El suicidio, una aproximación
Publicado por Rebeca García Nieto
Querida Betty, te odio.
Con amor, George.
Con amor, George.
Lives and Deaths: Selections from the Works of Edwin S. Shneidman
Cuando ya pensaba que lo había escuchado todo sobre los cursos de escritura, me entero de que en 2013 se impartió una especie de taller literario para escribir cartas de suicidio en una universidad de Nueva York. La clase en cuestión la daba Simon Critchley, filósofo conocido por sus enganchadas con Slavoj Zizek, coordinador de «The Stone», columna de pensamiento contemporáneo en The New York Times, y autor de Apuntes sobre el suicidio, libro que acaba de ser publicado en España por Alpha Decay. En la clase de Critchley, además de analizar las notas de suicidio y los epitafios de algunas personas ilustres, los alumnos se enfrentaban a la ingrata tarea de escribir su propia carta de suicidio. Una vez pasado el mal trago, hacían algo tan americano como «compartirla» con sus compañeros en voz alta. Al parecer, con este seminario Critchley pretendía parodiar los programas de escritura creativa que proliferan en Estados Unidos como los níscalos en otoño. También, como dijo en una entrevista, le preocupaba el interés «casi pornográfico» que estas cartas suscitan. Aunque puedo estar de acuerdo con algunas de las ideas que defiende Critchley, tengo serias dudas sobre si analizar la carta de suicidio de Hitler, Cobain o el tal George no contribuye a aumentar ese interés pornográfico del que se lamenta. Me pregunto, además, si el hecho de compartir algo tan íntimo como una carta de suicidio con el grupo, como quien muestra los retales a sus compañeros en un taller de patchwork, no es también un tanto obsceno.
Curiosamente, la clase formaba parte de un ciclo de conferencias llamado «The School of Death», una idea que surgió en contraposición a The School of Life, una organización de filósofos y psicólogos clínicos que acababa de abrir sede en Londres y que, a juzgar de Critchley, representa «una filosofía de autoayuda particularmente nauseabunda». Como él, desconfío de los «especialistas» que se arrogan una sabiduría tal que son capaces de dar lecciones de vida, o de muerte, a los demás (a estas alturas, «saber vivir» y «saber morir» son lugares comunes). Y como psicóloga clínica que soy, me molesta tanto como a él esta «filosofía del buenrollismo» que se practica en The School of Life, como también recelo de la mayor parte de terapias psicológicas al uso basadas en conceptos como «crecimiento personal», «aceptación» o «intolerancia a la frustración» (concepto este tan en boga como la intolerancia a la lactosa y que, a mi juicio, equipara el malestar humano a una mala digestión de sentimientos). Igual que ocurre con la psiquiatría biologicista, la visión que ofrecen la mayoría de estas terapias es reduccionista, a todas luces insuficiente cuando hablamos de un fenómeno tan complejo como el suicidio. Así que no, no creo que ninguna facultad ni ningún psicólogo pueda enseñar a vivir a nadie. Más bien creo que vivir es un oficio que ejercemos como buenamente sabemos y podemos (en la medida que las circunstancias nos dejan). En ese sentido, yo soy más de Pavese.
Hace bien Critchley en invocar a los filósofos clásicos para no caer en las perogrulladas de la psicología positiva y buenrollista. En otro libro, The Book of Dead Philosophers, Critchley hablaba del tabú por excelencia de nuestra sociedad: el de la muerte, un factor a tener en cuenta cuando hablamos del suicidio. Habría que hablar de la muerte con más naturalidad, dice Critchley, y estoy de acuerdo, aunque no se trate de una idea muy original que digamos. Michel de Montaigne le dedicó un capítulo en sus ensayos: De cómo filosofar es aprender a morir. Y, antes que él, Cicerón, para quien filosofar no era otra cosa que prepararse para la muerte. Cicerón insistía en la necesidad de quitarle lo raro a la muerte, acercarla a nosotros, acostumbrarse a ella. Ahora, en Apuntes sobre el suicidio, Critchley defiende «una nueva forma moral de entender el fenómeno: ni lo justifica ni lo condena, ni lo estigmatiza ni lo glorifica, simplemente hace un esfuerzo inteligente por comprender las razones por las que, a veces, es preferible elegir la muerte a la vida y también por qué, incluso siendo la muerte una elección justificable, merece la pena vivir». Básicamente, estoy de acuerdo en que no hay que condenar el suicidio ni tampoco hacer apología del mismo. Por supuesto, también veo necesario hacer el esfuerzo de entender el suicidio (¿quién no?); sin embargo, no creo que esa aproximación moral al suicidio sea del todo nueva. No es que me haya empeñado en llevarle la contraria a Critchley (bastante tiene con las críticas de Zizek), pero es el propio filósofo el que dice apoyarse en pensadores como David Hume o Alberto Radicati para sostener sus argumentos.
Ya Hume postulaba que el suicidio no es un pecado ni una ofensa moral. El hecho, como bien apunta Critchley, de que las ideas de Hume tengan la capacidad de conmocionar siglos después es muy significativo. Nuestra forma de entender el suicidio, y de juzgarlo, nace de la doctrina cristiana. Frases como «la vida es un regalo» o «la vida es sagrada» perviven en nuestro vocabulario a pesar de la secularización. Este último aspecto es examinado en profundidad en un magnífico libro que acaba de publicarse recientemente en Acantilado: Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente, de Ramón Andrés. El libro muestra cómo se ha llevado a cabo el suicidio, y cómo ha sido explicado y juzgado, a lo largo de la historia. Para Andrés, «No hay, no puede haber teorías nuevas sobre el suicidio. Nos damos muerte por lo mismo que hace miles de años (…) El fondo humano es una constante». Como dice su autor, Semper dolens «no es más que una historia del dolor, o, mejor dicho, una historia individual y social del dolor», y uno de sus propósitos es «recordar que el malestar y la desperatio son consustanciales al ser humano, y que nada, y acaso todavía menos la razón —o tal vez por ella misma—, puede remediar». Esta visión humanista, podríamos decir, acertada para tratar un tema que es humano, demasiado humano, no conduce necesariamente al pesimismo. Se trata, dice Andrés, de poner «boca arriba las cartas de nuestra fragilidad para, pese a todo, tratar de dar sentido al devenir del mundo».
Ya apuntaba Critchley, y con razón, que carecemos de lenguaje para hablar del suicidio. Ante él, nos quedamos sin palabras. Además, con frecuencia tratamos de sortearlo con perífrasis como «darse muerte», «disponer de la propia vida» o «conducta suicida». El tabú que hay en torno al suicidio se carga a la cuenta de los familiares, ya que al dolor de la pérdida, y a veces a la culpa, tienen que sumarle la vergüenza que todavía va asociada al suicidio. Este tabú nos impide acompañar en el sentimiento a los familiares. Con el suicidio habría que hacer lo que Cicerón decía de la muerte: quitarle lo raro, no mantenerlo lejos, en un aparte, pensando que nosotros nunca seremos ellos, los suicidas. Hay que hablar con más naturalidad, sí, pero también pienso que hay que ser cautos a la hora de asociar suicidio y belleza. Se puede morir en paz, se puede tener una muerte «blanda», pero no creo que se pueda «morir bonito». Desde luego, Critchley no es el único que utiliza un enfoque literario para hablar del suicidio (de hecho, el propio Andrés dedica un buen número de páginas a diferentes representaciones artísticas del mismo, con láminas incluidas, desde el Biathanatos, de John Donne, al catálogo de suicidas de las obras de Shakespeare), pero quizá Critchley va demasiado lejos cuando dice que «la carta de suicidio es un género literario fascinante». Al escribir sobre el suicidio de forma literaria se corre el riesgo de contribuir a la idealización, a la visión romántica, que algunas personas tienen del suicidio (visión especialmente extendida en los adolescentes, colectivo más vulnerable al efecto contagio). Otros ensayos de corte literario, como El Dios salvaje, de Al Álvarez, se esfuerzan por escribir sobre el suicidio de escritores como Sylvia Plath de forma austera, con cuidado de no alimentar el romanticismo. También Peter Handke, en su magnífico libro Desgracia impeorable, trata de elaborar el suicidio de su madre sin hacer literatura, aunque es más que dudoso que lo consiga:
(…) esta historia tiene que ver realmente con lo que no tiene nombre, con segundos de espanto para los que no hay lenguaje. Trata de momentos en los que la conciencia, de puro pavor, da un brinco; de estadios de espanto, tan breves que para ellos el lenguaje llega siempre demasiado tarde; de procesos oníricos tan horribles que uno los vive de un modo físico, corporal, como gusanos que estuvieran en la conciencia.
Se podría argumentar que hay algo literario en el suicidio, ya que la nómina de escritores suicidas es amplia (hay quien piensa que el propio Pavese, antes citado, abandonó el oficio de vivir cuando su otro oficio, la literatura, ya no fue refugio suficiente para él); pero en Semper dolens, Andrés señala que «el artista no es especialmente proclive al suicidio si se compara con otro tipo de actividad o profesión». Al parecer, el índice de suicidio es mayor en funcionarios, agricultores o informáticos. La muerte violenta de algunos artistas «se debe por lo común a desarreglos psíquicos o a razones de tipo moral». Y es en este punto de los «desarreglos psíquicos» donde coincidimos Critchley, Andrés y yo. El inglés sugiere que se ha producido una especie de trasvase desde la idea del pecado asociada al suicidio en la Edad Media a la de enfermedad mental. Algo similar, nos recuerda Andrés, decía el psiquiatra Thomas Szasz. Coincido con Ramón Andrés cuando dice que «Es erróneo pretender, como así lo sugiere una significativa parte de la medicina psiquiátrica de las últimas décadas, que el noventa por ciento de los suicidios cuentan con una base patológica». Afirmar tajantemente, como hace buena parte de la psiquiatría biologicista, que entre el 90 y el 95% de las personas que se suicidan tienen una enfermedad mental es, cuando menos, cuestionable, entre otras cosas, porque las categorías diagnósticas que manejamos en la clínica son discutibles y cuando los criterios diagnósticos se aplican de un modo demasiado laxo (especialmente en el caso de los trastornos ansiosodepresivos o adaptativos) casi todos, suicidas o no, podemos entrar en esas categorías. Otra cosa es que las personas con enfermedades mentales graves, como la esquizofrenia o la psicosis maniacodepresiva, tengan un mayor riesgo de suicidio. Como Andrés, creo que hay un malestar consustancial al ser humano, un dolor que compartimos todos, no solo las personas que tienen un diagnóstico psiquiátrico. En ese sentido, todos somos sujetos dolientes, semper dolens, en mayor o menor grado. Al fin y al cabo, todos llevamos algunos duelos a nuestras espaldas y hemos llegado hasta aquí sobreviviendo sucesivas pérdidas.
Por otra parte, desde Freud sabemos que al menos una parte de nuestros procesos psíquicos está Más allá del principio del placer; es decir, que, junto al instinto de conservación, hay en nosotros un empuje inexorable hacia la muerte, hacia lo inorgánico, el nirvana. Es curioso que después de un intento de suicidio algunas personas digan que no querían matarse, que solo buscaban un reposo absoluto. Nuestras tendencias autodestructivas van desde los actos más evidentes (el suicidio o las autolesiones) a los más sutiles (todas las formas que uno encuentra para boicotearse a sí mismo, la culpa incisiva, algunos procesos de duelo…). Por si esto no fuese ya bastante complicado, las dos pulsiones, la de muerte y la de vida, están entremezcladas. En El hombre en busca de sentido, el psiquiatra Viktor Frankl cuenta que el método de suicidio más popular en Auschwitz era «lanzarse contra la alambrada»: si alguien quería acabar con todo, no tenía más que tocar el alambre electrificado. La salida estaba, literalmente, al alcance de la mano. Curiosamente, fueron pocos los que se lanzaron contra la alambrada. Las expectativas de vida eran escasas, cuenta, y pasados los primeros días, los prisioneros le perdían el miedo a la muerte: «incluso las cámaras de gas perdían todo su horror; al fin y al cabo, le ahorraban el acto de suicidarse». Es difícil decir si era el instinto de conservación el que pesaba más en aquella decisión de no lanzarse o, por el contrario, era más autodestructivo vivir en el campo un día más. En cualquier caso, Frankl defiende que el hombre, incluso en esas circunstancias, tiene libertad de elección (aunque esto último es discutible en el caso de las personas con una enfermedad mental grave).
Es también significativo que algunos supervivientes del Holocausto, como Primo Levi o Paul Celan, pospusieran esa fuga de la muerte y se suicidasen años después, estando ya en libertad. En esta línea, Andrés señala en su libro que «En periodos de guerra, el suicidio decrece», aumentando, en cambio, en períodos de posguerra: ocurrió en España tras la Guerra Civil, después de la Segunda Guerra Mundial (especialmente en Hungría y Polonia) y tras la guerra de los Balcanes. Tal vez el hecho de suicidarse años después tenga algo que ver con ese «otro» que vive en nosotros y es testigo y juez de nuestros actos, un testigo que «mira con sospecha al que somos», escribe Andrés: «De esa mirada surge el recelo y confirma la certeza de que alguien, que sin embargo está en nosotros, nos pone en entredicho y a menudo humilla. El nacimiento de la conciencia se encuentra alimentado, precisamente, por esa capacidad de autoobservación y por el malestar sentido cuando el “otro” conoce hasta el último de nuestros secretos (…) esta continua vigilancia acaba violentándonos. La tentación de eliminar a este implacable testigo es a veces incontenible, como lo es también la presunción de que su muerte nos liberará». Muchos supervivientes del Holocausto se sentían culpables por haber sobrevivido, como si ese testigo no pudiera perdonarles sus acciones en el campo o el mero hecho de haber salido con vida de allí y se lo recordase a todas horas.
El amor y el odio que uno siente, tanto hacia el prójimo como hacia sí mismo, son aspectos a tener en cuenta cuando hablamos del suicidio (en algunas cartas, como la que abre este artículo, es más que evidente). El psiquiatra Fernando Colina afirma en un artículo que el hombre «es el único animal capaz de odiarse». De cómo nos llevemos con ese otro que somos, de cómo nos tuteamos, va a depender casi todo. Cuando no hay afuera (o bien porque las circunstancias externas son prácticamente inasumibles —como los desahucios o las condiciones laborales de los trabajadores de France Télécom, por ejemplo—, o bien porque el sujeto es presa de la melancolía, como cuenta el magnífico escritor Marek Bienczyk en Melancolía. De los que la dicha perdieron y no hallarán más), el sujeto queda a solas con ese otro, frente al espejo. En esas circunstancias, la relación de tú a tú que uno mantiene consigo mismo será clave. En el caso del psiquiatra Gaëtan Gatian de Clérambault (por hablar del suicidio de forma concreta y no en abstracto como acostumbramos), el duelo ante el espejo acabó de la peor manera posible (impeorable, diría Handke). Según cuenta José María Álvarez en El último lamento de Clérambault, este redactó testamento, cogió el revólver, dispuso el sillón frente al espejo, para no quitarse ojo, y se disparó en la boca. «Yo expío la única falta de mi vida», había escrito. Al parecer, había sustraído un cuadro y no podía perdonárselo. Se podría pensar que Clérambault quiso acabar de una vez con ese incómodo testigo, aunque para ello tuviera que acabar con su vida. Y seguramente sería verdad, pero no toda la verdad. Todas las respuestas son necesariamente parciales, aproximaciones. Habría que tener también en cuenta la ceguera progresiva y las operaciones de ojos que había sufrido (se disparó sin quitarse ojo, recordemos), su historial de pérdidas (se sabe que cuando tenía cinco años su hermana mayor, Marie, a la que estaba muy unido, fallece de forma repentina)… En definitiva, si queremos entender el suicidio, tendremos que ir caso a caso. El suicidio es una cuestión individual que no podemos despachar con estadísticas. Como dice Jaspers en una cita recogida enSemper dolens, «Las estadísticas del suicidio no dan una idea del alma individual». Conviene no olvidarlo.
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