La biblioteca infinita, el interior de la Tardis y otras puertas a la sensación de maravilla
Publicado por Josep Lapidario
Lo primero que se oye es un chirriante zumbido de maquinaria. Enseguida aparece de la nada una cabina telefónica azul y su puerta de entrada se abre de golpe. Del interior emerge un tipo con una larguísima bufanda, o una pajarita, o unas amenazadoras cejas. «Soy el Doctor», dice, y un floreo de su mano invita a entrar en la cabina. Y al acceder… ¡La cabina es mucho más grande por dentro que por fuera! ¡Y es una nave espacial! ¡Y una máquina del tiempo! ¡Todo lo que creías saber sobre cómo funciona el mundo, lo posible y lo imposible, acaba de saltar hecho pedazos! Ese instante. Ese momento epifánico que incluye «flipar» y «quedarse embobado» pero es mucho más que eso. Ese cambio inesperado de perspectiva es la esencia del sense of wonder, la sensación de maravilla.
1. Lo gigantesco y lo minúsculo
La primera sensación de maravilla es la que cala más hondo; toda maravilla posterior se amolda a la impresión causada por la primera. (Yann Martel, La vida de Pi)
Para despertar la receptividad a la maravilla lo mejor es haber sido expuesto a películas o libros radiactivos en la infancia o adolescencia, mutágenos que despierten el gen de la imaginación. En mi caso fueron La historia interminable, Twilight Zone, El Señor de los Anillos o Doctor Who; en la generación posterior Harry Potter, Hora de aventuras o (de nuevo) Doctor Who.
La fantasía y la ciencia ficción son las puertas más directas hacia el sense of wonder, pero no las únicas. A veces la maravilla adopta un disfraz que Kant llamó lo sublime. Ante fenómenos tan abrumadores que «reducen nuestra facultad de resistir a una insignificante pequeñez, comparada con su fuerza», el alma experimenta paradójicamente una elevación. En Existential Comics ponen un buen ejemplo: una persona que camina por la playa ve de repente un tsunami abalanzándose sobre la costa. Y en el breve segundo que transcurre entre esa visión y la muerte, esa persona experimenta la insignificancia humana ante la majestad de la naturaleza, un sobrecogimiento distinto al que sentiría ante un peligro más a su escala, como un jaguar furioso. ¿Es lo sublime lo que buscamos en la maravilla? ¿Y es el tamaño (un tsunami, un enorme volcán) un elemento necesario de esta sensación? ¿Por eso entre las Siete Maravillas están las gigantescas pirámides o el Coloso de Rodas?
El Halcón Milenario persigue a un caza imperial hacia una luna cercana. De repente, Obi-Wan se da cuenta de que esa amenazadora sombra no es una luna, sino una estación espacial… ¿Cómo puede haber sido construido algo tan enorme por manos humanas? Si es un arma, ¿no será imposible destruirla? El tamaño y la sorpresa (la falta de referencias de que una nave pudiera ser tan grande) provoca a los ocupantes del Halcón y a los espectadores un sense of wonder inmediato. Pero no siempre basta con aumentar el tamaño. ¿Qué ocurriría si un guionista decidiera crear en una película posterior de Star Wars otra Estrella de la Muerte, solo que más grande? ¿Produciría la misma conmoción en los espectadores? Ejem… Probablemente no. Una vez has visto una araña de cinco metros de altura, no te impresionará tanto una araña de diez metros.
El cine de ciencia ficción juega con los vaivenes en el tamaño que desembocan en lo monstruoso, desde la teratófila El ataque de la mujer de cincuenta pies hasta la angustiosa agonía de El increíble hombre menguante o del científico de La mosca. En las historias de humanos que se vuelven diminutos, desde Viaje alucinante hasta la reciente Ant-Man, hay un desconcierto inicial en que objetos antes inofensivos se ven desde nuevas y terroríficas perspectivas: una aguja de coser se convierte en lanza, un gato en fiera, una hormiga en montura… Lo pequeño desconcierta, lo grande estremece. La ciencia ficción es una fuente inagotable de situaciones larger than life: esferas de Dyson cubriendo soles, naves majestuosas con ecosistemas enteros en su interior… Y si lo enorme sobrecoge, ¿qué ocurrirá con lo infinitamente enorme?
2. El vértigo del infinito
Si las puertas de la percepción se purificaran todo se le aparecería al ser humano tal como es, infinito. (William Blake)
Borges es el escritor que más se ha acercado al poder sobrecogedor del infinito. En sus cuentos el infinito disuelve la realidad, crea una atmósfera agobiante, inquietante o ensoñadora. «El Aleph» habla del vértigo ante la inabarcabilidad del universo; «El Inmortal» de la falta de sentido y propósito que provocaría la vida eterna; «El jardín de los senderos que se bifurcan» de la intrincada red de posibilidades y universos paralelos… Pero el mejor retrato del infinito borgiano está en «La biblioteca de Babel», homenajeado por Umberto Eco en El Nombre de la Rosa. Una biblioteca laberíntica con innumerables galerías hexagonales, cruzada por escaleras de caracol y pozos de ventilación, y que contiene literalmente todos los libros que es posible escribir.
La experiencia de pasear por la biblioteca en frustrante: cogiendo un libro al azar lo más probable es que esté escrito en una lengua incomprensible, ajena o no inventada, o repleto de letras y números sin sentido. Durante mucho tiempo imaginé infinita esa biblioteca, pero en ella no hay infinitos libros sino un número gigantesco pero finito. Ni un millón de Googles podrían ordenar tantos volúmenes. Los lectores se ven condenados a vagar cíclicamente por las galerías hexagonales, en un viaje eterno por una biblioteca «ilimitada pero periódica».
En un capítulo escalofriante de La historia interminable de Michael Ende, el protagonista Bastián se encuentra con un grupo de inmortales que ha perdido la capacidad de narrar. Para pasar el rato, arrojan unos dados con letras en sus caras y leen el resultado. Así explica el juego el guía de Bastián: «Si se juega durante años, surgen a veces, por casualidad, palabras. Calambrespinaca, por ejemplo, o choricepillo, o pintacuellos. Si se sigue jugando cien años, mil, cien mil, con toda probabilidad saldrá una vez, por casualidad, un poema. Y si se juega eternamente tendrán que surgir todos los poemas, todas las historias posibles, y luego todas las historias de historias, incluida esta en la que estamos hablando.». ¡La biblioteca de Babel en un juego de dados!
Una gallina tuiteando aleatoriamente tardaría un número increíble de años (más que la vida estimada del universo) en escribir todos los tuits posibles… Pero finalmente lo conseguiría: «muchos» no es «infinito». No podemos concebir el infinito. ¿Cómo podría un cerebro finito contener una cantidad infinita? ¿Cómo imaginar un tiempo interminable? Recordemos los esfuerzos del pastorcillo de los hermanos Grimm: si un pájaro se afila el pico una vez cada cien años en una montaña de diamante, el tiempo necesario para erosionar toda esa montaña sería apenas el primer segundo de la eternidad. Pero ni siquiera ese experimento mental se acerca al concepto de tiempo infinito, ni al más desconcertante aún de ausencia de tiempo.
Al salir de lo concebible entramos en el terreno de la metafísica o la religión. Y tenemos la opción de obedecer a Wittgenstein («de lo que no se puede hablar, mejor callarse») o fijarnos en los métodos con que se ha intentado alcanzar lo inalcanzable. Para el escritor Wilhelm Worringer, el arte sacro gótico arrastra al espectador hacia el infinito en un «éxtasis extravagante». Al contemplar la verticalidad de una catedral gótica «perdemos la sensación de tener ataduras terrenales, y nos fundimos en un movimiento infinito que aniquila toda conciencia finita». Es decir, flipamos. Vamos más allá de nuestras propias limitaciones, nos unimos a algo mayor que lo que nuestra conciencia puede abarcar. Worringer continúa: «el ser humano se encuentra a sí mismo solamente perdiéndose a sí mismo, yendo más allá de sí mismo». Nuestra conciencia trata de escapar de la finitud de nuestros cuerpos y mentes intuyendo el vacío extático del Nirvana sin tiempo y espacio.
Aquí la sensación de maravilla toma el aspecto de lo numinoso, preciosa palabra derivada del latín numen, «deidad dotada de un poder misterioso y fascinador» según la RAE. Lo numinoso es todo aquello que despierta emociones espirituales, religiosas o abrumadoras, relacionadas no con la materia sino con lo inmaterial, la eternidad, el infinito. Un tsunami es sublime, no numinoso. Topar de bruces con un fantasma, experimentar la unidad a través de un enteógeno o vivir un satori zen son vías de acceso a lo numinoso.
¿Es el sense of wonder fantacientífico la evolución agnóstica de lo numinoso? El editor David Hartwell escribió: «Decir que la ciencia ficción es en esencia literatura religiosa es pasarse, pero algo de verdad hay en ello. Es la encarnación moderna de una tradición antigua: las narraciones maravillosas. Historias de milagros, grandes poderes y terribles consecuencias, mitos sobre dioses que habitan en otros mundos y descienden a visitar el nuestro… Todo eso existe ahora como ciencia ficción, que combina lo creíble y racional con lo milagroso apelando a la sensación de maravilla».
La ciencia se debe a la lógica, la espiritualidad a la intuición. ¿Qué tienen en común? Leamos a Carl Sagan en El mundo y sus demonios: «La ciencia no es solo compatible con la espiritualidad, sino que es una profunda fuente de espiritualidad. Cuando reconocemos nuestro lugar en la inmensidad de los años luz y el paso de las eras, cuando comprendemos la belleza, complejidad y sutileza de la vida… Esa sensación de elevación y júbilo es absolutamente espiritual. (…) La noción de que ciencia y espiritualidad son mutuamente excluyentes hace un flaco favor a ambas». Son caminos lentos, que requieren del ensayo y error del método científico o del aprendizaje meditativo de la mística. Hay otra vía más rápida: la del horror.
3. Maravillarse ante horrores sin nombre
Inventamos horrores imaginarios para ayudarnos a hacer frente a los auténticos. (Stephen King)
Un niño de cinco años perdido en unos grandes almacenes vive una de sus primeras experiencias de soledad, desconcierto y desamparo, se pregunta dónde están sus padres y si podrá volver a casa. Su mundo se amplía de golpe y un sense of wonder terrible le invade, pero el precio a pagar es el terror.
Toda ruta hacia la sensación de maravilla tiene el atajo del horror. En el prólogo de El ahorcado, Orson Scott Card distingue entre «espanto» (miedo que aparece al percibir un peligro indefinido), «terror» (miedo experimentado al concretarse ese peligro) y «horror» o escalofrío posterior al suceso. Este estremecimiento es el hermano malvado de la sensación de maravilla. Durante el horror hay que lidiar con las secuelas o verse paralizado por el trauma. Si lo ocurrido es sobrenatural o incomprensible (como pelear con un profundo lovecraftiano), la víctima del horror debe reajustar su visión del mundo. El positivismo científico salta por la ventana, el universo se convierte en una pesadilla sin sentido. Si se falla la tirada de cordura, llegarán el manicomio y la muerte. Y tal vez el último pensamiento cuerdo sea un vislumbre del mundo que soñóLovecraft, repleto de «laberintos de maravillas, bóvedas llenas de luz y cielos llameantes».
Combinar el horror con el vértigo del infinito multiplica las posibilidades. Los protagonistas del relato «No tengo boca y debo gritar», de Harlan Ellison, se ven abocados a una eternidad literal de tortura física y psicológica a manos de una vengativa inteligencia artificial. Un cuento cruel y angustioso en el que el único triunfo al que se puede aspirar es el suicidio. Esa historia me impactó brutalmente: mi razón había desechado ya la idea del infierno católico, pero esta eternidad de sufrimiento vestida con la verosimilitud de la ciencia ficción resultaba de golpe mucho más plausible.
Hubo quien sufrió un sobresalto similar al leer sobre el basilisco de Roko, un experimento mental que concluye que existirá en un futuro una inteligencia artificial que torture retroactivamente a simulaciones perfectas de todo aquel que, sabiendo de su posible existencia, no hiciera todo lo posible para lograr su nacimiento… Con lo que tal vez acabe de condenarles a ustedes a una eternidad de sufrimiento solo por haber leído la frase anterior. ¡Oops! Suena retorcido, pero detrás hay un razonamiento interesante sobre la efectividad del chantaje como motivador, una apuesta de Pascal extrema.
Otro horror similar es el eterno aburrimiento. Los vampiros de El ansia logran la inmortalidad sin detener el envejecimiento, y pasan milenios reduciéndose a polvo en sus ataúdes. De forma similar, el peor castigo que pueden recibir los vampiros de Anne Rice es ser enterrados en cemento, inmóviles pero conscientes. Los loops temporales eternamente repetidos son otra vía hacia la inmortalidad del aburrimiento, un recurso que abunda en libros y series de ciencia ficción. El más famoso es obviamente el de Atrapado en el tiempo, en donde Bill Murray debe revivir una y otra y otra vez las mismas veinticuatro horas, sin que ni siquiera la muerte le libre de ese eterno ciclo. La peli es una amable comedia romántica, pero el vértigo de analizar la premisa es terrorífico. Más si se considera la posibilidad de que Nietzsche tuviera razón y nuestro mundo viva en un eterno retorno en que todo se repite una vez y otra y otra y otra y otra…
4. De la sensación de maravilla a la capacidad de maravillarse
Ante los ojos de un niño no hay Siete Maravillas en el mundo. Hay siete millones. (Walt Streightiff)
Hemos visto que la maravilla llega a través de lo sublime, lo gigantesco, lo minúsculo, lo infinito, lo numinoso y lo terrible… Pero, ¿no es posible el sense of wonder en la vida diaria? A veces la magia del fantástico surge de la irrupción más o menos sutil de lo extraño en lo cotidiano, como en las novelas de Auster o Murakami. Pero, ¿cómo experimentar el asombro en una gris rutina no perturbada por lo imposible?
Todo es nuevo para un niño en sus primeros años de vida, todo está repleto de excitantes maravillas. Un crío se equivoca constantemente, sea porque recibe datos falsos (¡la identidad de los Reyes Magos!) o porque aprende por ensayo y error. Pero en cada nuevo descubrimiento experimenta lo maravilloso o lo terrible, incluso en fenómenos que los adultos consideramos triviales. Por eso a veces vemos a los críos asustarse mortalmente de un juguete a cuerda o alucinar al ver pompas de jabón. Ven el mundo en un grano de arena y el cielo en una flor silvestre, sostienen el infinito en la palma de su mano y la eternidad en una hora. Y sí, acabo de citar el poema de William Blake que no por casualidad se llama «Augurios de inocencia».
La edad adulta atrofia esta capacidad de sorpresa, sustituyéndola por un hormigón mental fabricado con rutinas y certezas. Es posible captar destellos de sobrecogimiento a través del arte, la música, la literatura… Pero son sensaciones fugaces. Recuperar la capacidad permanente de estar abierto a lo asombroso requiere reconquistar la actitud de curiosidad infantil matizada con la profundidad de pensamiento adulta. Imaginemos una bolsa de plástico. Puedo usarla para meter la basura. Pero también puedo pasmarme ante la estética de sus movimientos al viento, como en la escena cursi pero acertada de American Beauty. Puedo maravillarme ante las interacciones entre núcleos atómicos diminutos y electrones orbitando a enorme distancia (¡toda materia está formada por un 99,9% de espacio vacío!) que convierten la bolsa en algo sólido. Puedo buscar el significado profundo tras el hecho de que los humanos fabriquemos objetos como bolsas de plástico.
La capacidad de asombro puede perfeccionarse, como cualquier habilidad mental, hasta la maestría de Lewis Carroll y su «a veces he creído hasta seis cosas imposibles antes del desayuno». Mirarlo todo como si fuera la primera o la última vez que lo vemos: la maravilla de la inocencia o la maravilla de la experiencia. A Kant le conmovían el cielo estrellado sobre su cabeza y la ley moral en su interior (lo que está arriba es como lo que está abajo)… ¿Qué nos impresiona a nosotros? ¿Podemos acceder a una maravilla definitiva? Veamos qué dice al respecto Lovecraft en «Expectación», traducido por Juan Antonio Santos y Sonia Trebelt:
No sabría decir por qué algunas cosas me producen
una sensación de maravillas inexploradas por venir,
o de grieta en el muro del horizonte
que se abre a mundos donde solo los dioses pueden vivir.
Es una expectación vaga, sin aliento,
como de grandes pompas antiguas que recuerdo a medias,
o de aventuras salvajes, incorpóreas,
plenas de éxtasis y libres como un ensueño.
La encuentro en puestas de sol y en extrañas agujas urbanas,
en viejos pueblos y bosques y cañadas brumosas,
en los vientos del sur, en el mar, en collados y ciudades iluminadas,
en viejos jardines, en canciones entreoídas y en los fuegos de la luna.
Pero aunque solo por su encanto vale la pena vivir la vida
nadie alcanza ni adivina el don que insinúa.
una sensación de maravillas inexploradas por venir,
o de grieta en el muro del horizonte
que se abre a mundos donde solo los dioses pueden vivir.
Es una expectación vaga, sin aliento,
como de grandes pompas antiguas que recuerdo a medias,
o de aventuras salvajes, incorpóreas,
plenas de éxtasis y libres como un ensueño.
La encuentro en puestas de sol y en extrañas agujas urbanas,
en viejos pueblos y bosques y cañadas brumosas,
en los vientos del sur, en el mar, en collados y ciudades iluminadas,
en viejos jardines, en canciones entreoídas y en los fuegos de la luna.
Pero aunque solo por su encanto vale la pena vivir la vida
nadie alcanza ni adivina el don que insinúa.
Y quizá este último verso lovecraftiano esconda el auténtico sentido de la maravilla: la insinuación (nunca la certeza) de que la vida esconde un propósito, un don, un éxtasis final que apenas podemos entrever en breves momentos de epifanía. Quizá al morir (tal vez soñar) empecemos la exploración definitiva.
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