Para leer el ‘Quijote’
- El profesor, uno de los referentes de la crítica literaria española, hace una propuesta de lectura sobre la verdad en la obra cumbre de Cervantes
- "¿Qué es lo que leemos nosotros en los dos libros del Quijote?", se pregunta, frente a la visión de la novela como un libro de burlas
Juan Carlos Rodríguez 22 abril 2016
Voy a intentar contar algo sobre dos historias. Especialmente cómo y por qué esas dos historias se cruzaron un día y ya no volvieron a separarse nunca. Hasta hoy.
La primera historia es la de Miguel de Cervantes, un nombre y un solo apellido. Años después, sin que sepamos por qué, se añadió el apellido Saavedra, tal como aparece en la portada de la primera edición del Quijote, la que lleva la fecha de 1605.
Quedan aún miles de puntos oscuros en la historia de Cervantes. Pero a nosotros nos interesa resaltar esta cuestión de los apellidos porque en el XVII obviamente los apellidos suponían la clave ideológica para mantener el orden simbólico y de poder en una sociedad tan vertical, tan jerarquizada de arriba abajo, como era la España de la época. Las sociedades verticales o nobiliarias se mantienen, entre otras cosas, gracias a esa presencia brutal, esa imagen frontal del linaje que legitima al de arriba para poner su pie sobre los de abajo. Los apellidos son, evidentemente, la memoria del pasado. Y esa memoria “viva” del pasado es el eje que sostiene todo el edificio de los linajes, del mundo de los ancestros. La sangre hereditaria que vampiriza a los demás para perpetuar la existencia de condes, duques, marqueses, reyes, etc. (y además todo sacralizado). La memoria del pasado es, pues, fundamental en el XVII, y sin embargo el Quijote se escribe desde una perspectiva completamente distinta y nueva: no desde la memoria del pasado sino desde la memoria del presente.
O, al menos, esa es la cuestión básica que pretendo plantear aquí.
Claro que hay más cuestiones en esta historia. De los primeros años de Cervantes sabemos muy poco, y desde luego nada que permitiera augurarle una “carrera literaria”. Sabemos, sí, que la mala suerte le acompañó siempre. ¿Qué más sabemos? Que con veinte años huyó de la península a Italia por haber herido a un tal Segura en un duelo. La orden de detención implicaba cortarle la mano derecha a Cervantes. Nada menos. Cuatro años después lo encontramos enrolado en los famosos Tercios que constituían la columna vertebral del Imperio hispánico y luchando contra los turcos en Lepanto. Allí perdió el uso de la mano izquierda. ¿No es un espejo borgiano? Huye para que no le corten la mano derecha y en Lepanto pierde el uso de la mano izquierda. A mí siempre me ha fascinado esa imagen fantástica (en cualquier sentido) que, repito, parece de Borges: salva la mano derecha pero pierde el uso de la izquierda. Cinco años de soldado fueron muchos años y Cervantes siempre se sintió orgulloso de ese “oficio profesional” del que continuamente alardeó.
Luego otros cinco años largos cautivo en Argel. ¿Qué fue Cervantes en aquel nido de piratas? Sólo pudo ser una “cosa con precio”, y con un precio elevado además. El resto son suposiciones y nebulosas. Es liberado con 33 años y como se le niega el “paso a Indias”, ingresa en el otro gran Aparato nuevo (junto con el Ejército profesional) del nuevo Estado: es decir, ingresa en la Burocracia estatal como recaudador de Hacienda. Casi 15 años recorriendo Andalucía de parte a parte. Como la alta nobleza, la auténtica “sangre azul” no pechaba, es decir, no pagaba impuestos, Cervantes se las tuvo que ver con los ricos, con los campesinos y con la Iglesia. Fue excomulgado y estuvo en la cárcel. La mala suerte le seguía persiguiendo y Hacienda le estuvo pidiendo cuentas durante algún tiempo más. No debió quedarle un buen recuerdo andaluz puesto que Cervantes impide que don Quijote pase de Sierra Morena. Literariamente lo “despeña” en Despeñaperros. No sé si fui muy afortunado al escribir esta frase, pero vale como ejemplo plástico.
¿Qué hace Cervantes entre 1598, el año en que se supone que ya está libre de la cárcel sevillana y en el que escribe el fabuloso soneto Al túmulo de Felipe II —“honra principal de mis escritos”, nos dice él— y 1603 en que se presenta en la Corte de Valladolid para reunirse con su familia compuesta exclusivamente de mujeres? Lo único que podemos decir es que se buscó la vida, esa frase tan española, en pequeños y dudosos negocios, que siempre debieron salirle mal pues llegó a la Corte arruinado y viviendo de alquiler en una casa de vecinos. Y otra vez la mala suerte: en la puerta de esa casa es asesinado una noche el caballero navarro Ezpeleta. El jefe de la policía vallisoletana durante unos días encerró como acusados a Cervantes y su familia femenina: su mujer, Catalina de Palacios y Salazar, sus dos hermanas (Andrea y Magdalena), su hija natural, su sobrina, su prima… Lo que me fascina es el interrogatorio policial y la respuesta de la hermana Andrea. Cuando se le pregunta quién es Cervantes su hermana apenas puede balbucear: Es un hombre que escribe y que trata negocios.
Un hombre que escribe… Como de los negocios ya hemos hablado es ahora cuando nuestra historia cervantina se cruza inesperadamente con la otra historia, la del Quijote. En un interrogatorio policial. También nosotros podemos actuar de detectives a través de algunas preguntas. Primera: ¿qué significaba ser escritor en el XVII? Evidentemente en el XVII ser “escritor” era un ornatus más en las casas de los ricos, los nobles o la alta Iglesia. La poesía era el punto más alto de ese ornatus, de ese decorado palaciego; era igual que “la mitra de un obispo”, como nos dice literalmente don Quijote en el segundo libro. El mecenazgo o la protección cortesana resultaba, pues, algo decisivo para los literatos. Por el contrario, ser escritor sin más, ser un escritor solitario, ni era un oficio reconocido ni tenía el menor valor social. Y eso aunque la literatura se considerara un arte liberal y no mecánica, como la pintura o la medicina donde había que pringarse mucho las manos. Y aquí lo increíble: Cervantes, entre los 57 y los 58 años, intenta iniciar (o reiniciar) su carrera de escritor en solitario, sin la menor protección y sin el menor apoyo. ¿Cómo fueron posibles estos diez años últimos de su vida —aproximadamente hasta los 70— en los que Cervantes intenta ganar dinero y fama como escritor solitario? Quizá sea este asombro el que quisiera transmitir ahora. Shakespeare estaba protegido no sólo por algún gran noble sino por su propia empresa teatral; Lope de Vega estuvo protegido también por el teatro, pero muy en especial por la alta nobleza y por la Iglesia (pese a su dudosa vida como sacerdote). Pero ¿por quién estaba protegido Cervantes? Absolutamente por nadie, salvo por la memoria del presente, ese matiz básico que habíamos señalado al principio. La nueva realidad presente era la aparición del primer mercado capitalista; la aparición, pues, del espacio público y del público; la consolidación, en fin, de la Imprenta como “negocio de masas”, con sus libreros y editores.
O de otro modo y para decirlo drásticamente: ha aparecido la lectura laica; ha aparecido la lectura como nueva forma de entender la vida, la lectura solitaria o la lectura en común. Y por eso Cervantes nos dirá que lee hasta los papeles rotos tirados en la calle.
Los materiales que utilizó Cervantes eran las dos mejores salidas que había para que su libro se vendiera en el mercado. La imprenta era ya un comercio como cualquier otro. Y lo mejor que encontró Cervantes fueron dos géneros que se vendían como rosquillas. Quiero decir las caballerías y las vidas cotidianas de la picaresca. Las caballerías habían perdido su aura de dignidad y las leía todo el mundo. Eran un género interclasista, eran una literatura de “masas”. Pero a la vez a lo largo del siglo XVI había aparecido un tema literario inesperado y que también leía todo el mundo. Este nuevo tema inesperado era la vida cotidiana, el nuevo tiempo del reloj y del salario; del sexo y del hambre; la vida de los pobres en la ciudad que se han convertido en un problema social básico. Esas vidas son las que se venden. La gente ahora se aburre leyendo las vidas de los nobles, que sólo eran hazañas guerreras y se aburren leyendo las vidas de los santos, que sólo eran hagiografías o milagros. Lo dice muy bien en el Quijote Palomeque el zurdo (el ventero): a él y a sus segadores les aburren hasta las vidas del Gran Capitán o de García de Paredes (que es un falso guerrero histórico). Lo único que les divierte son los libros de caballerías, que les “quitan canas”, como a la gente de ciudad lo único que le divertía eran las picardías de la picaresca. La vida común y cotidiana se ha impuesto en los libros. Es lo que la gente quiere leer. Y ahí es donde precisamente radicaba el secreto que estaba buscando Cervantes. Un libro que se leyera por todos y en cualquier parte. Un libro que se vendiera suficientemente como para que su editor le pagara el dinero que estaba necesitando. Por eso Cervantes intenta mezclar las cosas, las caballerías y la vida cotidiana para conseguir un éxito como el del Guzmán. Pero tiene un problema. Lleva veinte años de silencio y el público se ha olvidado de sus comienzos literarios.
Aunque el problema del tiempo presenta factores más importantes literariamente hablando. Cervantes nos va a contar una historia estrafalaria y absurda, y sin embargo necesita que todos nos la creamos como verdad. Por eso la memoria del presente vuelve a ser decisiva. “No ha mucho tiempo que vivía…”, nos indica en el famoso principio del primer Quijote. Es decir, nos indica que va a contar una vida que pasó ayer mismo, que aún se recuerda en la Mancha y que por tanto debemos creérnosla como verdad, por muy alucinatoria que parezca.
Claro que Sancho ampliará aún más la cuestión en el capítulo V de la segunda parte al afirmar que en la nueva época ya no cuenta la memoria del pasado sino, como venimos diciendo, la memoria del presente. Y le pone a su mujer un ejemplo clarísimo. Este ejemplo: cuando él sea gobernador y tenga el poder, todo el mundo se olvidará de que antes habían sido meros labradores y destripaterrones.
Como esta afirmación rompía toda la tradición nobiliaria establecida, Cervantes se cuida las espaldas y llama a esta capítulo apócrifo, falso, porque evidentemente esa lectura de Sancho implica una nueva lectura del mundo. Y Cervantes no quiere meterse en problemas. Sólo quiere que su libro sea un libro de burlas y de entretenimiento para que la gente se divierta. Esa es en apariencia la lectura que Cervantes propone y la que perdurará durante casi un par de siglos: el Quijote como un libro de burlas.
Ahora bien, ¿qué es lo que leemos nosotros en los dos libros del Quijote? O más aún: ¿quiénes son Sancho, Dulcinea y don Quijote?
Don Quijote es obviamente aquel pobre hidalgo pobre que gracias a la lectura descubre que puede ser otra cosa, que tiene raíz de hidalgo y que allí, en su casa, están arrumbadas las armas de sus bisabuelos, aquella clase de los hidalgos medievales, de un mundo que alguna vez estuvo ordenado por el código caballeresco y por la sacralización feudal. Ahora, con la aparición del primer capitalismo, esa clase social y su mundo están desapareciendo y el hidalgo decide revivirlo. Limpia las armas, le pone un nombre a su rocín, Rocinante (rocín antes, pero ahora antes que ninguno), se hace armar caballero y sale a arreglar el desorden del mundo según el código caballeresco. Trata de darle un sentido al mundo y a su vida, acompañado de Sancho. Mucho ojo: saca su nombre (don Quijote) de su apellido, porque, como decíamos, en el XVII sin apellido no eras nadie, y a la vez se busca lo único que le falta: una dama. Como la única mujer en la que se había fijado cuando adolescente había sido una muchacha del Toboso, Aldonza Lorenzo —que nunca le hizo caso— ahora la convierte en Dulcinea. Es decir, don Quijote se crea su mundo para a partir de ahí leer el mundo. En realidad nadie lee, escribe o vive en el vacío. Y a raíz de ahí, a través de esa imagen con que Cervantes construye a don Quijote, resulta curioso comprobar cómo cualquier escritor, cualquier novelista, ha seguido siempre el mismo procedimiento: ha pretendido crear un mundo a partir de su propia concepción del mundo.
Don Quijote lo que hace es enfrentar su sentido del mundo al nuevo sentido del mundo establecido. Pero, ¿cómo lo hace? Dando dos pasos atrás y un paso adelante. Dos pasos atrás porque vuelve al mundo de sus abuelos, recupera una memoria perdida y en ese aspecto parece olvidar el presente. Pero no lo olvida en absoluto. Muy al contrario, el nuevo presente (la nueva memoria del presente) es lo que le permite dar el salto hacia delante. El nuevo presente, donde ya está el primer capitalismo, necesita la libertad y don Quijote se encuentra con la libertad y la asume como nadie. Decide elegir su propia vida, como indicábamos, y darle un sentido libre a su vida. Por eso nos fascina. Por esa metamorfosis, por ese paso de pobre hidalgo pobre a caballero libre, a individuo libre, diríamos hoy. Claro que es una libertad brumosa, trucada: lo que nosotros vendemos al capital no es nuestro trabajo, es nuestra fuerza de trabajo, o sea, nuestra vida. Pero con ello (a la vez que se crea el sueño real de la libertad sin explotación) la libertad ha aparecido y de esa libertad se aprovecha don Quijote para elegir su propia vida libre; y de eso se aprovecha Cervantes para intentar ser el primer escritor libre. Claro que libre en sus límites: Cervantes sabe de sobra que su libertad depende del mercado y de ahí que en el primer libro, en el capítulo IX, compre su propio libro en el mercado de Toledo. Pero mucho ojo: lo compra (en vez de encontrarlo mágicamente como ocurría en el Amadís y en los demás libros de caballerías), lo compra, digo, en un momento cumbre de suspense narrativo: lo compra para saber cómo termina la lucha entre don Quijote y el vizcaíno (el vizcaíno pierde porque su mula de alquiler es peor incluso que Rocinante) y para saber el resto de la vida de don Quijote. Cervantes compra, pues, el manuscrito para conocer qué pasa luego, inventándose el suspense y animando así al lector a querer saber más y también a seguir leyendo y comprando el libro. No obstante Cervantes no sabe muy bien lo que se está inventando y tiene miedo de que contar una vida “en largo” (la de don Quijote y Sancho) aburra a los lectores. Y por eso, al llegar a Sierra Morena, hace prácticamente que don Quijote desaparezca hasta que lo volvemos a ver enjaulado como una fiera. Y así Cervantes rellena la última parte del primer libro con historias de diversos tipos pastoriles o de cautivos, etc., las famosas “ensaladas” como se decía en la época. Esto es, mezclar muchas cosas en un mismo plato para que los lectores no se aburrieran con una sola historia, con un solo sabor. Pero este miedo cervantino curiosamente se transmuta en el miedo de don Quijote, caballero aún en aprobación, pues todavía no está en escrito. De ahí que el miedo de don Quijote a tener miedo sea el verdadero protagonista del primer libro: tiene miedo ante los pícaros que mantean a Sancho en la Venta y se excusa luego diciendo que las tapias de la Venta eran muy altas, pero se le olvida decir que la puerta estaba abierta desde que Sancho había salido; tiene miedo ante la procesión nocturna del traslado del muerto, aunque se sobreponga y ataque a aquellos fantasmas nocherniegos y así el propio Sancho se reconcilia con él y a la luz de las antorchas nocturnas lo llama “el caballero de la Triste Figura”, el nuevo nombre. Tiene miedo ante el ruido nocturno de los batanes, el artilugio de madera donde se estiraban las telas con el agua del río a fuerza de golpes, un ruido que hace que Sancho se “cague de miedo” —es literal— y al día siguiente se ría (Sancho) del miedo que “hemos tenido”, un “hemos” que hace que don Quijote se indigne al máximo; tiene miedo, finalmente, de la Santa Hermandad, o sea, de la policía rural del Estado, cuando libera a los presos o galeotes —que son de la Corona— y se refugia en Sierra Morena, aunque explicite a Sancho que no es por miedo sino para hacer penitencia por Dulcinea, como Amadís la hizo con el nombre de Beltenebros en la Peña Pobre por su dama (en verdad don Quijote es declarado “delincuente”y la policía rural intenta detenerlo en el capítulo XLV de la primera parte). Pero, en realidad, en el primer Quijote, si el miedo real o el miedo a tener miedo es el protagonista para el caballero, de hecho Dulcinea apenas pinta nada en este primer libro. En este primer libro lo que cuenta es la lectura del mundo de don Quijote como caballero en aprobación, que supone una lectura dual, una lectura doble o alegórica del mundo: para su código caballeresco es obvio que los encantadores pueden cambiar las apariencias de las cosas, aunque no su sustancia; y por eso pueden transformar la apariencia de los gigantes en apariencia de molinos de viento y pueden cambiar la apariencia de dos ejércitos en apariencia de dos rebaños de ovejas. Y por eso también el yo de Cervantes tiene que estar continuamente apareciendo en este primer libro para explicarnos las cosas. En el segundo Quijote, por el contrario, la cuestión ya no se planteará así. El yo de Cervantes se difumina casi por completo y la objetividad de la narración se impone porque para don Quijote ahora todas las cosas son verdad, sencillamente porque todo está en escrito: ya no verá las ventas como castillos, pagará con dinero cuando haya que pagar y creerá en la verdad de su propia mirada, tocando y viendo las cosas. Si todo está escrito, todo tiene que ser verdad. Y en efecto lo tiene todo: Sancho, Rocinante, sus armas, sus aventuras, su vida libre… ¿Qué le falta?
Evidentemente Dulcinea, que también tiene que ser verdad. Por eso en esta tercera salida, en este segundo libro, no salen al azar o a la aventura, sino que van directamente al Toboso, pues don Quijote quiere comprobar la verdad de Dulcinea. Y ahí empieza el verdadero hilo conductor del segundo libro, diríamos su otra forma de miedo: si Dulcinea no es verdad, todo el resto de su mundo se derrumbaría. Y empieza el problema de cómo ver a Dulcinea, real y carnalmente, si Dulcinea no existe.
Y quizá convendría hacer aquí un breve excurso: en el primer Quijote la sensorialidad de la escritura es completa. Cervantes comienza contándonos lo que el hidalgo come, cómo viste, su cotidianidad diaria. Pero la sexualidad no existe salvo en un caso: Cervantes sí hace un fabuloso juego de espejos entre la imposible sexualidad de Rocinante y la imposible sexualidad de Don Quijote. El capítulo de los yangüeses y/o gallegos de la primera parte nos muestra a un Rocinante “entero” que se despabila al oler a las yeguas y que intenta comunicar su necesidad con “las señoras jacas”. Y el matiz es definitivo: Rocinante es un caballo “entero”, no castrado, porque Cervantes nos quiere acentuar con ello que el pobre rocín seguía siendo, como las armas herrumbrosas, un caballo “de guerra”, no de labranza. Un nuevo símbolo desgastado de una clase en decadencia. Pero la sexualidad de Rocinante servirá para trasladarnos a la escena “de cama” entre Don Quijote y Maritornes. El brillo de la ironía cervantina resulta aquí destellante, pues Rocinante se acerca a las yeguas luciéndose como galán o como escribe Cervantes en filigrana: “con un trotico algo picadillo”. Que las yeguas lo coceen —pues tienen más ganas de pacer que de lo otro— es algo tan lógico como la paliza que recibe luego don Quijote en la venta al “equivocarse” con Maritornes, uno de los personajes más entrañables del primer libro.
En cambio, en el segundo libro la perspectiva varía: la necesidad de ver real y carnalmente a Dulcinea hace que Don Quijote, en el palacio de los Duques, tema incluso que se le despierten sus “deseos”. Y no se trata sólo de Altisidora. Hasta Cide Hamete se ríe ante la posibilidad de ver cogidos de la mano a doña Rodríguez y nuestro caballero, aproximándose de noche y a oscuras al lecho del dormitorio de Don Quijote.
Pero el problema de la Dulcinea “auténtica” es para Sancho, que se convierte así en el verdadero coprotagonista del libro: ¿cómo encontrar una Dulcinea a la que Don Quijote pueda ver y tocar realmente? Lógicamente Sancho no tiene más que una solución: utiliza ahora él mismo la mirada dual o alegórica, la mirada del hechizo, esa mirada que sabe que sigue latiendo en el inconsciente de Don Quijote. Y así soluciona Sancho el asunto: ve a tres labradoras montadas en tres pollinos o pollinas y decide que una de ellas ha de ser Dulcinea. Así convence a Don Quijote (que está deseando convencerse) de que una de ellas es Dulcinea y Don Quijote se acerca a ella: la chica se asusta o se enfada cuando Don Quijote le habla, incluso se cae de la burra o el burro y vuelve a montarse por la grupa haciendo cabriolas. Pero Sancho ya ha convencido a Don Quijote: aunque haya olido a ajos y a sudor, aquella muchacha es Dulcinea sólo que encantada, y las otras dos eran sus damas, magníficamente vestidas y con magníficas monturas. “Y que yo no haya visto eso, Sancho”, responde lastimeramente Don Quijote, que ya antes le había indicado a Sancho: “Ya te he dicho que no he visto a Dulcinea en todos los días de mi vida”. El problema del tiempo/espacio (carnales ambos) de Dulcinea se convierte así en crucial. Pero el hecho es que, aunque hechizada, Don Quijote ya ha visto a Dulcinea y puede continuar su camino. Volverá a verla, y de nuevo hechizada, en el sueño real, diurno o nocturno, de la Cueva de Montesinos, otra historia decisiva en torno al tiempo de la novela.
Así, en la Cueva, Don Quijote “ve” en efecto que sus pulsiones de vida (el deseo por Dulcinea en cualquier sentido) se configuran de hecho, “cobran forma”, a través de las imágenes de su inconsciente ideológico caballeresco: Montesinos, Durandarte, el palacio de cristal, la figura de Dulcinea desde lejos y su doncella “desde cerca”… Los sueños no son sólo deseos reprimidos sino configuración de deseos. Y eso —ya lo señaló Freud— desde el esclavista Libro de Artemidoro. Id est, también los sueños tienen su “radical historicidad”.
¿Qué otra cosa hay en el segundo libro? El contraste entre la riqueza, la pobreza y la nobleza. Por eso, en las bodas de Camacho, Sancho dice que los linajes ya no cuentan en el mundo, que lo que cuenta es el tener y el no tener. Y enseguida nos encontramos con la nobleza, los Duques aragoneses arruinados pero prepotentes. Y la imagen de Dulcinea continúa. Es la duquesa la que ahora pregunta a Don Quijote si es verdad que no ha visto a Dulcinea en todos los días de su vida. Son los duques los que organizan una farsa teatral al aire libre para indicar cómo se debe desencantar Dulcinea. Es decir, gracias a los más de trescientos azotes que debe darse Sancho. Fijémonos con todo en que esos sádicos duques no se ríen reprimiendo a Don Quijote y a Sancho, sino al contrario, reforzándoles su subjetividad. Sancho será gobernador —aunque al final se escape— y Don Quijote se siente real y verdaderamente caballero tanto ante los duques y las damas como ante sí mismo. Pero lo radical sigue siendo que si al principio del segundo libro sólo le faltaba Dulcinea para que su mundo fuera completo y verdadero, ahora, al final de este libro, tras la derrota de Barcelona, ya no tiene armas y sólo le queda Dulcinea.
Aunque sin duda la importancia decisiva de Dulcinea se hace más evidente aún en el trauma que supone el descubrimiento del libro de Avellaneda en el capítulo LIX de esta segunda parte. Como sin duda se recuerda, cuando los dos jóvenes caballeros de la habitación de al lado hablan en la venta del “falso Quijote”, del libro de Avellaneda. Don Quijote —que los oye— se queda mudo de asombro pero sólo “estalla” al escuchar que el otro Quijote se ha desenamorado de Dulcinea. Ese es el instante en el que sobreviene el desquiciamiento de nuestro caballero: él jamás podría desenamorarse de Dulcinea porque Dulcinea es —literalmente— la última verdad que necesita alcanzar en su vida. Dado que ni para él (ni para Cervantes) ningún libro puede ser “falso”no queda más que una explicación posible. Usurpando su nombre, alguien ha vivido una vida que no es la suya. Sencillamente le han robado la vida (como en el Prólogo a este segundo volumen Cervantes dirá que Avellaneda le ha intentado robar la fama y el dinero). Con plena lógica, la cuestión del Avellaneda se torna así obsesiva. Tanto que en Barcelona, cuando Don Quijote entra en la imprenta (el lugar en que se imprimen libros) lo hace como si fuera la entrada en “su” cielo —quiere ver y tocar materialmente cómo se compone un libro, ya que su vida está “en escrito”, ya que su vida es un libro— y sin embargo sale de esa imprenta como si saliera del Infierno, sufriendo su mayor dolor. Pues ha comprobado que allí también se está componiendo el Avellaneda. Y del infierno supuestamente real nos habla la “falsa muerta” Altisidora, en la breve segunda visita —forzada— de Sancho y don Quijote al palacio de los Duques. Curiosamente Cervantes no se olvida de anotarnos que, en el umbral del infierno, Altisidora ha visto —lo cuenta ella— a los diablos destrozando a patadas, como en un juego, las páginas de un libro diabólico: el Avellaneda. Y por supuesto el hallazgo más genial: cuando Cervantes “arranca” del Avellaneda a uno de sus protagonistas básicos, a D. Álvaro Tarfe, y lo convierte en persona “real” dentro de su novela. En el mesón, D. Álvaro jurará en privado y en público (ante el alcalde, como en un acta notarial) que este Sancho y este Don Quijote son los “verdaderos” y no los falsos que él había conocido en sus otras andanzas caballerescas. Y digo que ese procedimiento es genial, porque el hecho de arrancar a un personaje de un libro para trasladarlo como persona real a otro libro, confirmará la verdad de la literatura (ya lo estaba haciendo Cervantes con el juego de espejos entre la primera y la segunda parte); una verdad que es la que retomarán decisivamente Fielding y Sterne para consolidar la novela (escribiendo “al modo de Cervantes”) ante la burguesía británica del XVIII. No deja de ser sintomático, a la vez, que Stendhal yFlaubert dijeran siempre que su vocación de escritores la habían descubierto leyendo el Quijote desde niños. Pero volvamos a lo nuestro.
Si Avellaneda es la otra obsesión del final de la segunda parte, evidentemente Dulcinea, repito, constituye su verdadero hilo narrativo pues ahora —tras la derrota en las playas de Barcelona— ella es lo único que le queda a nuestro caballero, ya que ha jurado abandonar las armas.
Por eso hasta se pelea con Sancho para que Sancho se azote y Dulcinea se desencante. Pero llegan al pueblo —pensando en hacerse pastores— y de pronto se oye la voz de unos muchachos que dicen: “No la has de ver en todos los días de tu vida”. Y llega una liebre temblando y perseguida por los cazadores y Don Quijote piensa que es Dulcinea y que ya no la encontrará nunca. Por eso Don Quijote enferma de melancolía, por la pesadumbre de haber sido vencido y no haber podido desencantar a Dulcinea. Por eso renuncia a las caballerías, nos da su nombre de hidalgo (Alonso Quijano el Bueno: ahí ya no aparece el Don que ha sido “transgresor” en los dos libros) y “dio su espíritu”, o como añade Cervantes con una ironía literal magnífica: “Quiero decir que se murió”. Curiosamente, acordándose del Avellaneda.
Aunque ya que hablamos de finales —y estamos en el final— quisiera sólo recordar otro final del Quijote que suele olvidarse. Cuando tras la desastrosa aventura del barco encantado, al borde del Ebro, Don Quijote se desespera y nos dice: “Todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más”.
Ese impresionante “yo no puedo más” nos lleva directamente a la pluma de Cide Hamete, que es la última que habla en el libro (porque es la única dueña del tiempo/espacio de Don Quijote). Únicamente a partir de esa pluma colgada en la pared —y que nos manda callar— podríamos quizá seguir hablando del Quijote en su lucha por dar sentido a un mundo que jamás lo ha tenido.
El mundo sólo puede tener “historia”, sólo puede tener sentidos: y así surgió el tiempo (los tiempos múltiples) de la novela. Imagino que la aparición de esta escritura/ lectura laica es tan básica como la pregunta que en el segundo libro, en el capítulo II, se hace Sancho, “espantado”, ante Sansón Carrasco: ¿cómo pudo saber, el historiador que las escribió, las cosas que les habían sucedido a Sancho y a Don Quijote si ellos estaban “a solas”? O la no menos magnífica pregunta de Don Quijote, también ante el que luego será su rencoroso enemigo vengativo, el propio Sansón Carrasco, a propósito de si el libro va a continuar, de si promete el autor “segunda parte”. ¡Y ya está en ella! Estas dos cuestiones claves sobre la verdad literaria constituyen evidentemente la deuda más decisiva que Cervantes dejó en herencia a todos los escritores que vinieron después.
Y a los que nos hemos dedicado a leerlo para comprender de qué hablamos cuando hablamos de literatura.
*Juan Carlos Rodríguez es catedrático de Literatura en la Universidad de Granada.
La primera historia es la de Miguel de Cervantes, un nombre y un solo apellido. Años después, sin que sepamos por qué, se añadió el apellido Saavedra, tal como aparece en la portada de la primera edición del Quijote, la que lleva la fecha de 1605.
O, al menos, esa es la cuestión básica que pretendo plantear aquí.
Claro que hay más cuestiones en esta historia. De los primeros años de Cervantes sabemos muy poco, y desde luego nada que permitiera augurarle una “carrera literaria”. Sabemos, sí, que la mala suerte le acompañó siempre. ¿Qué más sabemos? Que con veinte años huyó de la península a Italia por haber herido a un tal Segura en un duelo. La orden de detención implicaba cortarle la mano derecha a Cervantes. Nada menos. Cuatro años después lo encontramos enrolado en los famosos Tercios que constituían la columna vertebral del Imperio hispánico y luchando contra los turcos en Lepanto. Allí perdió el uso de la mano izquierda. ¿No es un espejo borgiano? Huye para que no le corten la mano derecha y en Lepanto pierde el uso de la mano izquierda. A mí siempre me ha fascinado esa imagen fantástica (en cualquier sentido) que, repito, parece de Borges: salva la mano derecha pero pierde el uso de la izquierda. Cinco años de soldado fueron muchos años y Cervantes siempre se sintió orgulloso de ese “oficio profesional” del que continuamente alardeó.
Luego otros cinco años largos cautivo en Argel. ¿Qué fue Cervantes en aquel nido de piratas? Sólo pudo ser una “cosa con precio”, y con un precio elevado además. El resto son suposiciones y nebulosas. Es liberado con 33 años y como se le niega el “paso a Indias”, ingresa en el otro gran Aparato nuevo (junto con el Ejército profesional) del nuevo Estado: es decir, ingresa en la Burocracia estatal como recaudador de Hacienda. Casi 15 años recorriendo Andalucía de parte a parte. Como la alta nobleza, la auténtica “sangre azul” no pechaba, es decir, no pagaba impuestos, Cervantes se las tuvo que ver con los ricos, con los campesinos y con la Iglesia. Fue excomulgado y estuvo en la cárcel. La mala suerte le seguía persiguiendo y Hacienda le estuvo pidiendo cuentas durante algún tiempo más. No debió quedarle un buen recuerdo andaluz puesto que Cervantes impide que don Quijote pase de Sierra Morena. Literariamente lo “despeña” en Despeñaperros. No sé si fui muy afortunado al escribir esta frase, pero vale como ejemplo plástico.
¿Qué hace Cervantes entre 1598, el año en que se supone que ya está libre de la cárcel sevillana y en el que escribe el fabuloso soneto Al túmulo de Felipe II —“honra principal de mis escritos”, nos dice él— y 1603 en que se presenta en la Corte de Valladolid para reunirse con su familia compuesta exclusivamente de mujeres? Lo único que podemos decir es que se buscó la vida, esa frase tan española, en pequeños y dudosos negocios, que siempre debieron salirle mal pues llegó a la Corte arruinado y viviendo de alquiler en una casa de vecinos. Y otra vez la mala suerte: en la puerta de esa casa es asesinado una noche el caballero navarro Ezpeleta. El jefe de la policía vallisoletana durante unos días encerró como acusados a Cervantes y su familia femenina: su mujer, Catalina de Palacios y Salazar, sus dos hermanas (Andrea y Magdalena), su hija natural, su sobrina, su prima… Lo que me fascina es el interrogatorio policial y la respuesta de la hermana Andrea. Cuando se le pregunta quién es Cervantes su hermana apenas puede balbucear: Es un hombre que escribe y que trata negocios.
Un hombre que escribe… Como de los negocios ya hemos hablado es ahora cuando nuestra historia cervantina se cruza inesperadamente con la otra historia, la del Quijote. En un interrogatorio policial. También nosotros podemos actuar de detectives a través de algunas preguntas. Primera: ¿qué significaba ser escritor en el XVII? Evidentemente en el XVII ser “escritor” era un ornatus más en las casas de los ricos, los nobles o la alta Iglesia. La poesía era el punto más alto de ese ornatus, de ese decorado palaciego; era igual que “la mitra de un obispo”, como nos dice literalmente don Quijote en el segundo libro. El mecenazgo o la protección cortesana resultaba, pues, algo decisivo para los literatos. Por el contrario, ser escritor sin más, ser un escritor solitario, ni era un oficio reconocido ni tenía el menor valor social. Y eso aunque la literatura se considerara un arte liberal y no mecánica, como la pintura o la medicina donde había que pringarse mucho las manos. Y aquí lo increíble: Cervantes, entre los 57 y los 58 años, intenta iniciar (o reiniciar) su carrera de escritor en solitario, sin la menor protección y sin el menor apoyo. ¿Cómo fueron posibles estos diez años últimos de su vida —aproximadamente hasta los 70— en los que Cervantes intenta ganar dinero y fama como escritor solitario? Quizá sea este asombro el que quisiera transmitir ahora. Shakespeare estaba protegido no sólo por algún gran noble sino por su propia empresa teatral; Lope de Vega estuvo protegido también por el teatro, pero muy en especial por la alta nobleza y por la Iglesia (pese a su dudosa vida como sacerdote). Pero ¿por quién estaba protegido Cervantes? Absolutamente por nadie, salvo por la memoria del presente, ese matiz básico que habíamos señalado al principio. La nueva realidad presente era la aparición del primer mercado capitalista; la aparición, pues, del espacio público y del público; la consolidación, en fin, de la Imprenta como “negocio de masas”, con sus libreros y editores.
O de otro modo y para decirlo drásticamente: ha aparecido la lectura laica; ha aparecido la lectura como nueva forma de entender la vida, la lectura solitaria o la lectura en común. Y por eso Cervantes nos dirá que lee hasta los papeles rotos tirados en la calle.
Los materiales que utilizó Cervantes eran las dos mejores salidas que había para que su libro se vendiera en el mercado. La imprenta era ya un comercio como cualquier otro. Y lo mejor que encontró Cervantes fueron dos géneros que se vendían como rosquillas. Quiero decir las caballerías y las vidas cotidianas de la picaresca. Las caballerías habían perdido su aura de dignidad y las leía todo el mundo. Eran un género interclasista, eran una literatura de “masas”. Pero a la vez a lo largo del siglo XVI había aparecido un tema literario inesperado y que también leía todo el mundo. Este nuevo tema inesperado era la vida cotidiana, el nuevo tiempo del reloj y del salario; del sexo y del hambre; la vida de los pobres en la ciudad que se han convertido en un problema social básico. Esas vidas son las que se venden. La gente ahora se aburre leyendo las vidas de los nobles, que sólo eran hazañas guerreras y se aburren leyendo las vidas de los santos, que sólo eran hagiografías o milagros. Lo dice muy bien en el Quijote Palomeque el zurdo (el ventero): a él y a sus segadores les aburren hasta las vidas del Gran Capitán o de García de Paredes (que es un falso guerrero histórico). Lo único que les divierte son los libros de caballerías, que les “quitan canas”, como a la gente de ciudad lo único que le divertía eran las picardías de la picaresca. La vida común y cotidiana se ha impuesto en los libros. Es lo que la gente quiere leer. Y ahí es donde precisamente radicaba el secreto que estaba buscando Cervantes. Un libro que se leyera por todos y en cualquier parte. Un libro que se vendiera suficientemente como para que su editor le pagara el dinero que estaba necesitando. Por eso Cervantes intenta mezclar las cosas, las caballerías y la vida cotidiana para conseguir un éxito como el del Guzmán. Pero tiene un problema. Lleva veinte años de silencio y el público se ha olvidado de sus comienzos literarios.
Aunque el problema del tiempo presenta factores más importantes literariamente hablando. Cervantes nos va a contar una historia estrafalaria y absurda, y sin embargo necesita que todos nos la creamos como verdad. Por eso la memoria del presente vuelve a ser decisiva. “No ha mucho tiempo que vivía…”, nos indica en el famoso principio del primer Quijote. Es decir, nos indica que va a contar una vida que pasó ayer mismo, que aún se recuerda en la Mancha y que por tanto debemos creérnosla como verdad, por muy alucinatoria que parezca.
Claro que Sancho ampliará aún más la cuestión en el capítulo V de la segunda parte al afirmar que en la nueva época ya no cuenta la memoria del pasado sino, como venimos diciendo, la memoria del presente. Y le pone a su mujer un ejemplo clarísimo. Este ejemplo: cuando él sea gobernador y tenga el poder, todo el mundo se olvidará de que antes habían sido meros labradores y destripaterrones.
Como esta afirmación rompía toda la tradición nobiliaria establecida, Cervantes se cuida las espaldas y llama a esta capítulo apócrifo, falso, porque evidentemente esa lectura de Sancho implica una nueva lectura del mundo. Y Cervantes no quiere meterse en problemas. Sólo quiere que su libro sea un libro de burlas y de entretenimiento para que la gente se divierta. Esa es en apariencia la lectura que Cervantes propone y la que perdurará durante casi un par de siglos: el Quijote como un libro de burlas.
II
Ahora bien, ¿qué es lo que leemos nosotros en los dos libros del Quijote? O más aún: ¿quiénes son Sancho, Dulcinea y don Quijote?
Don Quijote es obviamente aquel pobre hidalgo pobre que gracias a la lectura descubre que puede ser otra cosa, que tiene raíz de hidalgo y que allí, en su casa, están arrumbadas las armas de sus bisabuelos, aquella clase de los hidalgos medievales, de un mundo que alguna vez estuvo ordenado por el código caballeresco y por la sacralización feudal. Ahora, con la aparición del primer capitalismo, esa clase social y su mundo están desapareciendo y el hidalgo decide revivirlo. Limpia las armas, le pone un nombre a su rocín, Rocinante (rocín antes, pero ahora antes que ninguno), se hace armar caballero y sale a arreglar el desorden del mundo según el código caballeresco. Trata de darle un sentido al mundo y a su vida, acompañado de Sancho. Mucho ojo: saca su nombre (don Quijote) de su apellido, porque, como decíamos, en el XVII sin apellido no eras nadie, y a la vez se busca lo único que le falta: una dama. Como la única mujer en la que se había fijado cuando adolescente había sido una muchacha del Toboso, Aldonza Lorenzo —que nunca le hizo caso— ahora la convierte en Dulcinea. Es decir, don Quijote se crea su mundo para a partir de ahí leer el mundo. En realidad nadie lee, escribe o vive en el vacío. Y a raíz de ahí, a través de esa imagen con que Cervantes construye a don Quijote, resulta curioso comprobar cómo cualquier escritor, cualquier novelista, ha seguido siempre el mismo procedimiento: ha pretendido crear un mundo a partir de su propia concepción del mundo.
Don Quijote lo que hace es enfrentar su sentido del mundo al nuevo sentido del mundo establecido. Pero, ¿cómo lo hace? Dando dos pasos atrás y un paso adelante. Dos pasos atrás porque vuelve al mundo de sus abuelos, recupera una memoria perdida y en ese aspecto parece olvidar el presente. Pero no lo olvida en absoluto. Muy al contrario, el nuevo presente (la nueva memoria del presente) es lo que le permite dar el salto hacia delante. El nuevo presente, donde ya está el primer capitalismo, necesita la libertad y don Quijote se encuentra con la libertad y la asume como nadie. Decide elegir su propia vida, como indicábamos, y darle un sentido libre a su vida. Por eso nos fascina. Por esa metamorfosis, por ese paso de pobre hidalgo pobre a caballero libre, a individuo libre, diríamos hoy. Claro que es una libertad brumosa, trucada: lo que nosotros vendemos al capital no es nuestro trabajo, es nuestra fuerza de trabajo, o sea, nuestra vida. Pero con ello (a la vez que se crea el sueño real de la libertad sin explotación) la libertad ha aparecido y de esa libertad se aprovecha don Quijote para elegir su propia vida libre; y de eso se aprovecha Cervantes para intentar ser el primer escritor libre. Claro que libre en sus límites: Cervantes sabe de sobra que su libertad depende del mercado y de ahí que en el primer libro, en el capítulo IX, compre su propio libro en el mercado de Toledo. Pero mucho ojo: lo compra (en vez de encontrarlo mágicamente como ocurría en el Amadís y en los demás libros de caballerías), lo compra, digo, en un momento cumbre de suspense narrativo: lo compra para saber cómo termina la lucha entre don Quijote y el vizcaíno (el vizcaíno pierde porque su mula de alquiler es peor incluso que Rocinante) y para saber el resto de la vida de don Quijote. Cervantes compra, pues, el manuscrito para conocer qué pasa luego, inventándose el suspense y animando así al lector a querer saber más y también a seguir leyendo y comprando el libro. No obstante Cervantes no sabe muy bien lo que se está inventando y tiene miedo de que contar una vida “en largo” (la de don Quijote y Sancho) aburra a los lectores. Y por eso, al llegar a Sierra Morena, hace prácticamente que don Quijote desaparezca hasta que lo volvemos a ver enjaulado como una fiera. Y así Cervantes rellena la última parte del primer libro con historias de diversos tipos pastoriles o de cautivos, etc., las famosas “ensaladas” como se decía en la época. Esto es, mezclar muchas cosas en un mismo plato para que los lectores no se aburrieran con una sola historia, con un solo sabor. Pero este miedo cervantino curiosamente se transmuta en el miedo de don Quijote, caballero aún en aprobación, pues todavía no está en escrito. De ahí que el miedo de don Quijote a tener miedo sea el verdadero protagonista del primer libro: tiene miedo ante los pícaros que mantean a Sancho en la Venta y se excusa luego diciendo que las tapias de la Venta eran muy altas, pero se le olvida decir que la puerta estaba abierta desde que Sancho había salido; tiene miedo ante la procesión nocturna del traslado del muerto, aunque se sobreponga y ataque a aquellos fantasmas nocherniegos y así el propio Sancho se reconcilia con él y a la luz de las antorchas nocturnas lo llama “el caballero de la Triste Figura”, el nuevo nombre. Tiene miedo ante el ruido nocturno de los batanes, el artilugio de madera donde se estiraban las telas con el agua del río a fuerza de golpes, un ruido que hace que Sancho se “cague de miedo” —es literal— y al día siguiente se ría (Sancho) del miedo que “hemos tenido”, un “hemos” que hace que don Quijote se indigne al máximo; tiene miedo, finalmente, de la Santa Hermandad, o sea, de la policía rural del Estado, cuando libera a los presos o galeotes —que son de la Corona— y se refugia en Sierra Morena, aunque explicite a Sancho que no es por miedo sino para hacer penitencia por Dulcinea, como Amadís la hizo con el nombre de Beltenebros en la Peña Pobre por su dama (en verdad don Quijote es declarado “delincuente”y la policía rural intenta detenerlo en el capítulo XLV de la primera parte). Pero, en realidad, en el primer Quijote, si el miedo real o el miedo a tener miedo es el protagonista para el caballero, de hecho Dulcinea apenas pinta nada en este primer libro. En este primer libro lo que cuenta es la lectura del mundo de don Quijote como caballero en aprobación, que supone una lectura dual, una lectura doble o alegórica del mundo: para su código caballeresco es obvio que los encantadores pueden cambiar las apariencias de las cosas, aunque no su sustancia; y por eso pueden transformar la apariencia de los gigantes en apariencia de molinos de viento y pueden cambiar la apariencia de dos ejércitos en apariencia de dos rebaños de ovejas. Y por eso también el yo de Cervantes tiene que estar continuamente apareciendo en este primer libro para explicarnos las cosas. En el segundo Quijote, por el contrario, la cuestión ya no se planteará así. El yo de Cervantes se difumina casi por completo y la objetividad de la narración se impone porque para don Quijote ahora todas las cosas son verdad, sencillamente porque todo está en escrito: ya no verá las ventas como castillos, pagará con dinero cuando haya que pagar y creerá en la verdad de su propia mirada, tocando y viendo las cosas. Si todo está escrito, todo tiene que ser verdad. Y en efecto lo tiene todo: Sancho, Rocinante, sus armas, sus aventuras, su vida libre… ¿Qué le falta?
Evidentemente Dulcinea, que también tiene que ser verdad. Por eso en esta tercera salida, en este segundo libro, no salen al azar o a la aventura, sino que van directamente al Toboso, pues don Quijote quiere comprobar la verdad de Dulcinea. Y ahí empieza el verdadero hilo conductor del segundo libro, diríamos su otra forma de miedo: si Dulcinea no es verdad, todo el resto de su mundo se derrumbaría. Y empieza el problema de cómo ver a Dulcinea, real y carnalmente, si Dulcinea no existe.
III
Y quizá convendría hacer aquí un breve excurso: en el primer Quijote la sensorialidad de la escritura es completa. Cervantes comienza contándonos lo que el hidalgo come, cómo viste, su cotidianidad diaria. Pero la sexualidad no existe salvo en un caso: Cervantes sí hace un fabuloso juego de espejos entre la imposible sexualidad de Rocinante y la imposible sexualidad de Don Quijote. El capítulo de los yangüeses y/o gallegos de la primera parte nos muestra a un Rocinante “entero” que se despabila al oler a las yeguas y que intenta comunicar su necesidad con “las señoras jacas”. Y el matiz es definitivo: Rocinante es un caballo “entero”, no castrado, porque Cervantes nos quiere acentuar con ello que el pobre rocín seguía siendo, como las armas herrumbrosas, un caballo “de guerra”, no de labranza. Un nuevo símbolo desgastado de una clase en decadencia. Pero la sexualidad de Rocinante servirá para trasladarnos a la escena “de cama” entre Don Quijote y Maritornes. El brillo de la ironía cervantina resulta aquí destellante, pues Rocinante se acerca a las yeguas luciéndose como galán o como escribe Cervantes en filigrana: “con un trotico algo picadillo”. Que las yeguas lo coceen —pues tienen más ganas de pacer que de lo otro— es algo tan lógico como la paliza que recibe luego don Quijote en la venta al “equivocarse” con Maritornes, uno de los personajes más entrañables del primer libro.
En cambio, en el segundo libro la perspectiva varía: la necesidad de ver real y carnalmente a Dulcinea hace que Don Quijote, en el palacio de los Duques, tema incluso que se le despierten sus “deseos”. Y no se trata sólo de Altisidora. Hasta Cide Hamete se ríe ante la posibilidad de ver cogidos de la mano a doña Rodríguez y nuestro caballero, aproximándose de noche y a oscuras al lecho del dormitorio de Don Quijote.
Pero el problema de la Dulcinea “auténtica” es para Sancho, que se convierte así en el verdadero coprotagonista del libro: ¿cómo encontrar una Dulcinea a la que Don Quijote pueda ver y tocar realmente? Lógicamente Sancho no tiene más que una solución: utiliza ahora él mismo la mirada dual o alegórica, la mirada del hechizo, esa mirada que sabe que sigue latiendo en el inconsciente de Don Quijote. Y así soluciona Sancho el asunto: ve a tres labradoras montadas en tres pollinos o pollinas y decide que una de ellas ha de ser Dulcinea. Así convence a Don Quijote (que está deseando convencerse) de que una de ellas es Dulcinea y Don Quijote se acerca a ella: la chica se asusta o se enfada cuando Don Quijote le habla, incluso se cae de la burra o el burro y vuelve a montarse por la grupa haciendo cabriolas. Pero Sancho ya ha convencido a Don Quijote: aunque haya olido a ajos y a sudor, aquella muchacha es Dulcinea sólo que encantada, y las otras dos eran sus damas, magníficamente vestidas y con magníficas monturas. “Y que yo no haya visto eso, Sancho”, responde lastimeramente Don Quijote, que ya antes le había indicado a Sancho: “Ya te he dicho que no he visto a Dulcinea en todos los días de mi vida”. El problema del tiempo/espacio (carnales ambos) de Dulcinea se convierte así en crucial. Pero el hecho es que, aunque hechizada, Don Quijote ya ha visto a Dulcinea y puede continuar su camino. Volverá a verla, y de nuevo hechizada, en el sueño real, diurno o nocturno, de la Cueva de Montesinos, otra historia decisiva en torno al tiempo de la novela.
Así, en la Cueva, Don Quijote “ve” en efecto que sus pulsiones de vida (el deseo por Dulcinea en cualquier sentido) se configuran de hecho, “cobran forma”, a través de las imágenes de su inconsciente ideológico caballeresco: Montesinos, Durandarte, el palacio de cristal, la figura de Dulcinea desde lejos y su doncella “desde cerca”… Los sueños no son sólo deseos reprimidos sino configuración de deseos. Y eso —ya lo señaló Freud— desde el esclavista Libro de Artemidoro. Id est, también los sueños tienen su “radical historicidad”.
¿Qué otra cosa hay en el segundo libro? El contraste entre la riqueza, la pobreza y la nobleza. Por eso, en las bodas de Camacho, Sancho dice que los linajes ya no cuentan en el mundo, que lo que cuenta es el tener y el no tener. Y enseguida nos encontramos con la nobleza, los Duques aragoneses arruinados pero prepotentes. Y la imagen de Dulcinea continúa. Es la duquesa la que ahora pregunta a Don Quijote si es verdad que no ha visto a Dulcinea en todos los días de su vida. Son los duques los que organizan una farsa teatral al aire libre para indicar cómo se debe desencantar Dulcinea. Es decir, gracias a los más de trescientos azotes que debe darse Sancho. Fijémonos con todo en que esos sádicos duques no se ríen reprimiendo a Don Quijote y a Sancho, sino al contrario, reforzándoles su subjetividad. Sancho será gobernador —aunque al final se escape— y Don Quijote se siente real y verdaderamente caballero tanto ante los duques y las damas como ante sí mismo. Pero lo radical sigue siendo que si al principio del segundo libro sólo le faltaba Dulcinea para que su mundo fuera completo y verdadero, ahora, al final de este libro, tras la derrota de Barcelona, ya no tiene armas y sólo le queda Dulcinea.
Aunque sin duda la importancia decisiva de Dulcinea se hace más evidente aún en el trauma que supone el descubrimiento del libro de Avellaneda en el capítulo LIX de esta segunda parte. Como sin duda se recuerda, cuando los dos jóvenes caballeros de la habitación de al lado hablan en la venta del “falso Quijote”, del libro de Avellaneda. Don Quijote —que los oye— se queda mudo de asombro pero sólo “estalla” al escuchar que el otro Quijote se ha desenamorado de Dulcinea. Ese es el instante en el que sobreviene el desquiciamiento de nuestro caballero: él jamás podría desenamorarse de Dulcinea porque Dulcinea es —literalmente— la última verdad que necesita alcanzar en su vida. Dado que ni para él (ni para Cervantes) ningún libro puede ser “falso”no queda más que una explicación posible. Usurpando su nombre, alguien ha vivido una vida que no es la suya. Sencillamente le han robado la vida (como en el Prólogo a este segundo volumen Cervantes dirá que Avellaneda le ha intentado robar la fama y el dinero). Con plena lógica, la cuestión del Avellaneda se torna así obsesiva. Tanto que en Barcelona, cuando Don Quijote entra en la imprenta (el lugar en que se imprimen libros) lo hace como si fuera la entrada en “su” cielo —quiere ver y tocar materialmente cómo se compone un libro, ya que su vida está “en escrito”, ya que su vida es un libro— y sin embargo sale de esa imprenta como si saliera del Infierno, sufriendo su mayor dolor. Pues ha comprobado que allí también se está componiendo el Avellaneda. Y del infierno supuestamente real nos habla la “falsa muerta” Altisidora, en la breve segunda visita —forzada— de Sancho y don Quijote al palacio de los Duques. Curiosamente Cervantes no se olvida de anotarnos que, en el umbral del infierno, Altisidora ha visto —lo cuenta ella— a los diablos destrozando a patadas, como en un juego, las páginas de un libro diabólico: el Avellaneda. Y por supuesto el hallazgo más genial: cuando Cervantes “arranca” del Avellaneda a uno de sus protagonistas básicos, a D. Álvaro Tarfe, y lo convierte en persona “real” dentro de su novela. En el mesón, D. Álvaro jurará en privado y en público (ante el alcalde, como en un acta notarial) que este Sancho y este Don Quijote son los “verdaderos” y no los falsos que él había conocido en sus otras andanzas caballerescas. Y digo que ese procedimiento es genial, porque el hecho de arrancar a un personaje de un libro para trasladarlo como persona real a otro libro, confirmará la verdad de la literatura (ya lo estaba haciendo Cervantes con el juego de espejos entre la primera y la segunda parte); una verdad que es la que retomarán decisivamente Fielding y Sterne para consolidar la novela (escribiendo “al modo de Cervantes”) ante la burguesía británica del XVIII. No deja de ser sintomático, a la vez, que Stendhal yFlaubert dijeran siempre que su vocación de escritores la habían descubierto leyendo el Quijote desde niños. Pero volvamos a lo nuestro.
Si Avellaneda es la otra obsesión del final de la segunda parte, evidentemente Dulcinea, repito, constituye su verdadero hilo narrativo pues ahora —tras la derrota en las playas de Barcelona— ella es lo único que le queda a nuestro caballero, ya que ha jurado abandonar las armas.
Por eso hasta se pelea con Sancho para que Sancho se azote y Dulcinea se desencante. Pero llegan al pueblo —pensando en hacerse pastores— y de pronto se oye la voz de unos muchachos que dicen: “No la has de ver en todos los días de tu vida”. Y llega una liebre temblando y perseguida por los cazadores y Don Quijote piensa que es Dulcinea y que ya no la encontrará nunca. Por eso Don Quijote enferma de melancolía, por la pesadumbre de haber sido vencido y no haber podido desencantar a Dulcinea. Por eso renuncia a las caballerías, nos da su nombre de hidalgo (Alonso Quijano el Bueno: ahí ya no aparece el Don que ha sido “transgresor” en los dos libros) y “dio su espíritu”, o como añade Cervantes con una ironía literal magnífica: “Quiero decir que se murió”. Curiosamente, acordándose del Avellaneda.
Aunque ya que hablamos de finales —y estamos en el final— quisiera sólo recordar otro final del Quijote que suele olvidarse. Cuando tras la desastrosa aventura del barco encantado, al borde del Ebro, Don Quijote se desespera y nos dice: “Todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más”.
Ese impresionante “yo no puedo más” nos lleva directamente a la pluma de Cide Hamete, que es la última que habla en el libro (porque es la única dueña del tiempo/espacio de Don Quijote). Únicamente a partir de esa pluma colgada en la pared —y que nos manda callar— podríamos quizá seguir hablando del Quijote en su lucha por dar sentido a un mundo que jamás lo ha tenido.
El mundo sólo puede tener “historia”, sólo puede tener sentidos: y así surgió el tiempo (los tiempos múltiples) de la novela. Imagino que la aparición de esta escritura/ lectura laica es tan básica como la pregunta que en el segundo libro, en el capítulo II, se hace Sancho, “espantado”, ante Sansón Carrasco: ¿cómo pudo saber, el historiador que las escribió, las cosas que les habían sucedido a Sancho y a Don Quijote si ellos estaban “a solas”? O la no menos magnífica pregunta de Don Quijote, también ante el que luego será su rencoroso enemigo vengativo, el propio Sansón Carrasco, a propósito de si el libro va a continuar, de si promete el autor “segunda parte”. ¡Y ya está en ella! Estas dos cuestiones claves sobre la verdad literaria constituyen evidentemente la deuda más decisiva que Cervantes dejó en herencia a todos los escritores que vinieron después.
Y a los que nos hemos dedicado a leerlo para comprender de qué hablamos cuando hablamos de literatura.
*Juan Carlos Rodríguez es catedrático de Literatura en la Universidad de Granada.
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