Ni el mármol ni dorados monumentos
Además de su teatro, Shakespeare escribió varios poemas, pero fue en la enigmática colección de los ‘Sonetos’ donde alcanzó una de las cumbres de su arte
Ser muy grande acarrea ese problema: no caber en vestidos convencionales. Al oír el nombre de Shakespeare pensamos de inmediato que fue un excepcional dramaturgo, y sin duda lo fue, pero acaso no sea ocioso recordar que la altísima calidad de su teatro proviene en parte de su verso, el empleado en los momentos álgidos. La emoción que provoca el monólogo de Hamlet sobre el ser o no ser, la arenga insuperable de Enrique V, no tendrían tanta belleza ni serían tan memorables si no fueran pronunciados en los pentámetros yámbicos que los constituyen en piezas poéticas en las que no falta nada: tensión, conflicto anímico, expresión honda y un ritmo que, como el de un motor a punto o el engranaje perfecto de un reloj, fija las palabras en el discurso haciéndolas únicas, insustituibles.
Además de su teatro, Shakespeare escribió varios poemas: Venus y Adonis, La violación de Lucrecia, El peregrino apasionado, El fénix y la tórtola y Lamento de una amante. Más los Sonetos. Estos vieron la luz por primera vez en 1609, impresos por Thomas Thorpe. Desde entonces, se ha escrito mucho sobre ellos, hasta el punto de que Auden vino a decir que no había sandez que no se hubiera proferido acerca de esta colección. Antes ya se habían expresado en el mismo sentido Coleridge y numerosos otros, no tantos —es cierto— como los que han dejado alguna teoría estrafalaria que sumar a las elucubraciones acerca de quién estaría detrás del que firmó estas obras.
Hay en estos sonetos isabelinos, que vieron la luz por primera vez en 1609, desplantes al Tiempo, invitaciones a la reproducción de la belleza, alusiones a sucesos históricos, juegos de palabras de una rijosidad joyceana ‘avant la lettre’Los enigmas que rodean a estas 154 composiciones tienen también que ver con identidades: quién se esconde tras las iniciales W. H. de la dedicatoria (la cual no necesariamente hay que atribuir a Shakespeare, sino quizá a su editor), y quién —sea el mismo o no— es el fair lord o hermoso galán, y quién la dark lady o dama de tez oscura. Sobrevolándolos, sombra chinesca en la que cabe la conjetura, está el carácter de la relación de estos entre sí y de ambos y el poeta, en un ménage à trois con oscilaciones, dudas, celos, arrebatos. Hay en estos sonetos isabelinos (modelo que luego emplearía Borges, de tres serventesios y un pareado) desplantes al Tiempo, invitaciones a la reproducción de la belleza, alusiones a sucesos históricos, juegos de palabras de una rijosidad joyceana avant la lettre. Por cierto, que el capítulo noveno de Ulises presenta un debate sobre algunos de los misterios de este bellísimo ciclo.
Por más que haya muy granados ejemplos antes de Shakespeare, los sonetos de Wyatt, el conde de Surrey, Sidney, Spenser, Daniel, muestran una forma aún en agraz, lejos de la madurez que aquí se alcanza. Luego, con Donne y los metafísicos la alquimia se alambica aún más y se hace más barroca para dar en muestras un tanto envaradas, imitativas, maquinales. De ello huyen, ya en el Romanticismo, con su sencillez y gracia, los de Keats; con su retorcimiento religioso y sonoro, los de Hopkins.
García Lorca tenía en mente escribir una secuencia de sonetos modelada en esta, y alcanzó a dar una docena. Al Cernuda enamoradizo y como alma en pena, le llegaron casi a doler físicamente algunos de estos poemas. Somos muchos los que hemos vertido los Sonetos al español. Es de prever que siga creciendo la hueste: antes o después, la mayoría de los poetas que traducen del inglés querrán medirse con un soneto, y luego este llamará a otro, y a otro. Es difícil detenerse, porque su belleza cautiva, y prende en uno un agudo deseo de poseerla. Su autor auguró: “Ni el mármol ni dorados monumentos / podrán sobrevivir a mis poemas”.
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