Jaime Gil de Biedma, canción de aniversario
En los albores de 1990 moría en Barcelona uno de los más destacados y queridos poetas de la Generación del 50
¿25 años ya? Sí, esa es la cifra: 8 de enero de 1990. Voy más atrás, porque para mí la historia comienza antes. En 1975 cae en mis manos la primera edición de Las personas del verbo de Jaime Gil de Biedma. La portada en dominante granate, el tacto casi aterciopelado en mi recuerdo, la liviandad. Un libro breve, y sin embargo ahí estaba todo lo que mi adolescencia necesitaba. Subo a un autobús con la mirada hundida en sus páginas. Comienzo a leer y se difumina todo lo que hay alrededor, la lluvia emborronando el paisaje gris, anochece. Relumbra aquella alegría de vivir, aquella especial disposición del espíritu para olfatear la vida en un olor a cocina y cuero de zapatos; aquel don para atrapar al vuelo la visión de una cría bajo la tormenta, alzando unos zapatos rojos, “flamantes como un pájaro exótico” en una esquina del año malo; aquella fabulosa resolución de ser feliz “por encima de todo / contra todo / y contra mí de nuevo”, pese al dolor del corazón. Alzo la vista, el autobús está vacío; embebido en la lectura me he pasado mi parada y todas y estoy, literalmente, en las afueras, pero ahora tengo un guía. Hacía tiempo que no me pasaba con un libro lo que acababa de pasarme con Las personas del verbo. Hacía mucho tiempo que no me encontraba con una voz semejante. Como escribió su cofrade Gabriel Ferrater hablando de Josep Carner: “Palabras que duran mientras varían los días y se nos mudan los sentidos, ofrecidas para que las entendamos de nuevo: como una patria”.
Su manera de sentir y de vivir significó mucho para los de mi generación. 'Las personas del verbo’ descubrió a un autor con una voz única.
Segundo encuentro: 1980. Visito al poeta en su lujoso apartamento de la calle Pérez Cabrero, entre el Turó Park y la iglesia circular de San Gregorio Taumaturgo. Hubiera preferido que me recibiera en el sótano negro, “más negro que su reputación”, en el 518-520 de la calle Muntaner, pero esa isla está cubierta por el mar de los sesenta. Voy a hacerle una entrevista para la revista Diagonal. El poeta acaba de publicar El pie de la letra, una recopilación de sus ensayos: brillantísimos, sensatos, esencialmente divertidos, corteses. En medio ha habido otro libro, de 1974 y que leí más tarde, Diario del artista seriamente enfermo, en Palabra Menor (Lumen), que me dejó verde de envidia. Jaime Gil tenía veintiséis años cuando lo escribió, y me parecía increíble que alguien tan joven pudiera ser tan inteligente y tan culto. Me desesperé, porque me faltaban pocos años para tener su edad de entonces. Muy poco tiempo, calculé, para llegar a pensar y escribir cosas parecidas.
Lo fundamental de aquella tarde es que entré a las cuatro y salí a las ocho. La generosidad de aquellas horas. Y, creí percibir, una sensación de soledad, de no querer estar solo, de temer la llegada de la noche, de querer seguir hablando, conmigo o con cualquier otro. Le pregunté mucho y me contó mucho, con precisión, como si dictara, con una fascinante gracia expresiva. No recuerdo los asuntos de la conversación pero sí su vuelo y su tono. Y, sobre todo, que fue una conversación, no una entrevista. Le regaló una conversación a aquel jovenzuelo enmudecido, le trató como si fuera un amigo, alguien de su edad. Conversaba “artísticamente”, cierto, con “intenciones estéticas, creando efectos, por divertirme y divertir a los demás”. Eso es lo que permanece, eso es lo que importó y sigue importando.
No le dije lo mucho que había supuesto para nosotros, para mí y para los de mi generación, su poesía y su manera de sentir y de vivir. Hoy se lo diría; entonces me daba mucho apuro. Si no recuerdo mal, aquella conversación nunca llegó a publicarse. Yo no la recuerdo publicada. Probablemente sería larguísima. No he vuelto a releerla porque la perdí.
Recordé la imagen del noble arruinado entre las ruinas de su inteligencia. Quería ser feliz “por encima de todo / contra todo / y contra mí de nuevo”
1990: la noche de su muerte. Estábamos jugando al póquer cuando sonó el teléfono con la noticia. Recuerdo a mucha gente en casa. Habíamos ido a ver una función y luego vinieron todos a escuchar discos, a jugar y a tomar unas copas. Recuerdo que estaba Sagarra, que estaba Ollé, que estaba Anguera. Sagarra me dijo al llegar: está muy mal. No sé si fue él o Marsé quien me contó luego los últimos días, quizás un año, en la casa de los Marsé, en Calafell. Jaime Gil ya andaba con la cabeza perdida por la medicación, pero a veces había repentinas ráfagas de recuerdo. Como aquel día de primavera. Joaquina, la mujer de Marsé, estaba preparando la comida, con la radio puesta. Comenzó a sonar una canción de la Piquer. Ojos verdes, diría. Y Jaime Gil, en el jardín, alzó la cabeza, alzó el dedo, atrapó o creyó atrapar el relámpago, su dedo, imagino, como un pararrayos. Así me viene a la memoria. Joaquina llorando, y a mí se me saltaban las lágrimas imaginando la escena, la canción como el heraldo de una vida anterior, la imagen del noble arruinado entre las ruinas de su inteligencia. Qué atroz profecía.
Yo estaba en ABC en aquella época. Diría que llamaron hacia medianoche. Abandoné la partida (siempre se me ha dado fatal el póquer) y me planté en el periódico para escribir sobre Jaime Gil.
Estaba triste y al mismo tiempo me gustaba el encargo, cruzar la ciudad para hablar del poeta recién fallecido. Y me ilusionaba que me hubieran llamado, que me lo hubieran encargado a mí. En el taxi pensaba en la primera vez que le vi, con abrigo y sombrero, un anochecer de invierno, saliendo de la Compañía de Tabacos de Filipinas. Estaba parado en las Ramblas, mirando hacia el rey mago que parecía tiritar en la hornacina de los almacenes Sepu. Creo que en el Retrato del artista hay una entrada en la que se pregunta a qué se dedicaría aquel hombre pequeño y helado el resto del año. Otro encuentro en las Ramblas. Encuentro desde la más respetuosa distancia: entonces no le conocía, no me hubiera atrevido a abordarle. Parado también frente a un quiosco, desplegando Le Monde Diplomatique. Parecía radiante aquel día y yo pensé en Frederic de Lloberola, el protagonista de Vida privada, aquel hombre “de edad indefinida, con el estómago lleno de whisky y el corazón lleno de rosas rojas”. Más imágenes: la foto con los perros, los cachorritos que trepan por su cuerpo, tendido en una hamaca en el jardín, en La Nava de la Asunción. Un rostro de absoluta felicidad. Eso fue, debió ser, en el último verano de su juventud, como escribió. Y el recuerdo de aquella periodista que cometió la indelicadeza de preguntarle, cuando ya estaba muy enfermo, acerca de la muerte. La respuesta sabia, educada, ya casi desde el otro lado: “No haga preguntas ociosas. Consúltese a sí misma y tendrá las respuestas”. Todo eso volvía en aquel taxi.
Escribí el artículo de un tirón, sin levantar la cabeza del teclado, como cuando leí por primera vez Las personas del verbo: un torpe intento de devolución. Escuché una voz que decía: “Venga, que hay que ir cerrando”. Luego volví a casa. Seguía la partida. Llevaba en la mano la doble página, recién montada, todavía caliente, una prueba impresa para mí. Y para ellos. Volví a sentirme triste y contento. Como ahora.
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