Manuel Rodríguez Rivero
Ahogados en información
Manuel Rodríguez Rivero 22 FEB 2012
Leo -hasta donde puedo: se trata de un libro exigente con el lector escaso de conocimientos matemáticos- La información (editorial Crítica), el best-seller de James Gleick que la crítica anglohablante ha saludado como una de las obras imprescindibles de la alta divulgación científica de los últimos años. Su objeto es el que enuncia su título: la información, no solo en lo que se refiere a su condición de vehículo de conocimiento (o de simples datos), sino a su misma naturaleza. ¿Qué es lo que tienen en común el tambor africano de dos tonos y el telégrafo electromagnético de Morse? ¿Qué hermana las tabletas babilónicas de arcilla atestadas de signos cuneiformes con la Biblia de 42 líneas de Gutenberg o con el e-book de nuestros días? ¿Y a las señales de tráfico con el ADN?
Vivimos absolutamente interconectados en una gigantesca nube de información. Incluso hay quienes sostienen, como Richard Dawkins, que desde nuestros mismos genes somos pura información: es decir, palabras, instrucciones, datos. Gleick analiza en su libro las formas en que se ha desplegado en la historia, desde el nacimiento del lenguaje hasta el parloteo globalizado e incesante de la actual twittesfera (permítanme el neologismo), explicando el modo en que los cambios tecnológicos han propiciado diferentes procedimientos de organizarla y procesarla, y deteniéndose en el papel que en ese largo camino han tenido personajes fascinantes -y, a veces, atrabiliarios- como Charles Babbage (1791-1871), pionero de la computación, Alan Turing (1912-1954), matemático y criptógrafo, o Claude Shannon (1916-2001), ingeniero electrónico y reputado padre de la llamada teoría de la información.
Más allá de las tesis de Gleick, lo cierto es nos ahogamos en información. Es muy posible que parecida sensación haya sido experimentada en otros momentos de la historia: en la Europa del XVI, por ejemplo, cuando la imprenta incrementó exponencialmente la cantidad de lo escrito y la multiplicación de los libros allanó el paso de la lectura intensiva a la extensiva. O cuando surgieron los diarios. O, mucho más tarde, cuando se popularizaron inventos como el teléfono, la radio y la televisión. Pero lo que ocurre ahora es que hemos llegado a rizar el rizo: mediante Twitter y Facebook estamos a punto de conseguir que cada momento de nuestra vida -de la de cada cual- pueda obtener su reflejo, su réplica "informativa". Como si cada una de nuestras acciones, pensamientos y sentimientos (casuales o impostados, verdaderos o fingidos) pudiera archivarse acrítica e inmediatamente en una gigantesca nube de información susceptible de ser universalmente compartida, como una especie de doble o calco virtual de nuestra realidad, de modo semejante a aquel monstruoso mapa borgiano que reproducía con total exactitud y a tamaño natural cada uno de los accidentes del imperio cartografiado.
De modo que estamos cada vez más informados, pero no somos necesariamente más sabios. Confundimos no solo información con conocimiento, sino también, como apuntaba en este mismo periódico el filósofo Manuel Cruz, conocimiento y experiencia, lo que nos lleva indefectiblemente a la infatuación del presente y de lo meramente testimonial, una forma enfermiza de celebrarnos a nosotros mismos y a nuestras acciones, obviando que, además de información, necesitamos, por ejemplo, perspectiva.
El periodismo -inevitablemente presentista- debería tenerlo en cuenta y marcar ciertas distancias, reinventándose una vez más y acotando con mayor nitidez las diferencias entre los canales a través de los que suministra la información. Podría lograrlo desviando de vez en cuando su mirada del deslumbrante fulgor de lo actual-instantáneo (a menudo, el imperio de la anécdota) y abriéndose sin temor a la reflexión y al comentario, como en sus orígenes ilustrados y dieciochescos. De ese modo, aunque resulte paradójico, cumpliría mejor su secular misión de informar (bien) a muchos de lo que (todavía) saben pocos.
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