Pequeñas conmociones
Por: José Andrés Rojo | 02 de diciembre de 2013
Dos amigos se encuentran después de mucho tiempo. “El gordo acababa de comer en la estación y sus labios manchados de mantequilla lucían como cerezas maduras. Olía a jerez y a agua de azahar. El flaco acababa de bajarse del tren e iba cargado de maletas, bultos y cajas de cartón. Olía a jamón y a posos de café”. Antón Chéjov publicó El gordo y el flaco en 1883 en la revista Fragmentos, y es uno de los 240 relatos incluidos en el primer volumen de los Cuentos completos del escritor ruso, que Página de Espuma publica estos días y que recoge su primera producción, la que realizó entre los años 1880 y 1885. No son más que tres páginas. Los amigos se abrazan, fueron juntos al colegio, no se han visto desde entonces. Preguntan por sus historias. A uno le fue bien, al otro un poco peor. Chéjov está ahí en medio de la situación, registrando cada uno de los detalles, los minúsculos cambios, la más mínima alteración. Observa los engranajes, si las piezas hacen algún chirrido. Y sí que lo hacen, vaya que lo hacen. “He llegado a Consejero secreto. Tengo dos estrellas”, dice el gordo. Un buen cargo, sí señor. Y el flaco, que se había mostrado desenvuelto, que había bromeado sobre sus días de infancia, que había hecho gala hasta entonces de sus recursos, “palideció de repente, se quedó de piedra, pero pronto todo su rostro se transformó en una amplia sonrisa; parecía que su cara y sus ojos echaban chispas. Se arrugó, se encorvó, se encogió...”. Chéjov desmenuza el episodio, y lo cuenta. Y seguramente buena parte de su maestría tiene que ver con eso. La vida cotidiana está llena de pequeñas conmociones, toda la vida está recorrida por esos rasguños apenas perceptibles, gestos que se escapan sin querer pero que revelan cuanto ocurre por dentro, que desencadenan cada una de las calamidades. ¿Calamidades? Minúsculas calamidades, pero calamidades al fin ya al cabo.
En su breve libro sobre sobre el escritor ruso, Antón Chéjov (Acantilado, 2006; traducción de Celia Felipetto), Natalia Ginzburg escribe a propósito de esta temprana época: “Chéjov ya tenía una forma extraordinaria de introducirse en una historia, una forma brusca y ligera, fulminante e imperiosa, como si de pronto alguien abriera de par en par una puerta o una ventana para ofrecer al lector los rasgos de una figura humana o de un grupo de figuras humanas, permitirle escuchar el sonido de sus voces, intuir sus estados de ánimo, el servilismo o la afectación, la paciencia o la prepotencia, y a continuación, cerrara esa puerta o esa ventana ante el lector absorto, divertido y estupefacto”.
Así es. Absortos, estupefactos, divertidos: en estas 240 piezas de esta entrega inicial de su narrativa completa hay de todo. Textos minúsculos como una bocanada de aire fresco, casi chistes, apuntes veloces, meras notas a pie de página sobre el ruido del mundo. Pero hay ya algunos cuentos más largos. El humor y la ternura (o la piedad), esas notas que definen la mirada de Chéjov (la imagen es de 1885) sobre las cosas, aparecen ya como el diamante en bruto que irá puliendo hasta construir sus obras maestras. Iba apretando las piezas para que el mecanismo de su escritura funcionara a la perfección.
Natalia Ginzburg también se refiere a la capacidad de Chéjov para permanecer al margen. “Los personajes de sus cuentos ofrecían sin cesar comentarios, juicios, observaciones, opiniones”, apunta. “El escritor no ofrecía comentario alguno. No daba la razón a nadie ni se la quitaba. Así era Chéjov en sus primeros relatos y así fue en los últimos. Un escritor que nunca hacía comentarios”. Pero al que no se le escapaba nada. En Flores tardías, de 1883, uno de los cuentos más elaborados de aquella época, cuenta una historia de decadencia. Ha muerto el príncipe Priklonski y su mujer tiene que pelear para mantener al golfo de su hijo y a su hija. Un día los muchachos enferman y tienen que llamar al doctor Toporkov, el hijo de un antiguo siervo de su marido que ha medrado y al que le va muy bien. La muchacha se enamora del médico. Y la madre colabora en las tareas de seducción. Tras una de las visitas, lo invitan a tomar el té. Sirven las tazas, reina un espeso silencio. Y el escritor recoge con su finura esos detalles que sintetizan un carácter, y que da cuenta de su maestría. El doctor bebe un sorbo, y Chéjov escribe: “Se diría que cada trago caía desde la boca a una especie de abismo, donde chapoteaba en una masa grande y lisa”.
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