carga sexual, en detrimento de la atmósfera y la poesía del libro. En El amante bilingüe (1993) sucede tres cuartas de lo mismo. De Últimas tardes con Teresa (1984) prefiero ni hablar. Colaboré en el guión intentando salvar algo, porque la adaptación me parecía chatísima, sin ningún vigor, y los diálogos no tenían ni pies ni cabeza. Gonzalo Herralde parecía más interesado en los muebles y los vestidos que en los personajes: cuando ví la película me pareció estar contemplando un animal disecado. ¿Trabajos que me hayan satisfecho, en los últimos años? Trabajé muy a gusto con Francesc Betriu y el guionista Gustau Hernàndez; primero en la adaptación de Vida Privada (1987), la novela de Josep Maria de Sagarra (cuatro episodios de una hora, para televisión), y luego en la adaptación de Un día volveré (1993), también por episodios, que se acabó hará tres años y TVE todavía no ha emitido por motivos que se me escapan. No la he visto, ni un solo plano. Ví los estupendos decorados de Gil Parrondo, que reconstruyó en estudio la plaza Rovira de la época y otras zonas del barrio, y sé que los protagonistas son Nacho Martínez (Jan Julivert Mon), Eusebio Poncela (el juez Klein), Assumpta Serna (su mujer), Charo López como Balbina... Probablemente la vea este otoño: Fernando Lara me dijo que iban a pasar la serie completa en el Festival de Valladolid. Mi último trabajo ha sido colaborar en el guión y diálogos de El largo invierno del 39, de Camino, con él y Gutiérrez Aragón”.
El sótano negro
Estamos ahora ante el numero 518 de la calle Muntaner. “No, no mires hacia arriba. Abajo, abajo. En el sótano. Ahí vivía Jaime Gil en aquella época. Un sótano, un pequeño apartamento en los bajos de ese edificio. El sótano “más negro que mi reputación”, que decía él. Apenas un dormitorio, un baño, una cocina minúscula y una salita de estar, pero siempre llena de gente: Barral e Yvonne, Gabriel Ferrater, Jaime Salinas, Salvador Clotas, Helena Valentí, Luis Marquesán, Miguelito Barceló...
A Jaime Gil le había conocido en Seix Barral y nos vimos en el Apeadero y en otros bares, pero luego yo me fuí a París y él a Manila. Fue en esa época, la época de los guiones con Juanito Hortelano, entre el 62 y el 65, cuando la relación se estrechó, en el Sótano Negro. ¿Qué quieres que te diga de Jaime? Era una persona extraordinaria; conocerle me cambió la vida. Para un escritor, tan importante es lo que escribe como lo que lee o lo que habla con sus amigos, y en ambos sentidos Jaime Gil era una fuente inagotable. Nos veíamos casi a diario. Tomábamos copas juntos, quedábamos en el sótano, pasábamos los fines de semana en Sitges o en la casa de Carlos e Ivonne, en Calafell, y las vacaciones en su casa de Segovia, en la Nava de la Asunción...
La supervisión de Jaime Gil fue fundamental en la escritura de Ultimas tardes con Teresa. Escribí una buena parte del libro en La Nava, en el verano del 64, y puede decirse que él leyó el manuscrito casi capítulo a capítulo; sus sugerencias (sugerencias de gran lector, de gran escritor) fueron utilísimas, inestimables.
La primera imagen del libro surgió de una verbena. Una verbena de San Juan en una gran torre de La Bonanova, y un muchacho mirando desde la cancela, un muchacho al que quise ver como una mezcla de Julien Sorel y Jay Gatsby. Esas fueron las influencias mayores: El Rojo y el Negro, de Stendhal, y El Gran Gatsby, de Scott Fitzgerald. Y una novela de Henry James, La princesa Casamassima, que sólo conocía por un ensayo de Lionel Trilling.
Aunque en1965 gané el Premio Biblioteca Breve con Últimas tardes, nunca pensé que tantos años después fueran a reeditarla. No te creas que se impuso fácilmente: unos cuantos críticos “engagés” de entonces se llevaron las manos a la cabeza y me acusaron de reaccionario, de hacer el juego al Régimen, por tomarme a coña a los revolucionarios de salón. Corrales Egea, por ejemplo, escribió una crítica delirante en los “Cuadernos del Ruedo Ibérico”, donde se decía que “era muy significativo que la novela hubiera pasado censura”, insinuando una especie de contubernio con el Ministerio. Su teoría consistía en que la novela era mala porque al final el Pijoparte no tomaba conciencia. Lo que él no sabía es que para pasar censura tuve que ir a Madrid y discutir párrafos enteros con Robles Piquer, por aquel entonces Director General de Cultura Popular y Espectáculos, que al final decidió dar luz verde al libro. Era un tiempo muy curioso: si no te jodían unos, te jodían los otros”.
La calle Legalidad
Volvemos al barrio, ante mi pesada insistencia en ver el solar de la calle Legalidad donde una noche de enero de 1949 mataron y enterraron a Carmen Broto, posiblemente el crimen más sonado de la posguerra barcelonesa, y cuya cabellera rubio platino flamea por entre las páginas de Si te dicen que caí. “Bueno, aquí lo tienes. Ya te dije que no había nada que ver: un bloque de edificios de la Caja de Ahorros. Durante muchos años, los años de mi infancia, estuvo ese solar abierto. Ahí la llevaron sus asesinos. Eran tres; un padre y un hijo y un amigo de ambos. Fue un crimen horroroso, torpísimo, muy español. Los tres la conocían del bar Alaska, en el Paseo de San Juan, y decidieron emborracharla para robarle las joyas. Ella comenzó a gritar y acabaron matándola a golpes. La enterraron como pudieron y al poner de nuevo el coche en marcha, un Ford Balilla, el petardeo del tubo de escape alertó al vigilante de la zona. Nerviosos, no se les ocurrió otra cosa que abandonar el coche y salir por pies. Estaban sentenciados y lo sabían, así que optaron por quitarse de enmedio. Dos suicidios y los dos con cianuro, curiosamente: el padre se mató a la puerta de su taller de cerrajero, y el amigo, Viñas, en una pensión del Raval, dejando una nota que decía "No se culpe a nadie de mi muerte. La vida es sueño". El hijo pasó veinte años en la cárcel; él me contó la historia.
Cuando comencé a escribir el libro, del solar sólo quedaban las cuatro palmeras que lo rodeaban, pero el hueco seguía abierto en mi memoria. Ese hueco, y, frente a él, un grupo de niños al anochecer, jugando a detectives, inventándose el relato que sus padres no habían querido contarles y que rondaba, hecho jirones, por las esquinas y las tabernas del barrio.
Era en 1970. Yo había publicado, sin excesivo éxito, mi cuarta novela, La oscura historia de la prima Montse. Seguía escribiendo, por las mañanas, y por las tardes me ganaba la vida como redactor jefe de la revista Bocaccio. Era una mala época. La euforia de la "gauche divine" se había ido al diantre con los procesos de Burgos; decretaban estado de excepción cada dos días y Franco parecía que iba a ser eterno. Aunque eso daba un poco igual: yo estaba convencido de que Franco moriría, por ley de vida, pero que su régimen y su censura iban a continuar.
Si te dicen que caí es un ajuste de cuentas con el franquismo, con lo que hicieron con mi infancia. Llevaba unos pocos capítulos cuando me dí cuenta de que aquello no se publicaría nunca, pero me lié la manta a la cabeza y decidí escribirla de todos modos. Fue como comenzar a tirar de un hilo. Vi el solar de la calle Legalidad, y el jardín y los cimientos de la iglesia, entonces aún sin construir, junto a la Capilla Expiatoria de las Animas del Purgatorio, en la calle Escorial (la has visto antes: hoy es la parroquia de San Miguel de los Santos), y los primeros escarceos eróticos con las huerfanitas de la Casa de Familia de la calle Verdi, y la fiesta mayor, y las calles adornadas con techos de papelitos y guirnaldas de colores, y el Taylor y sus pistoleros, y la trapería...
El mapa salió solo; no había más que seguir a aquellos niños, escuchar sus voces cantando una canción que, como en el verso de Machado, llevaba “confusa la historia y clara la pena”. Es mi libro más personal, el más febril y el más alucinado. Me daba igual si se publicaba o no; lo importante era escribirlo”.
Pero se publicó. En Méjico. Le recuerdo aquel libro enorme, con la portada del grabado de Goya, Saturno-Franco devorando a sus hijos. Aquel libro tan difícil de encontrar entonces, en el 73: había pocos ejemplares y nos los pasábamos como si fueran octavillas subversivas, y desde luego lo eran.
“Alguien me habló, mediada la novela, de la convocatoria del Primer Premio Internacional de novela México. Me presenté, gané, y allí se imprimió el libro, en la Editorial Novaro. Fue todo tan rápido que no tuve tiempo ni de corregir galeradas, y apareció con una montaña de erratas. Quince años más tarde, en el 88, volví sobre la novela, con motivo de su reedición. Corregí y corté bastante; cuando releo siempre suelo cortar, muy raramente añado cosas. Corté y, sobre todo, redistribuí. Dos capítulos de la edición mexicana desaparecieron y repartí ese material por el libro. Esa es la edición definitiva de Si te dicen que caí, aunque sé muy bien que no hay ediciones definitivas”.
De vuelta a casa
Comienza a ser tarde y Marsé está cansado: hora de retirarse. Un dedo de whisky “con mucha agua” en el Comulada de la Plaza Rovira, a punto de cerrar. “Desde el infarto llevo una vida muy tranquila. Nada de tabaco - eso fue lo más duro: estuve varios meses sin poder escribir ni una línea -, poquísimo alcohol, dieta controlada... En Barcelona veo a muy poca gente. Escribo, leo, paseo... Alguna tarde voy al cine, con Joan de Sagarra (lo último que vimos fue Sin Perdón, de Clint Eastwood: extraordinaria) y a la que puedo nos escapamos con Joaquina a la casa de Calafell. Hace poco, cuando estaba terminando El embrujo de Shangai, Carmen Balcells me organizó una fiesta de cumpleaños, una fiesta sorpresa. Llegué a su despacho a toda prisa porque me dijo que teníamos que tratar un asunto muy urgente; abro la puerta y me encuentro a más de cien personas cantando “Cumpleaños Feliz”. Fue muy cariñoso y muy amable por su parte, pero tardé varios días en recuperarme: demasiada gente, demasiado follón”.
Tras la publicación de Si te dicen que caí, Marsé se convierte en un clásico indiscutible, uno de los monstruos sagrados de la literatura en castellano. Naturalmente, se lo toma a broma.
“Lo cierto es que fue el comienzo de una racha bastante buena. Después de Si te dicen que caí vino la época del Por Favor, una época divertidísima - Lara me publicó Confidencias de un chorizo, mi sección en la revista, en el 77, en una colección en la que aparecieron textos de Manolo Vázquez, de Perich, de casi todos los que escribíamos allí - y luego el Premio Planeta, en el 78, por La muchacha de las bragas de oro, que me resolvió muchos apuros económicos y me permitió, sobre todo, comprar tiempo y tranquilidad para escribirUn día volveré”.
Vamos bajando hacia su casa, en la calle Sicilia. A partir de La muchacha (cuyo origen, cuenta, fue “un libro de memorias, Descargo de conciencia, de Laín Entralgo, y una frase del De Profundis de Wilde: "Arrepentirse de algo es modificar el pasado”, sus libros van apareciendo con una cadencia tan regular como sosegada. Emplea cuatro años en la escritura de Un día volveré, publicado en 1982 y para mi gusto muy superior a Si te dicen que caí, y otros dos para componer Ronda del Guinardó (1984), una novela corta magistral de poco más de cien páginas, con la que demuestra que para un escritor mayor no hay formatos menores. Tras el arrechucho cardíaco vuelve a colaborar en prensa, de marzo a diciembre del 87: ochenta y cuatro extraordinarios retratos que aparecen semanalmente en El País y que Tusquets recogerá, en el 88, en la colección "Cuadernos Ínfimos", bajo el título de Señoras y Señores.
Un año antes, da a Seix Barral cuatro relatos (Historia de Detectives, El Fantasma del cine Roxy, Noches de Bocaccio y Teniente Bravo), que verán la luz bajo el título de este último, una tragicómica obra maestra, la patética y grandiosa ordalía de un joven oficial librando una guerra personal contra un potro de gimnasia que se resiste a ser domado.
“Es cierto que he escrito pocos cuentos. Después de los de la revista Ínsula y el que ganó el Sésamo, hay un bache de casi veinte años hasta Parabellum, que publiqué en 1977 enBazaar, una de las incontables revistas que aparecieron durante la transición, y que era una especie de guión de lo que luego se convertiría en La muchacha de las bragas de oro. Hará cosa de un par de años escribí un relato erótico, Una liga roja en un muslo moreno, que me pidieron los de Planeta para una antología llamada El fin del milenio. Y poco más”.
Marsé entra en la década de los noventa a lomos de un nuevo premio, el Ateneo de Sevilla por El amante bilingüe. “Lo calificaron de divertimento, y tenían razón: me divertí mucho escribiéndolo. Una psicóloga amiga me contó la historia: uno de sus pacientes, catalán acrisolado, comenzó a presentarse en círculos ultranacionalistas hablando en castellano charnego, con patillas, pantalón estrecho y zapatos de tacón cubano, y su familia corrió a pedirle tratamiento. A partir de ese caso - y del tema eterno de la necesidad de ser otro - surgió la historia".
Tres años más tarde (es decir, hará escasos meses) inaugura la colección Ave Fénix de Plaza con El embrujo de Shangai, una nueva mirada sobre el mismo paisaje, y una nueva obra maestra: “A los críticos les encantan las certidumbres y poder decir que esta novela cierra un ciclo o supone un retorno a los orígenes, cuando la verdad es que todo es mucho más sencillo. Casi hasta el final no me dí cuenta de que había vuelto a la vieja casa de la Calle del Laurel, aunque ahora estuviera situada en mitad de la calle Camelias; a aquella galería acristalada en la que flotaban vahos de eucaliptus; al recuerdo del hombre que enviaba postales desde Japón inventándose el paraíso. Casi hasta el final no me dí cuenta de lo que ya sabía, de lo que siempre he sabido: se escribe una y otra vez el mismo libro". Un libro concentradísimo (200 páginas) hasta la destilación, que se despliega como un acordeón en la memoria, cuya rota melodía persiste, se niega a desaparecer, nos acompaña como un gato por las esquinas del barrio. Nos despedimos en el portal. Marsé entra en su casa.
El espejo del ascensor
“Aquí está de nuevo, siempre pertrechado para irse al infierno en cualquier momento. El rostro magullado y recalentado acusa las rápidas y sucesivas estupefacciones sufridas a lo largo del día, y algo en él se está desplomando con estrépito de himnos idiotas y banderas depravadas. Las facciones se traban, compulsivas, antes de desmoronarse. Se trata de un sujeto sospechoso de inapetencias diversas y como deslomado, desriñonado y despaldado. Ceñudo, maldiciente, tiene la pupila desarmada y descreída, escépticos los hombros, la nariz garbancera y un relámpago negro en el corazón y en la memoria. No ha tenido mucho gusto en haberse conocido. Habría preferido pasar de largo de sí mismo, pero acepta resignado el saludo hipócrita del espejo y la broma pesada de la vida: al nacer se equivocó de país, de continente, de época, de oficio y probablemente de sexo. Hay en los ojos harapientos, arrimados a la nariz tumultuosa, una incurable nostalgia del payaso de circo que siempre quiso ser. Enmascararse, disfrazarse, camuflarse, ser otro. El Coyote de Las Animas. El Jorobado del Cine Delicias. El Vampiro del Cine Rovira. El Monstruo del Cine Verdi. El Fantasma del Cine Roxy. Nostalgia de no haber sido alguno de ellos. Es fláccida la encarnadura facial, quizás porque la larga ensoñación detrás de las máscaras imposibles, el aburrimiento y el alcohol y la luctuosa telaraña franquista de casi cuarenta años abofetearon y abotargaron las mejillas y las ilusiones. El tipo es bajo, desmañado, poco hablador, taciturno y burlón. No se considera un intelectual, y soporta mal que le traten como si lo fuera. Ama las tabernas y las papelerías de barrio, y los flancos luminosos de los quioscos que exhiben tebeos y novelas baratas de aventuras. Las banderas le producen auténtico terror. Come ensaladas y escribe a mano. Pero no hay nada que le aburra tanto como hablar de sí mismo, así que basta”.
(Autorretrato, Señoras y Señores, 1988)
Tres años más tarde (es decir, hará escasos meses) inaugura la colección Ave Fénix de Plaza con El embrujo de Shangai, una nueva mirada sobre el mismo paisaje, y una nueva obra maestra: “A los críticos les encantan las certidumbres y poder decir que esta novela cierra un ciclo o supone un retorno a los orígenes, cuando la verdad es que todo es mucho más sencillo. Casi hasta el final no me dí cuenta de que había vuelto a la vieja casa de la Calle del Laurel, aunque ahora estuviera situada en mitad de la calle Camelias; a aquella galería acristalada en la que flotaban vahos de eucaliptus; al recuerdo del hombre que enviaba postales desde Japón inventándose el paraíso. Casi hasta el final no me dí cuenta de lo que ya sabía, de lo que siempre he sabido: se escribe una y otra vez el mismo libro". Un libro concentradísimo (200 páginas) hasta la destilación, que se despliega como un acordeón en la memoria, cuya rota melodía persiste, se niega a desaparecer, nos acompaña como un gato por las esquinas del barrio. Nos despedimos en el portal. Marsé entra en su casa.
El espejo del ascensor
“Aquí está de nuevo, siempre pertrechado para irse al infierno en cualquier momento. El rostro magullado y recalentado acusa las rápidas y sucesivas estupefacciones sufridas a lo largo del día, y algo en él se está desplomando con estrépito de himnos idiotas y banderas depravadas. Las facciones se traban, compulsivas, antes de desmoronarse. Se trata de un sujeto sospechoso de inapetencias diversas y como deslomado, desriñonado y despaldado. Ceñudo, maldiciente, tiene la pupila desarmada y descreída, escépticos los hombros, la nariz garbancera y un relámpago negro en el corazón y en la memoria. No ha tenido mucho gusto en haberse conocido. Habría preferido pasar de largo de sí mismo, pero acepta resignado el saludo hipócrita del espejo y la broma pesada de la vida: al nacer se equivocó de país, de continente, de época, de oficio y probablemente de sexo. Hay en los ojos harapientos, arrimados a la nariz tumultuosa, una incurable nostalgia del payaso de circo que siempre quiso ser. Enmascararse, disfrazarse, camuflarse, ser otro. El Coyote de Las Animas. El Jorobado del Cine Delicias. El Vampiro del Cine Rovira. El Monstruo del Cine Verdi. El Fantasma del Cine Roxy. Nostalgia de no haber sido alguno de ellos. Es fláccida la encarnadura facial, quizás porque la larga ensoñación detrás de las máscaras imposibles, el aburrimiento y el alcohol y la luctuosa telaraña franquista de casi cuarenta años abofetearon y abotargaron las mejillas y las ilusiones. El tipo es bajo, desmañado, poco hablador, taciturno y burlón. No se considera un intelectual, y soporta mal que le traten como si lo fuera. Ama las tabernas y las papelerías de barrio, y los flancos luminosos de los quioscos que exhiben tebeos y novelas baratas de aventuras. Las banderas le producen auténtico terror. Come ensaladas y escribe a mano. Pero no hay nada que le aburra tanto como hablar de sí mismo, así que basta”.
(Autorretrato, Señoras y Señores, 1988)
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