viernes, 13 de enero de 2012

PRENSA CULTURAL. "Una casa de palabras", por Gustavo Martín Garzo

Gustavo Martín Garzo

   En "El País":
Una casa de palabras

   Los cuentos de hadas nos permiten asomarnos al corazón de los niños y descubrir sus deseos, esperanzas y temores. Para ellos son la prueba de que siempre estaremos ahí, de que nunca les abandonaremos.

GUSTAVO MARTÍN GARZO 08/01/2012

   La noche es la oscuridad, la amenaza, un mundo no controlado por la razón, y todos los niños la temen. Llega la hora de acostarse y, a causa de ese temor, no quieren quedarse solos en sus camas. Es el momento de los cuentos, que son un procedimiento retardatorio. Quédate un poco más, es lo que dicen los niños a los adultos cuando les piden un cuento. Y el adulto, que comprende sus temores, empieza a contárselo para tranquilizarles. Muchas veces improvisa ese cuento sobre la marcha, pero otras recurre a historias que ha escuchado o leído hace tiempo, tal vez las mismas que le contaron de niño los adultos que se ocupaban de él. En esas historias todo es posible, que los objetos vivan, que hablen los animales, que los niños tengan poderes que desafían la razón: el poder de volar o de volverse invisibles, el poder de conocer palabras que abren las montañas, el poder de burlar a gigantes y brujas y de ver el oro que brilla en la oscuridad de la noche. Lo maravilloso hace del mundo una casa encantada, tiene que ver con el anhelo de felicidad. El adulto quiere que el niño que ama sea feliz y ese deseo le lleva a contarle historias que le dicen que es posible encontrar en el mundo un lugar sin miedo. Son historias que proceden de la noche de los tiempos. Han pasado de unas generaciones a otras, y se mantienen tan sugerentes y nuevas como el día en que fueron contadas por primera vez. El que narra, escribe Walter Benjamin, posee enseñanzas para el que escucha. La enseñanza de La Bella y la Bestia es que hay que amar las cosas para que se vuelvan amables; la de La Bella durmiente que en cada uno de nosotros hay una vida dormida que espera despertar alguna vez; la de La Cenicienta, que lo que amamos es tan frágil como un zapatito de cristal, y la de Hansel y Gretel que hay que tener cuidado con los que nos prometen el paraíso, con frecuencia esas promesas son una trampa donde se oculta la muerte. Peter Pan nos dice que la infancia es una isla a la que no cabe volver; Pinocho, que no es fácil ser un niño de verdad; La Sirenita que no siempre tenemos alma y que, cuando esto ocurre, se suele sufrir; y Alicia en el País de las Maravillas, que la vida está llena de repuestas a preguntas que todavía no nos hemos hecho.
    El niño necesita cuentos que le ayuden a entenderse a sí mismo y a los demás, a descubrir lo que se esconde en esa región misteriosa que es su propio corazón. Chesterton dice que los cuentos son la verdadera literatura realista, dando a entender que el que quiera saber lo que es un niño, antes de preguntar a psicólogos, pedagogos o alguno de esos numerosos expertos que tanto abundan, hará bien en regresar a los cuentos de hadas. Son ellos los que le permitirán asomarse al corazón de los niños y sorprender sus deseos, esperanzas y temores. Un cuento como La Cenicienta expresa esa búsqueda de la transfiguración que es la búsqueda más cierta de la vida, y uno como El patito feo, el temor a ser dejado de amar. Incluso los niños más queridos tienen el temor a que sus padres los rechacen porque tal vez no son como estos habían soñado. El patito que debe abandonar la granja en que vive, porque no hay nadie que lo quiera, expresa esos temores. El niño se identifica con él, porque ve en su abandono la imagen de su propia tristeza cuando se siente solo. Siempre pasa eso con los cuentos. Puede que no sean reales pero hablan de la verdad. Barba Azul lo hace del deseo de conocimiento; Juan sin Miedo, de la importancia de la compasión; Jack y las habichuelas mágicas, de que solo a través de la imaginación podemos abarcar la existencia en su totalidad. Estos tres cuentos resumen las cualidades de la palabra poética: el misterio (del cuarto cerrado), el temblor (del amor) y la capacidad de vincular (como las habichuelas mágicas) mundos que la razón separa: el mundo de los vivos y los muertos, el de los animales y los hombres, el de la realidad y el de la fantasía. Los cuentos le dicen al niño que debe enfrentarse a los misterios que le salen al paso, acudir a la llamada de los demás y salvar el abismo que separa su experiencia de las palabras. El guisante que, en el cuento de Andersen, no deja dormir a la princesa guarda el secreto de todo aquello que nos desvela y no hay forma de decir qué es. El secreto, en suma de la poesía.
   Pero los cuentos no solo son importantes por las enseñanzas que contienen, sino porque prolongan el mundo de las caricias y los besos de los primeros años de la vida y devuelven al niño al país indecible de la ternura. Paul Valéry dijo que la ternura era la memoria de haber sido tratados con atenciones extraordinarias a causa de nuestra debilidad. Ningún niño se olvida de esas atenciones. Ellos siempre buscan un lugar donde guarecerse, y el adulto levanta para ellos con cada cuento un lugar así. Da igual de qué traten, al sentarse a su lado en la cama lo que le dice al niño es que siempre estará allí para ayudarle. Tal es el mensaje de los cuentos: no te voy a abandonar. Un cuento es una casa de palabras, un refugio frente a las angustias que provocan las incertidumbres de la vida. Octavio Paz dijo que la misión de la poesía es volver habitable el mundo, y eso hacen los cuentos, crear un lugar donde vivir. De eso habla Los tres cerditos. Sus protagonistas deben levantar una casa en el bosque, para protegerse del lobo, y mientras uno, el más previsor, lo hace con ladrillos, los otros lo hacen con lo primero que encuentran. Es curioso que, aun siendo la moraleja del cuento que debemos ser previsores, el cerdito que prefieren los niños es el que levanta su casa con paja. No tarda mucho en terminar y enseguida se va de paseo por el bosque a descubrir sus maravillas. Bruno Bettelheim tiene un libro sobre el autismo infantil que se titula La fortaleza vacía. El niño autista percibe el mundo como hostil y, para defenderse, levanta una fortaleza de indiferencia y desapego a su alrededor. Y lo extraño es que cuanto más consistente y segura es esa fortaleza, más vacío está su interior. Es lo contrario a la casa de paja de nuestro cerdito. La suya es la casa de los cuentos: un lugar que nos protege lo justo para no separarnos del mundo. Una casa como la que Tarzán y Jane construyeron en la copa de un árbol, abierta a todas las llamadas de la vida.
   C. G. Jung ha dicho que uno de los dramas del mundo moderno procede de la creciente esterilización de la imaginación. Tener imaginación es ver el mundo en su totalidad. Los cuentos permiten al niño abrirse a ese flujo de imágenes que es su riqueza interior y aprender la realidad más honda de las cosas. Toda cultura es una caída en la historia, y en tal sentido es limitada. Los cuentos escapan a esa limitación, se abren a otros tiempos y otros lugares, su mundo es transhistórico. Por eso sus personajes son eternos peregrinos, como el alma de los niños. "Alma se tiene a veces. / Nadie la posee sin pausa / y para siempre", escribe Wislawa Szymborska. El poder de la poesía es dar cobijo a esa alma que busca un sitio donde pasar la noche antes de volverse a marchar. Y es en los cuentos de hadas donde se narran, de una forma más pura, esas andanzas del alma.

   Gustavo Martín Garzo es escritor.

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