Manuel Cruz
Aldeanos del instante
Ya no somos ni siquiera provincianos. Actualmente se supone que solo el que habita el presente es capaz de conocer lo que sucede. Por eso es cada vez mayor la importancia que se le está dando al testimonio.
Manuel Cruz 21 FEB 2012
Al finalizar su célebre conferencia ¿Qué es un clásico?, pronunciada en 1944, T. S. Eliot se refería a un particular provincianismo como el rasgo más característico de nuestra época. Si el provincianismo puede ser definido, en una primera aproximación apresurada, como esa particular estrechez de miras resultante de aplicar patrones adquiridos en un área limitada del conjunto de la experiencia humana o, desplazando levemente el enfoque, de confundir lo contingente con lo esencial, lo efímero con lo permanente, el nuevo provincianismo introduciría una determinación que le dotaría de una especificidad propia.
A diferencia del provincianismo clásico, este otro lo sería del tiempo, no del espacio y, formulado también con una considerable rotundidad, vendría definido por considerar que el mundo es propiedad de los vivos, "una propiedad sobre la que los muertos no tienen derechos", por enunciarlo con las propias palabras del poeta. Para que esta actitud acabe por convertirse en hegemónica se requiere que un doble supuesto se imponga por completo, condicionando y modelando cualquier actitud ante el mundo. El primero es el de la afirmación del presente como única realidad temporal efectivamente importante, a cuyo lado cualquiera de las otras clásicas dimensiones del tiempo apenas alcanza el estatuto de difusa evocación (pasado) o vana ensoñación (futuro).
Pero la operación obtiene toda su eficacia en el momento en que la afirmación anterior se ve acompañada de un convencimiento complementario, de apariencia tan obvia (aunque en el fondo, análogamente injustificada) como el primero, a saber, el de que nadie puede discutir nuestra hegemonía en el conocimiento de ese presente por la sencilla razón de que residimos en él. ¿Quién, si no nosotros, que somos sus protagonistas, podría hablar con mayor conocimiento de causa de lo que nos ocurre, parece ser el supuesto incuestionado? Está claro que el convencimiento no resiste el menor análisis: casi tan claro como que ese convencimiento se encuentra profundamente arraigado en nuestro imaginario colectivo, que tiende a registrar como algo profundamente anti-intuitivo el hecho de que alguien pueda poner en duda el valor de nuestra interpretación acerca de lo que tuvimos ocasión de vivir en primera persona ("¿a mí, que estaba allí, me lo vas a decir?", es frecuente que comentemos, irritados, cuando nos sentimos cuestionados al respecto).
El convencimiento arraiga en una confusión, cada vez más extendida, entre conocimiento y experiencia, que tienden a ser consideradas como realidades asimilables cuando, de hecho, se encuentran nítidamente diferenciadas. Es obvio que, pongamos por caso, la mayor parte de seres humanos poseen la experiencia del amor, del odio, de la envidia, de la ira..., pero eso en modo alguno equivale a afirmar que conozcan la naturaleza profunda de tales emociones, por las que pueden haberse sentido embargados en muchos momentos de sus vidas. De hecho, la pregunta que el paciente, atormentado por un problema personal, dirige al terapeuta cuya ayuda solicita a menudo adopta esta forma, sólo en apariencia paradójica: "¿qué me está pasando?", donde se hace evidente que el supuesto de que toda experiencia es autotransparente carece por completo de fundamento.
Pero el caso es que, mientras las realidades concretas, cotidianas, no nos den problemas, tendemos a instalarnos en dicho supuesto. Más aún, es él el que justifica la engañosa sensación de plenitud que nos produce protagonizar algo, vivirlo en primera persona, etc., como si el mero hecho de que nos pueda estar sucediendo a nosotros nos otorgara una supuesta autoridad gnoseológica para entenderlo y hacerlo entender a otros. Una variante particularmente difundida de esta misma sensación es la que podríamos definir como la de protagonismo por persona interpuesta, representado por los medios de comunicación. En efecto, se ha convertido en uno de los tópicos más reiterados la autocomplaciente insistencia por parte de estos últimos en el eslogan estamos allí (supuestamente para contarlo), en el que el acento recae casi por completo en el simple hecho de la presencia física, quedando relegada el relato o explicación a mero acompañamiento o banda sonora verbal.
Sorprende, a poco que se piense, la escasa importancia concedida a lo que de veras debiera interesar, esto es, el supuesto sentido de esos acontecimientos a cuya narración acuden los medios (en algún caso, en tropel). La interpretación de lo que está pasando, genuina razón de ser de la presencia de los profesionales destacados al efecto "en el lugar de la noticia", en ningún caso suele ocupar mucha atención: de hecho, ese impreciso interés informativo al que se suele hacer alusión al anunciar la noticia misma incluye ya la aceptación acrítica de una versión previa (que es precisamente la que justifica el tiempo que se le está dedicando). Por su parte, los profesionales en cuestión se limitan cada vez con mayor frecuencia a aportar aquellos testimonios que proporcionen el lado humano, la dimensión emotiva o cualquier otro registro ornamental análogo.
En realidad, semejante deriva tiene poco de extraña, y no resulta imputable en exclusiva a ese proceso de banalización que parece afectar a todas las esferas de lo real en esta sociedad postmoderna de nuestros pecados. La deriva mantiene un estrecho paralelismo con el fenómeno que viene ocurriendo en las últimas décadas en el ámbito de la historiografía, donde ha sido tanta la importancia adquirida por la idea del testimonio (especialmente de los supervivientes de las grandes tragedias del siglo XX) que autores ha habido (en concreto, Annette Wieviorka) que han propuesto definir nuestra época precisamente como la era del testigo, caracterizada, en lo esencial, por atribuir a la figura de éste una soberanía casi absoluta a la hora de definir el auténtico conocimiento de los hechos. Probablemente sean el mismo recelo antiteórico, parecida desconfianza hacia las construcciones discursivas más elaboradas, los que subyacen tanto a la tendencia de algunos filósofos de la historia a conceder, sin más, valor de verdad al testimonio del protagonista (por más variaciones que pueda haber sufrido el mismo a largo del tiempo) como a esa pregunta-comodín habitual de tantos entrevistadores, el socorrido "¿cómo se siente?", en el que parece condensarse la renuncia de aquéllos a interpretar con una mínima autonomía crítica lo ocurrido y su sustitución por el relato del estado de ánimo del entrevistado, como si nada de mayor interés pudiera serle ofrecido al público.
Nos encontramos ante un proceso de imparable empobrecimiento de nuestra capacidad de dar cuenta de las transformaciones que se van produciendo en la realidad que nos rodea. Lo relevante, lo digno de ser tomado en cuenta a efectos de intentar entender lo que nos pasa, ha ido padeciendo un proceso de adelgazamiento que, a base de reducirlo a su mínima expresión, ha terminado por convertirlo en un referente vacío. Si sólo existe de veras lo que ahora hay, y de esto únicamente importa lo que me pasa a mí (o aquello en lo que estoy presente, puesto que lo que les pase a otros, o en mi ausencia, no entrará nunca, por definición, bajo mis competencias gnoseológicas), en tal caso nada existe en realidad y apenas cosa alguna puede considerarse merecedora de nuestra atención. Ahora estamos en condiciones de apreciar hasta qué punto se quedaba corto Eliot en su diagnóstico. Incluso la etapa en la que éramos satisfechos provincianos del presente parece haber quedado definitivamente a nuestras espaldas. Ahora tan sólo somos aldeanos del instante -tan satisfechos como cuando éramos provincianos, pero mucho más ignorantes que entonces-.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.
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