Charles Dickens
La lección de Dickens
La editorial Edhasa publica 'El observador solitario', la biografía que Peter Ackroyd dedicó al célebre autor inglés con motivo del bicentenario de su nacimiento.
Ignacio F. Garmendia
21.03.2012
Como Balzac, Tolstói, Galdós o Eça de Queirós, Charles Dickens es uno de los grandes novelistas europeos del siglo XIX, un escritor inmenso que figura al frente del canon más indiscutido de la narrativa en lengua inglesa y no ha dejado de ser leído, traducido, adaptado o recreado en ningún momento, en vida y después de su muerte, antes y después del periodo acotado para la vigencia de los derechos de autor, con o sin aniversarios de por medio. Como en el resto del mundo, las editoriales españolas han aprovechado la efeméride para tirar de fondo y rescatar las obras de Dickens que figuraban en sus catálogos, pero el hecho de que muchas de ellas estuvieran ya disponibles demuestra que no precisan de conmemoraciones para seguir siendo leídas. Ediciones lujosas o de bolsillo, ilustradas o dirigidas a estudiantes: en los próximos meses aparecerán decenas de títulos recuperados, pero de momento la gran aportación al bicentenario es El observador solitario, excelente biografía de Peter Ackroyd, que estaba inédita en España y se ofrece a los lectores de Dickens como una puerta de entrada para conocer al hombre, desde luego, pero también a lo que de él -y no es poco- perdura en su obra.
De Ackroyd, brillante estudioso e intérprete de la historia londinense, hemos leído libros como su reciente biografía de Poe, Una vida truncada (2008), narraciones biográficas como El último testamento de Oscar Wilde (1983) y Chatterton (1987) o su novela Dan Leno, el golem y el music hall (1994), todos ellos publicados en España por Edhasa, que ha dado a conocer otros títulos del autor como La caída de Troya (2006) y biografías dedicadas a Shakespeare (2005) o la propia ciudad de Londres (2000). A lo largo de su trayectoria, el escritor y ensayista británico se ha movido con soltura entre la realidad y la ficción, pero siempre ha procurado deslindar sus incursiones en la narrativa biográfica de las biografías propiamente dichas, sin renunciar en ninguno de los dos casos a los recursos de la novela. Esto último, sin merma del rigor exigible, es lo que hace de su Dickens -que no llevaba subtítulo en la edición original, publicada en 1990- una lectura no sólo amena e instructiva sino absolutamente cautivadora, gracias a su forma narrativa y al impecable oficio de Ackroyd para contar una buena historia.
Porque la historia de Dickens, en efecto, no desmerece de sus novelas. El futuro escritor había trabajado de niño, con tan sólo doce años, en una fábrica de betún, conociendo de primera mano el inframundo de explotación y miseria que subyacía bajo la elegante fachada del orden victoriano. No olvidó nunca aquella experiencia, que lo marcó a fuego, y de ella extrajo los materiales para sus novelas, en particular la semiautobiográfica David Copperfield -su obra maestra- pero también muchas otras, que muestran el reverso sórdido de una sociedad bastante menos justa y ejemplar de lo que proclamaban o creían los selectos representantes de las clases patricias y aun la propia soberana, devota del escritor como gran parte de sus súbditos. "Gracias a sus estampas de la vida diaria -destacaba un cronista del Daily News al día siguiente de la muerte de Dickens-, que no a las crónicas oficiales, las generaciones futuras tendrán la oportunidad de saber cómo se desarrollaba la vida en el siglo XIX". Pero Dickens no fue sólo un cronista de su tiempo, "un observador solitario -escribe Ackroyd, muy decimonónicamente- que, igual que el antropólogo anota los rituales que presiden la vida diaria de determinada tribu salvaje, escrutaba las costumbres de su época". Por él sabemos, en efecto, que en el corazón del Imperio habitaba asimismo la barbarie, pero su extraordinario mundo novelesco no puede reducirse al valor testimonial que también aporta.
Destaca Ackroyd la capacidad de Dickens para retratar, como se dice de los autores rusos, el alma del pueblo inglés, "tanto en su morosa melancolía como en su chispeante sentido del humor, en su talante poético como en su audacia, en su indulgencia y desmesura como en su gusto por la ironía y el retraimiento". Es un biógrafo, claro está, partidario, pero la simpatía o la devoción por su personaje -descrito como un reformista en materia social, sin verdaderas aspiraciones políticas- no le impide captar los matices de un escritor que evolucionó en cuanto al dominio de su arte y también en su visión del mundo, cada vez más dubitativa y melancólica. Los orígenes humildes, la formación autodidacta, la vida itinerante, el trabajo en una oficina, como taquígrafo parlamentario o corresponsal de prensa, todo lo aprovechó Dickens en sus novelas. Apoyado en su férrea disciplina y una gran capacidad de trabajo, el autor logró un éxito sin precedentes y una fortuna considerable, pero no llegó a disfrutar demasiado tiempo de ella, dado que murió a los 58 años; siempre lo había dominado un sentimiento de insatisfacción y se encontraba en los últimos tiempos agotado y envejecido.
Dice Andrés Trapiello, a propósito de Grandes expectativas, que el humor y la melancolía de Dickens hacen de él un claro representante de la estirpe cervantina, que es tanto como decir de la gran tradición de la novela universal. Pero a continuación añade que no ha sido otro escritor, sino un cómico, Charles Chaplin -tal vez no sea casualidad que Ackroyd esté trabajando en su biografía-, quien mejor ha recogido la lección de Dickens, por su "capacidad de hacernos sonreír mientras asistíamos a (un) drama desproporcionado" y por su temperamento de eterno adolescente. La compasión y el espanto, así pues, como reclamaba el griego, pero también la risa, el consuelo y -por qué no decirlo- un poco de esperanza.
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