Shakespeare por un día
Lo que Shakespeare pensaba, creía y sentía vas a encontrarlo en la suma de sus obras
Pity' (1795), de William Blake. Cuadro basado en 'Macbeth'. Colección del British Museum, Londres
Borges escribió un cuento crepuscular donde un hombre hereda la memoria de Shakespeare “y es como si le ofrecieran el mar”. Se me ocurre, con todo respeto, una variante de pasado mañana: un mago cibernético, al que presto la cara benévola de Ray Bradbury, inventa una máquina del tiempo y, entre incontables opciones, ofrece ser Shakespeare por un día. Viajar por un día al interior de su cabeza y ver cómo funciona. Encasquetarte sus ojos, sus orejas, su imaginación siempre alerta. Ver todo lo que ve, todo lo que olfatea, todo lo que selecciona y atesora. En La cualidad de la misericordia,de Peter Brook, hay un precioso pasaje en el que el joven Will llega a Londres, camina por las ruidosas y animadas calles y devora todo lo que hay a su alrededor. Brook imagina a Shakespeare atrapando “relatos de viajantes, rumores de intrigas palaciegas, disputas religiosas, elegantes réplicas mordaces, obscenidades violentas”. Y añade algo tan obvio como esencial: “Un poeta absorbe todo lo que experimenta, pero solo un genio sabe destilarlo y relacionar impresiones absolutamente distintas y contradictorias”.
Exacto: lo que yo quiero es ver cómo se ponía en marcha esa esponja absoluta, pero no acabo de decidirme, porque el mago cibernético despliega un catálogo muy variado. La llegada de Shakespeare a Londres abre un ramillete de grandes fulguraciones. Ahí está también el día en que se abismó sobre la Crónica de Holinshed, que será su gran fuente de historias. O la tarde en que escuchó la encendida perorata de un borracho donde reconocemos un párrafo que heredará el futuro Falstaff. O este momentazo (un poco más caro, porque hay mucho travelling): Will camina por Shoreditch, deja atrás leproserías, burdeles y patíbulos, y entra, como imantado, en el teatro del viejo Burbage, aquel imponente edificio poligonal, enyesado en blanco y negro, con tres galerías, patio cubierto y techumbre de tejas, sede de la compañía de los Lord Chamberlain’s Men, y decide que ellos serán su familia.
Puedo viajar también al día en que rompió a escribir la primera parte de Enrique IV. Cuando toma posesión, por así decirlo, del pentámetro yámbico, hasta entonces casi una fórmula alquímica, y la hace resonar como nunca había resonado antes, ni con Marlowe, y podemos ver de qué modo los versos le marcan ya al actor, sin indicaciones, cómo ha de respirarlos: dónde están las pausas, dónde los galopes. ¡Ah, poder atrapar el instante originario en que ese verbo poético, como señalan los detectives Pérez y Balló en El mundo, un escenario, “construye la imagen en el oyente, y se hace visión aunque no llegue a visualizarse”. O cuando brota esa conciencia, nunca plasmada hasta entonces, que “habla mientras piensa y se escucha a sí misma”, y echa a andar, y se llama Hamlet, como el hijo muerto.
Por supuesto que me gustaría verle escribiendo, líneas y líneas como sangre negra y fresca, pero Shakespeare exige algo más teatral.
El mago abre entonces la segunda baraja y sugiere asistir a la noche en que Will, entre jarras de cerveza, cuenta a su band of brothers lo que parece ser el plan, todavía titubeante, de su próxima obra. Ver cómo trocea y rearma el material de Holinshed, y lo hace crecer hacia lo alto para que vuele, y lo hinca en el suelo para que el público lo reconozca y lo haga suyo; verle trazar saltos de tiempo y espacio, dibujar en voz alta y apasionada páramos del norte, grandes batallas, la antigua Roma, bosques habitados por la magia. O, ya metidos en harina teatral, ¿quién no querría viajar al Globe la gloriosa mañana en que subió por primera vez a las tablas y les dijo “Que la acción responda a la palabra y la palabra a la acción, poniendo especial cuidado en no traspasar los límites de la sencillez de la naturaleza”.
Habría lógico overbooking para vivir su primer revolcón con la Dama Oscura o con el igualmente innominado joven de los sonetos, pero tampoco faltaría pasaje para verificar si el poemario era un juego de voces líricas, hijo exclusivo de su imaginación. Y habría un viaje último a la primavera de 1616 para tratar de desvelar, en palabras de Borges, el “árido testamento, del que deliberadamente excluyó todo rasgo patético o literario”.
Queda, por supuesto, el gran misterio, el definitivo: aprehender el pensamiento de aquel hombre que “a semejanza del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser”. Y como has pagado por varios viajes, el mago te susurra al oído que no gastes más, que lo que Shakespeare pensaba, creía y sentía vas a encontrarlo en la suma de sus obras, y que no entender eso es no entender la naturaleza de todo dramaturgo.
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