Manuel Rodríguez Rivero
MANUEL RODRIGuez RIVERO 17 JUL 2012
Año de Londres y de Dickens. A menos de 10 días de la inauguración de los Juegos Olímpicos, los primeros que alberga la capital británica desde los muy austeros de 1948, cuando todavía estaban presentes los destrozos y las heridas de la guerra, no me resisto a recordarles la más londinense de las novelas de nuestro autor más dickensiano: La ciudad de la niebla.
Baroja la publicó en 1909, como segunda parte de lo que sería la trilogía de La raza. Había “rodado exteriores”, es decir, tomado nota de ambientes y personajes, en el viaje que realizó a la capital británica en 1906, movido, entre otras cosas, por su entusiasmo hacia la literatura inglesa, “especialmente por las novelas de Dickens”. En la sección correspondiente de sus memorias Desde la última vuelta del camino, Baroja deja constancia, a su modo sentimentalmente minimalista, de la impresión que le produjo aquella monstruosa urbe (“la mayor y más grande de la tierra”, como la definió Conrad en El corazón de las tinieblas, 1902) en la que se daban la mano el lujo extremo y la tremenda miseria de los slums obreros. El Londres eduardiano prefiguraba en el imaginario de las gentes lo que serían las megalópolis del futuro: impresionantes muelles a los que llegaban mercancías de todos los lugares de la tierra, gigantescos hoteles para acoger a visitantes de todo el mundo, ciclópeos almacenes (Harrod’s, Whiteley’s) rebosantes de toda clase de productos, trenes subterráneos, calles resplandecientes de luz eléctrica, cinematógrafos, tranvías, tráfico infernal en las calles. Una moderna Babilonia en la que podían ambientarse todas las historias.
Baroja tomó nota de ambientes y personajes en un viaje a Londres, movido por su entusiasmo hacia la literatura inglesa
Baroja guardó buen recuerdo de todo lo que vio y lo plasmó posteriormente en La ciudad de la niebla. Sus protagonistas —el radical, pero cobarde doctor Aracil y su intrépida hija María— han recalado allí tras una complicada peripecia que se inicia en La dama errante (1908), primera parte de la trilogía. Son tránsfugas de un Madrid en el que la policía aún investiga las complicidades del frustrado regicida Mateo Morral. María y su padre viven primero en un hotelito de Bloomsbury, un barrio que todavía carecía del aura de glamour escandaloso que le conferirían Virginia Woolf y sus amigos. Luego, cuando el egoísta Aracil la abandona, María se traslada a la hoy desaparecida Little Earl Street, muy cerca de la actual plazuela de Seven Dials, en uno de los extremos del Soho. Desde allí, deambula por ese Londres (iluminado —en el mejor de los casos—, por un “disco pálido y acatarrado”) y se relaciona con una abigarrada galería de personajes, incluyendo una abundante porción de difusos conspiradores y pintorescos anarquistas, lo que le permite a Baroja mostrar la evolución (pesimista) de una de sus heroínas más independientes y, de paso, bosquejar con muy pocos trazos una estupenda nómina de tipos dickensianos, entre los que destaca el excéntrico Samuel Cobb, el anarquista Baltasar, el judío Jonás o el “quijotesco” criado Percy Damby.
Además de por su interés literario, la novela todavía puede leerse como una guía muy personal de aquel Londres parcialmente sepultado por sucesivas remodelaciones urbanas, pero en el que aún subsisten no pocos de los rincones dickensianos que buscó y, luego, plasmó Baroja. Si pueden permitirse el lujo de viajar estos días a la capital del Támesis y olvidar por un rato los bochornosos recortes veraniegos, no olviden incluir la novela de Baroja en su equipaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario